Aliviados del peso de
la mañana y esperanzados en un dulce sueño nocturno, las tardes de invierno se
prestan a un sillón orejero desde el que observar el crepitar de la leña en una
chimenea. Quienes hemos observado el curso de un fuego con placidez ceremonial y hemos puesto los cinco
sentidos al servicio de la serenidad reflexiva que suscitan las llamas, sabemos
que la encina ribetea el fuego de un azul verdoso, mientras que la madera de
olivo intensifica los amarillos o el eucalipto los naranjas. La encina parece
cuartearse desde dentro en un ardor volcánico, haciendo nacer la lumbre desde
las entrañas y se expande craquelando con lentitud la piel del tronco, como si
una invasión de carcoma encendida buscara salida. Las danzarinas azules bailan
con poca altura a lo largo de todo el escenario al compás de un tempo “andante”.
Con una marcada parsimonia hindú la danza va dejando un dibujo en la pieza que
nos recuerda a un panal, y al deshacerse la madera, se derrama una miel
luminosa y caliente que viene a cubrir cada ascua con un mantón incandescente.
El olivo no es así de flemático. El brío de su ardor, tan pasional como un amor
de juventud, también es más alto que el de la encina y se ciñe al tronco como
cinturón de corriente eléctrica que se empeña en estrangular al leño. Los
personajes amarillos y alargados se cimbrean unos contra otros, se golpean y se
separan o se besan y seguidamente se enfadan. A veces hemos visto cómo uno de
esos personajes, de pronto empieza a crecer y a crecer, hasta llegar a una
altura soberbia y, con la misma rapidez, una vez humillados los otros
convivientes, se desvanece hasta la desaparición. Suele preceder a la fractura
del palo. Es una fractura seca y rápida como la de un hueso descalcificado. Y
cuando, a tenor de la simultaneidad de las fracturas del ramaje pequeño o la
casual armonía de la de los mayores, hacen sonar a la par sus “quejíos”, a mí me parece escuchar una fragua donde se
empiezan a componer martinetes. El fuego del olivo es más una candela de Lorca
que el de la encina, que es más de Dickens y no podemos llamarla candela. El
eucalipto, en cambio, despliega un velamen desigual de un naranja muy intenso.
Si entornas los ojos para fantasear con ese juego vívido y colorido, nos
podemos encontrar frente a una batalla naval con el horizonte teñido, presagio
de un día ventoso, o bien con el horno de San Pedro cuando hace galletas en los
días de aburrimiento. Su movimiento es más cabriola que danza y sólo decae su
frivolidad cuando evoca la hoguera inquisitorial ajusticiando a un perro. Su
temperamento es colérico y su afán es acabar cuanto antes. El tempo “vivace” de
su ritmo, lejos de soliviantar el ánimo, recuerda que los demonios de la vida
son paralelos al genio, y tan tendentes a la acción como es preciso para la
virtud. Es la naturaleza sin complejos y en movimiento en apariencia aleatorio,
que compone una performance exacerbada y loca. Los crujidos de su quema son tan
imprevistos como si los hubiera compuesto el propio Erick Satie y fueran
ejecutados por Nietzsche con una marimba prestada. El fuego eterno del infierno
tiene que ser de eucalipto. Parece calentar la tarde con un resquemor de
conciencia y abrigar desesperanzas sin que dejen de ser serenas. La
desesperanza aliada con la serenidad es una resignación, pero el naranja
encendido del eucalipto es un clamor de rebelión y una biografía de Stefan
Zweig vibrando igual que sus letras. Por eso el trashoguero siempre es de
encina, el suelo de olivo y el techo de vigas de eucalipto, para que nada
falte, para que nada sobre, y las apacibles tardes de invierno hipnoticen con
el colorido de un cuadro de Kandinsky.
Muy bueno, amigo.
ResponderEliminarFelicidades.
Manolo S. Vicioso.
Muchas gracias, don Manuel.
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