sábado, 15 de enero de 2022

Al abrigo de la candela

Aliviados del peso de la mañana y esperanzados en un dulce sueño nocturno, las tardes de invierno se prestan a un sillón orejero desde el que observar el crepitar de la leña en una chimenea. Quienes hemos observado el curso de un fuego con  placidez ceremonial y hemos puesto los cinco sentidos al servicio de la serenidad reflexiva que suscitan las llamas, sabemos que la encina ribetea el fuego de un azul verdoso, mientras que la madera de olivo intensifica los amarillos o el eucalipto los naranjas. La encina parece cuartearse desde dentro en un ardor volcánico, haciendo nacer la lumbre desde las entrañas y se expande craquelando con lentitud la piel del tronco, como si una invasión de carcoma encendida buscara salida. Las danzarinas azules bailan con poca altura a lo largo de todo el escenario al compás de un tempo “andante”. Con una marcada parsimonia hindú la danza va dejando un dibujo en la pieza que nos recuerda a un panal, y al deshacerse la madera, se derrama una miel luminosa y caliente que viene a cubrir cada ascua con un mantón incandescente. El olivo no es así de flemático. El brío de su ardor, tan pasional como un amor de juventud, también es más alto que el de la encina y se ciñe al tronco como cinturón de corriente eléctrica que se empeña en estrangular al leño. Los personajes amarillos y alargados se cimbrean unos contra otros, se golpean y se separan o se besan y seguidamente se enfadan. A veces hemos visto cómo uno de esos personajes, de pronto empieza a crecer y a crecer, hasta llegar a una altura soberbia y, con la misma rapidez, una vez humillados los otros convivientes, se desvanece hasta la desaparición. Suele preceder a la fractura del palo. Es una fractura seca y rápida como la de un hueso descalcificado. Y cuando, a tenor de la simultaneidad de las fracturas del ramaje pequeño o la casual armonía de la de los mayores, hacen sonar a la par sus “quejíos”,  a mí me parece escuchar una fragua donde se empiezan a componer martinetes. El fuego del olivo es más una candela de Lorca que el de la encina, que es más de Dickens y no podemos llamarla candela. El eucalipto, en cambio, despliega un velamen desigual de un naranja muy intenso. Si entornas los ojos para fantasear con ese juego vívido y colorido, nos podemos encontrar frente a una batalla naval con el horizonte teñido, presagio de un día ventoso, o bien con el horno de San Pedro cuando hace galletas en los días de aburrimiento. Su movimiento es más cabriola que danza y sólo decae su frivolidad cuando evoca la hoguera inquisitorial ajusticiando a un perro. Su temperamento es colérico y su afán es acabar cuanto antes. El tempo “vivace” de su ritmo, lejos de soliviantar el ánimo, recuerda que los demonios de la vida son paralelos al genio, y tan tendentes a la acción como es preciso para la virtud. Es la naturaleza sin complejos y en movimiento en apariencia aleatorio, que compone una performance exacerbada y loca. Los crujidos de su quema son tan imprevistos como si los hubiera compuesto el propio Erick Satie y fueran ejecutados por Nietzsche con una marimba prestada. El fuego eterno del infierno tiene que ser de eucalipto. Parece calentar la tarde con un resquemor de conciencia y abrigar desesperanzas sin que dejen de ser serenas. La desesperanza aliada con la serenidad es una resignación, pero el naranja encendido del eucalipto es un clamor de rebelión y una biografía de Stefan Zweig vibrando igual que sus letras. Por eso el trashoguero siempre es de encina, el suelo de olivo y el techo de vigas de eucalipto, para que nada falte, para que nada sobre, y las apacibles tardes de invierno hipnoticen con el colorido de un cuadro de Kandinsky.            

 

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