Por causa de un fortísimo golpe de mar he aprendido de César
Vallejo a decir justamente lo contrario de lo que dijo, y hoy vengo a hablar de
la desesperanza. Desalentado, tras acercarme tímidamente al mundo de la
investigación científica universitaria, es imposible no proclamar que la
incompetencia, en este país, se aliña en el caldo de las probetas. Y no podemos
esperar ya, que como Neruda, algún investigador encuentre la luna bajo la piel
humana. No porque no haya poetas de la ciencia, sino porque se ha fabricado una
impenetrable urdimbre de talibanismo burocrático que machaca “golpe a golpe” a
nuestros científicos, a la vez que le niegan el “verso a verso”.
Tres eran tres las hijas de
Elena, tres eran tres y ninguna era buena; una, la promoción endogámica del
profesorado frente a la excelencia; dos, la terrible burocracia de gestión de
fondos y proyectos, y tres, la carencia absoluta de incentivos a los investigadores
en función de sus méritos.
Quiero
pasar de puntillas ante el deficiente presupuesto que la investigación obtiene
hoy de las arcas públicas porque, tal vez, haya una razón gigantesca que la
amerite. Y es que, como alguien decía, “si les diesen los equipos y los medios
adecuados, podrían demostrar su total incompetencia”. De modo que es mejor para
muchos poseer una excusa salvífica que quedar al descubierto. De esta trampa,
los más conmovidos son los soldados del ejército que, atónitos, contemplan a
los capitanes entretenidos en batallas que se saben perdidas e inútiles y que,
en ningún caso, remueven ninguna capitanía donde, apaciblemente, dormitan bajo
el reflejo apagado de sus medallas oxidadas. Los capitanes, víctimas también,
han sido abatidos con los mortíferos obuses de la costumbre y la rutina. Los
capitanes no saben; los generales, menos todavía.
Entre dos
científicos igualmente competentes; uno que haya leído a Rilke y otro que no,
debemos quedarnos con el primero. Concibo la excelencia, también para los
investigadores, apoyada en una educación que no sólo consista en transmitir
información, también debe instruir en el asombro ante el mundo y la vida, y
enseñar a pensar, a sentir y a ser. Todo lo contrario sucede en la carne de
nuestros investigadores, adoctrinados para mirar la vida por el ojo de una
cerradura, por cuya ardua tarea, obtienen una paulatina mutilación de los
órganos del romanticismo y un brillante certificado post-humanista que hace las
delicias de una pobre cadena de montajes.
Una vez
arrancadas las alas, lijado el pico, recortadas las uñas, encerrados en su
jaula, habituados a pan y agua, deslucido el canto y hechos a la obediencia
ciega, ya están sobradamente preparados para rellenar formularios ministeriales
donde informen puntualmente de su fecunda impotencia, y a eso le llaman “ciencia”
o “tesis” o vaya usted a saber qué.