La explosiva emergencia de herramientas de comunicación
inmediata y la instalación de una fortísima creencia de que la “opinión” ha de
gozar de una sacralizada protección contra todo análisis mínimo que la expulse
de los circuitos visibles, ha instalado en la sociedad una perversa filosofía
cuya formulación resumida bien pudiera ser: “el derecho y la libertad de opinar
no hace necesaria la inclusión de razonamientos complejos, investigaciones o
fundamentaciones que la verifiquen siendo igualmente válida que las que sí
contienen tales condiciones”. Filosofía que se retuerce aún más si tenemos en
cuenta que la validez de una opinión entronca hoy día mucho más con su capacidad
para propagarse que con la naturaleza de su postulado.
Bajo esta densa y oscura banalidad instalada, basta un
impulso simplista que imagine o desee algo entendido como un bien, para que se
invite a otros miembros de la sociedad a que renuncie a construir un criterio con
buen juicio y se adhiera, sin más, a la buena intención. Éste “sin más” no es
otra cosa que prescindir de un principio esencial que hoy es muy necesario
rescatar: “los efectos no pretendidos de la acción”.
UNICEF, por ejemplo, ha tenido que recordar el predominio
del conjunto sobre sus elementos, y de la misma manera, las consecuencias no
deseadas que se derivan de las decisiones simplistas. En el año 1.999, en
Bangladesh solamente, la política norteamericana de no importar prendas donde
hubiesen intervenido menores de quince años echó a la calle a unos 50.000
infantes, que pasaron a picar piedra, prostituirse y delinquir.
El boicot a los productos catalanes, propuesta que proviene
sobre todo de un impulso de las vísceras sin estrenar y de esa atalaya del
opinionismo filosófico, tiene su efecto inmediato sobre los trabajadores (independentistas
o no) de las empresas boicoteadas. Los mecanismos de producción y
comercialización dirigidos a obtención de beneficios, a poco que se conozcan,
se adaptan automáticamente a los niveles coyunturales, siempre encaminando tal
adaptación al mantenimiento del beneficio; lo que significa que se reducirán
los costes en la mano de obra que no se necesite y otros ajustes que no tienen
por qué propiciar ese pretendido castigo. Si, además, como está ocurriendo, la
decreciente comercialización de determinados productos determina una mengua de
compra a proveedores, pues resulta que el boicot acaba haciendo mella en
Extremadura. Añadiendo un elemento más a las consecuencias de este delirio de
boicot, el consumo de otros productos no catalanes como alternativa, habría que
buscarlo en esos que no tuvieran proveedores del territorio boicoteado, so pena
de estar provocando el efecto contrario al perseguido y tal asunto, dada la
urdimbre comercial, es por el común de los consumidores totalmente desconocida
como anticipar el décimo movimiento de ajedrez del adversario.
A partir de un magnífico ensayo de Hume sobre rivalidad
comercial, las sociedades han incorporado un nuevo modelo de entendimiento que
prueba que el aumento de la riqueza y el comercio de cualquier territorio, no
sólo no perjudica el de sus vecinos, sino que la fomenta y que es difícil que
un territorio (Hume habla de “país”) pueda hacer grandes progresos si los que
le rodean se hallan hundidos.
Resultado de una educación que veta en las aulas una mínima
instrucción para el pensamiento, es este apabullante caldo de ignorancia puesto
al servicio de una común holganza circulante, que no ha aprendido a distinguir “creencia,
opinión y conocimiento”. Ya vale.