Imaginemos que los
avances tecnológicos van a perfeccionarse tanto que podrán extraer del pasado
reciente y, tal vez remoto, cuanto haya acontecido. Que la realidad
pormenorizada de cada época, de cada espacio, de cada persona, ha quedado
cristalizada en mosaicos totalmente ultimados. Fórmulas altamente poderosas
accederán a los mapas y a las capas que la historia va sedimentando a lo largo
del factor tiempo. Cada esquinita de una calle o de un edificio será una enciclopedia
detalladísima de todo lo que sucedió en su entorno. Imaginemos también que la
tecnología no sólo descubrirá los aconteceres situándolos en el espacio y en el
tiempo, sino que detectará lo que cada individuo ha dicho a lo largo de toda su
vida, con quién ha hablado, qué ha pensado antes de hablar, qué ha sentido,
cuáles han sido sus emociones, cómo han intervenido éstas en su pensamiento.
Podremos saber con una búsqueda sencilla, a golpe de clic, las razones o los
elementos que han ido interviniendo con mayor fuerza en la formación de una
idea, de un apasionamiento, de un amor. Sabremos desbrozar un abundante trenzado
de líneas selváticas que constituyen el amasijo de elementos determinantes de
nuestro comportamiento y del comportamiento de los otros y, también, del
comportamiento colectivo. A los menos románticos les valdrá la maquinita para
ir alejando la culpa de algún ídolo o de sí mismos y se afanarán en seguir alguna línea influyente hasta
alcanzar un punto de confluencia que les satisfaga. En cambio, a los más
románticos, les valdrá para mostrar el rostro de su alma ante el primer cruce
de ojos con su amada o amado. Les valdrá, digo, como artilugio garante de las
verdades más elementales del corazón y que, por costumbre siempre han sido
abandonadas a la decisión azarosa de las margaritas. Sabremos que nos quiso sin
recurrir a los pétalos. Pero sabremos, también, de los sentimientos impostados,
de los impuros, de las ideas prestadas y los comportamientos interesados. Sabremos
que nos quiso, sí, pero que fue un querer reactivo a la composición bioquímica
de una determinada hormona, cuyas emanaciones han venido destilando una suerte
de historias bélicas entre familias religiosas, o ideológicas, o étnicas que
conforman nuestro ideal reproductivo para el mantenimiento de un equilibrio
global que incluye todo el universo. Sabremos que somos presos de un
determinismo cerril que, lo mismo que propaga una epidemia, pone toda su
voluntad en el embeleco dulce de los ojos que enamoran. De modo que conoceremos
que el enamoramiento venía teledirigido desde la misma formación del mundo y
que, una vez cuajado en el gesto mínimo que para la historia cósmica es el
beso, contendrá, mientras nos abandonamos al entramado de labios, lenguas, salivas
y pasiones que tenga lugar, las claves de todo el porvenir. Imaginemos,
entonces, que por culpa del “algoritmo total” no habrá cabida para las libres y
pequeñas amistades particulares entre tu cuello y mi boca. En ese mismo instante
en que quede abolida la libertad a manos de un decreto tecnológico irrecurrible,
habrá que inventar una energía subversiva. A mi parecer, esa energía sólo puede
provenir del deseo o de la risa. “El deseo florece, la posesión marchita todas
las cosas”. La risa, con toda seguridad, desarmará las reglas incalculables de
la fórmula sabelotodo, porque la rebeldía de la risa, además de traer otras
lógicas superpuestas, es su fuerza expansiva y contagiosa. Aunque esto es sólo
el deseo simple de reír que el algoritmo maldito ha descubierto y que,
imaginemos, forma parte de una imaginación ordenada por millones de pequeñas
circunstancias confluyentes que, si no fueran tan indeseables, darían risa y
eso es una cosa muy seria, ¿no creen?