Al final todas las
novelas son de terror. A la vida no le hace falta pensarse como un destino. Ya
se encarga la fatalidad de ir alfombrando el pasillo hasta el punto final.
¿Pero cuántos finales tiene una vida? Venimos al mundo poniendo fin a la morada
materna. Ahí se acaba una confortable estancia ya para siempre. En cierto modo
es un final y, en clave emocional, el bebé lo sabe y por eso llora. La vida como
sucesión de acabamientos es difícilmente abarcable. Numerosísimos actos son
finales. Unos triviales como dejar cerrada esta frase; otros trascendentes como
la innombrable.
De entre todos, hay un
acabamiento importantísimo para el ser humano. En los primeros días de vida, el
bebé no encuentra ningún modo de comunicarse con eficiencia que no sea el
llanto. De repente llega un momento en que descubre que un determinado balbuceo
puede sustituirlo. Un simple sonido parecido a una palabra le resulta mucho más
eficaz y empieza a decir “ta, ta, ta”. Hasta entonces recurría al llanto para
pedir alimento, o para cambiar de postura, o para quitar el dolor de la
barriguilla. Ahora se vale de algo mucho más útil: el lenguaje. Desde el primer
balbuceo se comenzará una larguísima carrera para adquirir la lengua. Dejemos claro
que, desde esta perspectiva, la primera función del lenguaje es sustituir el
llanto. Hablamos para no llorar o, lo que es lo mismo, para ponerle fin al
llanto.
La primera palabra es
el ruego, pero el primer ruego tiene forma y fondo de llanto. La segunda
palabra puede ser el amparo y, en cualquier caso, ruego y amparo desvelan una
incomodidad, un dolor, un anhelo. El lenguaje va adquiriendo complejidad y, sin
embargo, no abandona su origen, es decir; su condición de tapadera de la
herida. En algún sentido estamos al corriente de esta función cuando decimos
que la palabra es curativa, pero obviamos que lo es de nuestros propios males,
pues la palabra es ante todo consuelo de uno mismo porque, de no existir, nos
echaríamos a llorar inconsolablemente.
Las palabras tapan y
resulta lícito pensar que para una persona feliz, sin incomodidades ni deseos,
sin frustraciones ni quejas, no es necesario el lenguaje para nada, porque no
precisa sustituir un llanto que no existe. Las personas felices –este es un
hecho contrastable- no suelen ser muy habladoras y buscan el silencio en calma.
“En todas las cimas hay calma”, decía Goethe, y toda calma es ya una cima se
podría decir. Quizás el silencio del bebé es la cima metafísica que se describe
como “ataraxia”; un estado absoluto de intangibilidad y de bienestar en cuanto
ausencia de males. Pero el ser humano es un ser hablador. En toda suerte de
circunstancia se habla como primer modo de consideración del otro. También esta
función ha sido eclipsada por la principal, que es la comunicación. Sin
embargo, anterior a esta finalidad vemos cómo, mediante el lenguaje, aspiramos
a la aproximación con la otra persona. Es, por tanto, el reconocimiento del otro
un objetivo de la lengua anterior al objetivo de entendernos. El lenguaje en la
persona feliz, cuyo uso no por innecesario suprime, es un amparo, como se dijo.
Mediante su uso, se acerca y propicia que el interlocutor pueda hablar o,
sustituyendo la expresión por categorías iguales, pueda llorar, llorar
locuazmente y así consolar.
A diario vivimos bajo
una abigarrada nebulosa conversacional. En la casa, en el trabajo, en la
universidad, con los amigos y en esa jurisdicción abrupta que es la política,
la palabra cubre el terreno de la desolación. No otra cosa son todas las
manifestaciones, sino una expresión compleja de la herida original. Un político
no tendría nada que decir si no deseara un mundo mejor a sabiendas de que el
mundo en el que vive le molesta, le hace dolerse. Sabe que si no llora, no
mama.