Decía a menudo D. Cosme que el rango de caballero obligaba a
ser solícito con las damas. Que al igual que se ha de defender los ideales de
justicia, verdad o lealtad porque son empresas encomendadas a la caballerosidad,
así se ha de velar por los más altos valores de la feminidad. En primer lugar
porque, si se ha de entender que la dama pudiera estar interesada, un caballero
genuino ha de saber adelantarse, evitándole de este modo a la dama la vergüenza
de circunstancia. En segundo lugar porque todo varón bien nacido ha de conceder
a una mujer la oportunidad de rechazarlo, y esto no es posible si no hay antes
una postulación. D. Cosme zanjaba la cuestión teórica dando un enérgico
bastonazo sobre el suelo y añadiendo: ¿por qué cree usted que me adoran, hijo
mío? Hoy ya no es lo que era. El pasado parece un país lejano donde se hacen
las cosas de otro modo y, sin necesidad de muros, la frontera es infranqueable.
La elegancia de un aristócrata no es tanto una estética como una ética, cuyo
dictado nos ordena desenvolvernos de tal manera ante los otros, que no quepa
jamás otra cosa que un agradecimiento. ¿Usted me entiende?
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