jueves, 22 de noviembre de 2012
Cita a ciegas
Días
antes de cumplir los doce o trece años, no recuerdo muy bien, mi padre, con el
propósito de no errar con su regalo, me preguntó si deseaba alguna cosa
concreta para mi cumpleaños. Sí, le dije: un diccionario de máximas,
pensamientos y sentencias. He visto el que me gusta en la librería tal, al
precio de tanto, editorial “sintes”. Fue un alarde de concreción y
extravagancia al unísono, de cuyos efectos paterno-filiales aún quedarán aristas
sin desvelar. Es un tomito de unas ochocientas páginas de aspecto bíblico, con
sus hojas delgaditas y sus tapas grabadas en dorado sobre fondo carmesí. Ha
formado y forma parte principal de mi modesta biblioteca. Ha sido un libro
objeto de peregrinación continua desde entonces. Es significativo haber
comprobado que, los pensamientos así condensados y comprimidos, avalan
igualmente una idea como su contraria. En el mismo libro, bajo la misma autoría
y misma entrada, se expresa magistralmente el argumento y el contra-argumento
definitivo; un lujo de utilidad mayúscula para saber usarlo. Creo que la cita
exige su contexto y viene a poner broche en el tejido argumental para alcanzar
su potencial más valioso. Hay citas que entran en el discurso como un disparo
en la sien, y otras como el agua en la boca de un sediento. Se desprende,
entonces, que algún cuerpo es necesario para que el proyectil no sea una bala
perdida o el agua un rio desperdiciado. En todo caso, bien por afianzar el
curso de un razonamiento o bien por suscitar el hilo de una reflexión, la cita
demanda compañía y oportunidad. Recuerdo
con cierto sarcasmo el día que le dije a alguien que leerá este articulito,
mientras lloraba porque su pareja puso fin a la relación, que García Márquez
dijo “no llores porque terminó, sonríe
porque sucedió”, y ella, con lágrimas en los ojos me dijo “vaya mierda de
frase” y tenía toda su razón o su emoción, según se mire. Cada vez está más de
moda la cita aislada como fórmula de pensamiento completo, digamos que acabado
y cerrado. Son las redes sociales las que están introduciendo, a mi juicio de
forma peligrosa, una suerte de salpicaduras inconexas de ideas salteadas en una
feria de espasmos de sabiduría y a una velocidad de vértigo. La cultura del
eslogan, podríamos decir. El apogeo del resumen, sería otra forma de
expresarlo. Además se endosan pensamientos a personas equivocadas, lo que viene
a significar que nada importa ya la procedencia ni la historia de la idea que
se expresa. Soy consciente y víctima del dilema que supone dilucidar entre la
pedantería de citar al padre de la criatura y la villanía de apropiarse lo que
no es de uno. Acabo decidiendo por lo primero, no solo por respeto, sino por
hacer que la idea, el pensamiento o la frase contenga el significado histórico,
psicológico, cultural y personalísimo que el origen imprime a la sentencia, sin
cuya presencia queda truncada. Abro mi libro por la página 128 y en la entrada
“citas” leo: “Nada proporciona tanto
placer a un autor como el encontrar sus propios trabajos respetuosamente
citados por otros doctos autores”. (Franklin) Otra cosa, como puede deducirse, es la cita a
ciegas, ya hablaremos de eso.
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