Que Cervantes, hombre
que pasa por culto sin haber leído El Quijote antes de escribirlo, nos dé una
lección de lo que es un escritor, no nos extraña. Tendríamos que desprestigiar
una de las mejores obras de la literatura universal para hacer caer la figura
de escritor gigantesco que representa. Entre otras notas que caracterizan a una
obra clásica, voy a fijarme en la que, convendrán conmigo, puede ser la más
llamativa. Una obra clásica es una obra viva. Desde su nacimiento ha ido
alimentándose de las lecturas que se han hecho y, por supuesto, de las
aportaciones que cada gran lector ha dejado gracias a la obra, enriqueciéndola.
El Quijote no es el mismo antes de la “Meditaciones del Quijote” de Ortega y
Gasset. Quien se acerque a la obra tan
reputada en estos días, debe saber que, siendo el mismo libro que fue publicado
en 1.605, ha experimentado un continuo crecimiento desde entonces. Cervantes,
al escribir El Quijote, está elaborando una interpretación de los libros de
caballería que ha leído. Y, como lector de esos libros, nos regala su visión
dentro de la gran obra que escribe. Antes lector que escritor. Las mil
formas de abordar el Quijote no salen de la nada, ni de ningún protocolo de
lectura que nos aconsejara su autor. Son perspectivas, si bien es verdad que de
personas instruidas, enjaezadas desde la condición de lector. Aquí es donde
quería llegar; al lector. Los grandes figurones literarios de la historia han
gozado de gran reputación gracias al demostrado virtuosismo de su ingenio, de
su arte o de su inventiva y que ha quedado reflejado en sus respectivas obras.
Conviene hacer notar lo siguiente: la buena literatura es el resultado de un
buen texto en conjunción con un buen lector. Es hora ya, quizás la mejor hora,
dadas las circunstancias, de darle al lector su posición hegemónica en la larga
cadena libresca. En España, solo conozco este fenómeno en España, el delirio
editorial y el delirio “amateur” de los escritores de poca monta se nos ha
subido a la chepa. Un disloque que tiene lugar bajo una atmósfera enturbiada
donde no hay nadie con capacidad de sacrificio suficiente para decir que, esta
o aquella obra, es un auténtico bodrio. Dar la vida por la patria, bien, pero
soportar un linchamiento seguro de la mano de la legión de los mediocres, a ver
quién es el lector que lo aguanta. Parece que es obligatorio dar las
correspondientes genuflexiones y espaldarazos para no quedar mal. Es lo que
viene llamándose “buenrollismo literario”.
Mucho antes que Ortega,
y al margen suyo, se puede formular la siguiente idea: la literatura es una
filosofía mayor porque encumbra el pensamiento a la categoría de “cambiante” y
el filósofo no suele darse cuenta. E.M. Cioran lo escribe con mucho más gracejo.
“A veces hago afirmaciones totalmente insensatas y me lo echan en cara. Puedo
decir perfectamente: mire, también digo lo contrario; basta con que pase la
página”. En la buena literatura se dan la mano el escritor y el lector. Hay que
precisar, también, que el binomio escritor-lector es una dialéctica que tiene
ya lugar en la sola figura del escritor. Dicho de otro modo, es muy difícil
encontrar un buen escritor que no sea buen lector. La plaga de nuestro tiempo
es que han caído de no se sabe dónde, escritores como langostas, que harían muy
bien en seguir escribiendo para sí o para sus allegados, pero que no nos estorbaran
en las librerías. No porque no tengan derecho a escribir, sino porque tienen la
obligación de leer y se les nota que no. Esa literatura como “filosofía mayor”,
que es producto de una licencia lingüística que me permito, suele ir bordando
el paño de Penélope con dejación de numerosos hilos de donde tirará el lector
avezado o, como establece la mitología, esperará a la noche siguiente para
hacer la nueva lectura que tiene un paño nuevo. Y, como todo es movimiento, en
una buena obra no habrá ninguna idea estática mientras haya un lector que
impulse el dinamismo inherente. Para eso, la buena literatura debe acopiarse de
buenos lectores que no den por cerrado ningún pensamiento. A veces, la
filosofía pura, crea unos tratados monumentales inconmensurables a partir de
una primera frase, que tienen que explicar y no contradecir en ningún momento.
Ocurre lo contrario en la literatura, no hay que forzar ninguna coherencia y
ningún pensamiento queda cerrado, sino expuesto a la visión culta de quien se
acerque a la obra y la interprete a su manera. Hay que empezar a hacerse fotos con
los lectores; escasean y ya van teniendo mucho más mérito que los escritores.