El libro de todos los
amores, de Fernández Mallo, concentra en su título todo el valor irradiante que
se le exige a un título. La única objeción es que, al incluir la palabra
“todos”, cualquier elenco que se consigne va a quedar corto, salvo que irrumpa
la clave poética que, al subjetivar la lectura, tiende a cubrir un número
infinito de ellas. Es un título “total” que, a cambio, no cierra puertas, sino
que las abre, pues a partir de él quedan expuestas las incontables maneras que
el amor tiene de manifestarse. Hay que decir que son incontables mientras no se
pase del título porque, una vez abierto el libro, el autor va a contarlas. Así
que el texto subsiguiente es un estrechamiento de la carretera. Todos sabemos
que una carretera estrecha impele al conductor a ir mirando a los lados, a
reducir la velocidad, a fijar la vista, a medir mejor las distancias y, en
definitiva a concentrarse más. El título invitaba a salir volando y el texto a
pisar la tierra. Pueden encontrarse, no obstante, metáforas expansivas o
fisuras expositivas por donde desplegar un poco las alas, pero la adjetivación
enumerada te devuelve al asfalto de la carretera estrecha. La estructura es
como un asfalto bien apisonado y bien señalizado por el que pasear
tranquilamente si atiendes correctamente toda la señalización. Ahora toca poesía
dialogada, ahora su exégesis, ahora la historia repleta de símbolos atípicos,
vuelta a la poesía en la que agarrar la metáfora. Está bien, digamos, si al
leer prescindimos de la certeza de que se quieren explicar otras cosas. La
carretera y sus meandros proporcionan las curvas, las pendientes, los baches y
todo cuanto nos puede sorprender en la carretera. Por eso la estructura viaria
–ensayo bastante original- es el libro o, mejor dicho, todo el libro. El autor
no se propone llegar a ningún lado, sino describir lo que sale a su encuentro y
se abstiene de fantasear o de crear, sucumbe a la metáfora fácil y a la
adjetivación aleatoria. Le pregunto a “google”: adjetivos que empiecen por “p”
(pacífico, pleno, podrido, polémico, pálido, paciente, etc.), me los da todos.
No podemos aceptar sin irritación que se vayan desperdiciando títulos así.
Una cita de Anne Carson
ocupa la primera página: “Puedes pasarte el día mirando estas formas verdaderas
y no ver el pájaro”. Eso es porque la forma sustantivada del amor no se deja
atrapar y, como consuelo, el intento de aproximación es el leve susurro de una
melodía que deambula en la memoria remota, cuyo trabajo consiste, al parecer,
en invadir con pátina sublime cada hecho guardado y darle una coloración
refractaria que pueda hacer patente su forma adjetivada. Es decir; el
sustantivo se intuye y es a lo más que se puede llegar. Ese es el pájaro
invisible.
Cada una de las
contorsiones del amor que se describen están puestas en relación con un aspecto
de la sociedad que, naturalmente, comporta un matiz de tantos muchos con los
que se pueden expresar, pero contra todas las opiniones escritas en contraportada
y fajilla promocional, no se proponen como “única salida ante el colapso de la
sociedad actual”. Colapso que no se identifica, salida que tampoco. De fondo Venecia, que juega el doble papel de
estancia y destino. Creo que bien escogida la localización porque Venecia es
tan real como imaginaria: cuando vas hacia ella ya la llevas dentro y cuando
estás dentro no puedes cesar en el intento de alcanzarla. Sea la metáfora de
Venecia una parábola o una ciudad real, lo cierto es que está depositada en el
agua con la delicadeza de una ensoñación.
De argamasa
estructural, la sucesión de diálogos recuerda “los cuentos de Ise” de Ariwara
No Narihira (siglo X), sin embargo, a veces y a diferencia de los cuentos,
aparecen diálogos monologados o concatenación de monólogos autistas que, en
conjunto, comportan una unidad descriptiva de la potencia que el amor ha de
tener como suma de identidades completas. El amor como diálogo, parece
decirnos, sólo es posible como resultado de un monólogo previo. Así, la vida
separada de los protagonistas cumple con la expectativa de ambos modos: uno
espera, el otro tiende a él, uno es el destino, otro el destinado y, en cierto
sentido, un monólogo amoroso posee en su tuétano una vocación de diálogo. En el cuento LXXII de Ise: “Lo que de
odio es digno / no es el pino de Oyodo / que espera, / sino la ola que huye /
en cuanto toca la playa”, (el pino de Oyodo es ella, la ola es él), tiene lugar
la quietud y el movimiento donde cada estado no puede sobrevivir sin el otro. En el libro de todos los amores: “Él le
dijo: Cuando entro y salgo del surco de tus nalgas, mi piel viene de otro
mundo. Ella le dijo: Amar nada tiene que ver con mirar al cielo y quedarse
pasmado en las demandas de los dioses. Amar es bajar la mirada y con la punta
de la lengua escribir en el orificio del deseo”. Aquí, la misma representación
de un cielo que no sobrevive sin tierra y viceversa. El autor, Fernández Mallo,
lo llama “amor apofenía” (hallar patrones en un conjunto de datos aleatorios),
lugar en el que, seguramente, cae este análisis, pero la interrogante es, ¿No
hay en el amor tantos matices aleatorios como patrones?
Que el periplo
literario de la obra dedique páginas a la “inteligencia artificial”, al “tubo
de ensayo”, al “capitalismo” o a la “tabla periódica”, por ejemplo, afirma que
el amor es el nudo gordiano que ata todo con lazos escondidos y que, para que
la sociedad pierda el equilibrio, basta con cortar la cuerda. Sin embargo, al
concluir la lectura he recordado lo que le dijo Borges a García Márquez una vez
leída “Cien años de soledad”: ¿No podían haber sido cincuenta?
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