Los alérgicos tenemos
experiencias inefables varias veces al año. Las experiencias son de por sí
inefables, que se lo pregunten a los místicos y a los guillotinados, valga la
distancia, si la hay, entre unos y otros. Respiramos una densidad etérea en
esos días. No encuentro otra manera peor de explicar la sensación de estar
respirando leche condensada. Imagino que tanta pesadez y tanta viscosidad pasan
directamente a la sangre. Vengo a suponer que las células, atiborradas de esa
alimentación añadida, aumentan su peso y su talla como así los glóbulos, que se
distribuyen, engordados, por todos los órganos y llegan al cerebro donde
engordan las ideas y las hacen más pesadas. Tal es el volumen de las partículas
neuronales y la densidad de los impulsos energéticos, que las asociaciones
entre ellas se vuelven lentas y cargadas de lastre. Los caminos que componen
las redes viarias de los pensamientos se estrechan y no caben los de ida y
vuelta al mismo tiempo.
De la tal pesadez se apiadan los estornudos que, por
impulsos de gratitud, mandan a la atmósfera buena parte del yo y, mientras lo
van acostumbrando a la unión con el todo, consiguen cierta ligereza momentánea.
Pero las ideas de un alérgico, diga lo que se diga, son para venderlas al peso.
En estos días las cervicales, por tal motivo, se resienten. Todo el mundo sabe
que para tener unas cervicales sanas hay que decir que sí el mismo número de
veces que no. Para decir que “no” hay que ser más inteligentes que para decir
que “sí” y, en estos días de plomo, los síntomas manifiestos son de un
afirmatismo insoportable. Cuando el torrente de síes alcanza cierta envergadura
el cerebro se seca mucho más que leyendo libros de caballería y deviene un
quijotismo primaveral que tiene su origen en el polen, pero que le viene muy
bien a los amigos para llamarte “el primaveras”. La inteligencia es ligereza, no
cabe duda y, si un “no” inteligente supone un peso momentáneo y un “sí” torpe
un alivio inmediato, basta dejar un tiempo de comprobación.
Con los pulmones ocurre
algo parecido al número de “síes” y “noes” y es que tienes que tomar aire el
mismo número de veces que lo expulsas porque, o mueres de un estallido, o te
embalsamas al vacío como los arreos para el cocido de Carrefour. Es decir; la
paridad es una condición de salubridad biológica y de equilibrio psicológico. Los
asmáticos por alergias, que somos los fijos discontinuos de los asmáticos y no
sabemos si contabilizamos entre los crónicos o los agudos, de tanto cargar con
la lentitud y el peso de la cesta de neuronas de temporada, cuando nos alivia
la época estacional, se nos ponen los pensamientos a levitar primero y a
desplegar las alas después. O sea, que se nos van de las manos. Ni cuando nos
pesan ni cuando nos aligeran. O tenemos retención o deshidratación de ideas,
cosa que pasa desapercibida a quienes no son de alergias varias. Hay que salvar
a Proust y a Dickens siempre.
Cuando, por razones de
azar, coincidimos varios asmáticos en un salón y es primavera, la atmósfera se
cierra en nubarrones que acaban en lluvia torrencial e inundaciones doctrinales
–que son las que pesan más-. Pero cuando no es primavera, la volatilidad
argumental, a lo más que llega, es a la formación de una neblina transparente
que ya la quisiera cualquier tarambana. Los tertulianos, por ejemplo, parecen convalecientes
de alguna primavera cuando hablan, pero estos son crónicos. De tanta liviandad o gravedad, según los alérgenos
circundantes, algún entrenamiento de cervicales tenemos los jadeantes, no sólo
porque vayamos contando los síes y los noes, sino porque la presión y la
depresión, como todo el mundo sabe, curte los músculos del cuello y los prepara
para el misticismo de la guillotina. Acoplas la cabeza diciendo que no y cae al
canasto con un sí definitivo y último, pero el verdugo las pasa canutas, mi
querida psicoanalista. Palabra de asmático.