“Cuando te has leído psicopatología de la vida cotidiana,
sabes que la vida cotidiana es psicopatología”. La maldición de la felicidad
pesa sobre las estanterías de medio mundo mucho más de lo que ha pesado en
todos los siglos precedentes. El mundo emocional es, al parecer, un goloso
nicho de mercado (nunca entendí bien cómo en este modelo de nicho, en lugar de
ir a morir, se va a estar más vivo). El consumo emocional es un hecho. Lo malo
del asunto es que tenga que ver más con el mercado que con las emociones. De
cualquier modo, el mito de la felicidad ha ido cambiando a lo largo de la
historia. Hoy estamos en un descrédito de las emociones negativas como la
tristeza, la preocupación excesiva, la queja, la crítica. Provenimos de un
pasado no muy lejano con una concepción eudaimonista
de la felicidad por la cual resultaba ser el premio a la virtud; es decir,
que tiene una naturaleza moral y no psicológica. La felicidad no era entonces
la aspiración humana, sino la salvación en el más allá. Concebir esta salvación
antes de la muerte, con el visado de las renuncias y padecimientos presentes,
se convertía en una felicidad en diferido, una suerte de estado prefeliz que
despejaba al dolor de todo sufrimiento. Hambre que espera hartura no es hambre.
Y en esto, las religiones comienzan a desvanecerse en un
magma oleaginoso que se va impregnando de las partículas de la ciencia, de los
postulados de la filosofía, de la movilidad de cada religión, de la información
en tiempo real, del acceso universal a la cultura, del hiperrealismo y de la
autonomía del individuo. Llegados a esto, las preguntas empiezan a quedarse sin
respuestas estancas y marcadas. Por eso la felicidad ya no puede quedar
relegada a un más allá y adquiere cuerpo de deseo inmediato. Probablemente
vivamos en un tiempo en el que hemos desechado la idea de David Hume: “Ningún
hombre sería infeliz si pudiese alterar sus sentimientos… Pero la naturaleza
nos ha privado de este recurso. La estructura y la constitución de nuestra
mente no dependen más de nuestra elección que las de nuestro cuerpo”. Si tal
enunciado tuviera alguna fuerza en la cultura cotidiana, el negocio se habría
ido a pique, pero no le interesa al humano quedarse vagando en el desamparo de
su carácter y concibe la esperanza de cambiarlo para no tener que llegar al paraíso
después de morir, sino antes.
Lo cierto es que la actualidad nos sitúa ante una terrible
encrucijada. Si está vedada la felicidad para todo aquél que crea que puede
alcanzarla a través de los demás, si está garantizada la infelicidad para todo
el que piense que la reciprocidad ha de ser determinante, no digamos para
quienes prescindan de los otros, pues entonces la condición es de autosuficiencia
y en tal cumbre “hay que situarse por encima de sí mismo para dominarse, por
encima de los demás para no esperar nada”. Por eso, tal vez, hoy más que nunca haya que
invertir el mito de la caverna de Platón como propone María Zambrano. En este
mito el hombre vive dentro de una gruta encadenado a un mundo de ficción del
que se libera al salir de la cueva; sin embargo, para Zambrano, el que vive en
la realidad, está a la intemperie, deslumbrado, desamparado y solo y necesita el
hogar, guarecerse de nuevo en la caverna, protegerse con el sueño. Ella lo dice
así: “Entrar en el sueño es entrar bajo el sueño, o más bien por el sueño en un
lugar subterráneo, en una gruta (…), caer en el regazo de la vida madre que
todo lo permite, dejar de atender el juego impuesto por la realidad”. Esta
alteración radical del mito de la caverna determina la existencia de
verdades-ficción que poseen las ensoñaciones, la poesía, el Arte, el deseo, la
intuición. Las verdades absolutas no están fuera –en la realidad-, sino que
forman parte de la ficción acogedora de la gruta; es decir, del ser.
Por eso urge, frente a la idea superficial de felicidad,
aprender, como hacen algunas mujeres, a llorar con la suavidad de una regadera
en un jardín y regar la raíz de todo lo que crece.