Imagino el desahogo infinito de las aguas de un río al verter su caudal en el océano. No porque su esencia sea líquida o moldeable a los avatares de su recorrido, el camino es menos intenso. Si su cuerpo posee la elasticidad y la facultad de adaptarse no es en menoscabo de los accidentes del terreno, que bien permanecen inalterables, sino en perjuicio de sí, pues, de otra forma, hubiera embarrancado sobre el primer promontorio y, sin embargo, esa facultad de disimulo de su cuerpo líquido, le obliga de continuo a proseguir se interponga lo que se interponga.
No puede
hacer más que seguir su natural destino, sin ninguna libre voluntad por
imponer. Lucir el brillo cuando un alto sol se desparrame, o ennegrecer sus
escamas al caer la oscuridad, revolver la cadera en el codo angosto del
montículo, o descansar en la ensoñación de un lago manso. Mas si de tal suerte
de fatalidad está templado, aún es peor saber lo que vendrá. El surco de su
viaje está marcado y cada golpe reclama su atención anticipada. Es el precio
por desembocar limpio.
Este
chocar, arrastrar, salpicar o caer desde el lecho plácido y previsible por un
salto encrespado, o reventar su textura en un millar de partículas contra una
roca, por más que hermosee el paisaje y sea estímulo de arrullos y paraísos,
supone la momentánea herida que ha de sanar después al retomar el apacible
cauce. Pero en lo más íntimo del agua, la memoria guarda el troquel de cada
trauma y, aunque lánguida y extendida señoree en los remansos del camino una
suave lentitud de paz o un leve gorjeo de juvenil desenfado, en los espejos de
sus entrañas se ven las cicatrices.
El fluir de
la corriente no compone oratoria alguna, ni se desvela por su boca la salvaje
trayectoria que va mojando. Su discurso está en los ojos de quién lo observa,
y, a fuerza de mirarse, está mirando.