Sucede solo en verano y todos los veranos, como ejemplo del
eterno retorno. Si el calendario comienza sus cuentas, a mí no me llegan hasta
que, un día cualquiera, aletargado tras la comida, me siento a reposar vencido,
y un hilillo de sudor circunda el cuello lacio como una promisoria soga de
ahorcado, o como la señal húmeda por donde ha de cortar el verdugo mi cabeza. Invariablemente
este episodio me hace despertar con dos certezas. Una es que ha llegado el
verano una vez más y otra es que, a juzgar por el inquietante desasosiego con
que me levanto, aún conservo un esmerado cariño por mi cabeza. No es que tenga
mucho valor, sin embargo, creo que pegada al cuerpo tiene algo más.
El verano nos trae el mar y el mar nos trae la infancia.
Claro es que, por alguna licencia de la costumbre, todos creamos tener detrás
nuestra, una infancia. Nada más falso que limitarnos a una. Todos tenemos
varias infancias totalmente distinguibles. Una vez que maduras, las vas pegando
todas para darles un solo cuerpo y, dices que vas a ella como el que va a un
solo territorio. En verano, la infancia a la que retornamos es la de los
grandes castillos imperiales hechos de arena fina. Castillos con espléndidos
torreones almenados donde siempre había una princesa prisionera y una terrible
grieta por donde empezaba a desmoronarse el torreón. Iba uno a ultramar a
cargar el agua y se venía bañado y con hambre. Una vez hice un foso enorme para
que cupiera todo el Mediterráneo y que el castillo quedara en medio
infranqueable. Cuando vi en un mapa por primera vez Córcega y Cerdeña, me dije:
¡Caray, se lo ha currado el niño que sea! ¡Ya veremos cómo resiste la ola del
melillero!
En el fondo, lo que hay en la infancia es una sucesión ininterrumpida
de actos iniciáticos porque, si hay algo que la define es que todo sucede por
primera vez. Es el tiempo del asombro y los grandes descubrimientos. Más tarde,
la lucidez será el devenir de las constantes repeticiones de la realidad; pero,
de momento, toda la vida que nos va viniendo es nueva y la vamos estrenando. El
amor no cuenta, porque siempre sucede por primera vez, una y otra vez. Es esta
una dulce infancia que no es pasado, sino el presente veraniego de nuestro
pasado infantil.
Poseemos otra infancia cruel y trágica que, por influencia
de una visión adulta, no alcanza el fundamento que debiera. Cuando de niño
perdí la bola de un helado de fresa por culpa de un infantil movimiento, sentí
lo que España al perder sus colonias en el 98 y, si la época dio para
configurar una ínclita generación alrededor de una realidad adversa y depresiva,
yo también lloré tórridamente la pérdida sin una mota de lirismo en las
lágrimas. La tragedia fue cierta, brava, dramática como para un bebé es la
pérdida de una madre que ha ido a la cocina a llenarle el biberón de agua.
Hasta que una madre no vuelve quinientas veces, la pérdida es segura y
desoladora. Yo aspiro este verano a ser de mayor un niño y tomarme un helado de
fresa con dos bolas.