sábado, 3 de agosto de 2019

LAS INFANCIAS


Sucede solo en verano y todos los veranos, como ejemplo del eterno retorno. Si el calendario comienza sus cuentas, a mí no me llegan hasta que, un día cualquiera, aletargado tras la comida, me siento a reposar vencido, y un hilillo de sudor circunda el cuello lacio como una promisoria soga de ahorcado, o como la señal húmeda por donde ha de cortar el verdugo mi cabeza. Invariablemente este episodio me hace despertar con dos certezas. Una es que ha llegado el verano una vez más y otra es que, a juzgar por el inquietante desasosiego con que me levanto, aún conservo un esmerado cariño por mi cabeza. No es que tenga mucho valor, sin embargo, creo que pegada al cuerpo tiene algo más.
El verano nos trae el mar y el mar nos trae la infancia. Claro es que, por alguna licencia de la costumbre, todos creamos tener detrás nuestra, una infancia. Nada más falso que limitarnos a una. Todos tenemos varias infancias totalmente distinguibles. Una vez que maduras, las vas pegando todas para darles un solo cuerpo y, dices que vas a ella como el que va a un solo territorio. En verano, la infancia a la que retornamos es la de los grandes castillos imperiales hechos de arena fina. Castillos con espléndidos torreones almenados donde siempre había una princesa prisionera y una terrible grieta por donde empezaba a desmoronarse el torreón. Iba uno a ultramar a cargar el agua y se venía bañado y con hambre. Una vez hice un foso enorme para que cupiera todo el Mediterráneo y que el castillo quedara en medio infranqueable. Cuando vi en un mapa por primera vez Córcega y Cerdeña, me dije: ¡Caray, se lo ha currado el niño que sea! ¡Ya veremos cómo resiste la ola del melillero!
En el fondo, lo que hay en la infancia es una sucesión ininterrumpida de actos iniciáticos porque, si hay algo que la define es que todo sucede por primera vez. Es el tiempo del asombro y los grandes descubrimientos. Más tarde, la lucidez será el devenir de las constantes repeticiones de la realidad; pero, de momento, toda la vida que nos va viniendo es nueva y la vamos estrenando. El amor no cuenta, porque siempre sucede por primera vez, una y otra vez. Es esta una dulce infancia que no es pasado, sino el presente veraniego de nuestro pasado infantil.
Poseemos otra infancia cruel y trágica que, por influencia de una visión adulta, no alcanza el fundamento que debiera. Cuando de niño perdí la bola de un helado de fresa por culpa de un infantil movimiento, sentí lo que España al perder sus colonias en el 98 y, si la época dio para configurar una ínclita generación alrededor de una realidad adversa y depresiva, yo también lloré tórridamente la pérdida sin una mota de lirismo en las lágrimas. La tragedia fue cierta, brava, dramática como para un bebé es la pérdida de una madre que ha ido a la cocina a llenarle el biberón de agua. Hasta que una madre no vuelve quinientas veces, la pérdida es segura y desoladora. Yo aspiro este verano a ser de mayor un niño y tomarme un helado de fresa con dos bolas.   

 

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