Hay un poema
de Rimbaud que me llama poderosamente la atención que dice: “¡La
hemos vuelto a hallar! ¿Qué? La eternidad. Es la mar mezclada con el Sol”.
Los humanos somos engendros rarísimos que, además de inventar la eternidad,
inventamos la poesía para hallárnosla a la vuelta de la esquina, ya sea con
mezclas de sol y de mar, ya sea con mezclas de nanas y cebollas. La verdad es
que el verso sobrecoge porque dibuja una aspiración tan común como evanescente.
Sé lo que es el tiempo; pero cuando me lo preguntan ya no lo sé, decía San
Agustín. Es de una estupidez tan bella que da risa, aunque se trate de la risa
helada que cristaliza en ráfagas de
lucidez. Este verso no solo se las trae, sino que se las lleva. Su fingida sencillez
esboza la sabiduría punzante de la noción
esotérica revelada; el hallazgo y la eternidad. Son concepciones de amplio espectro,
inherentes a un tipo de perspectiva alejada de la lógica racional, valga el
maridaje lingüístico. El relumbrón de la sabiduría que exhibe lo es por la
deliciosa lógica irracional, solo al alcance de la dulce locura de los poetas o
los tristes. Y, sin embargo, de una lógica tan humana como el sentimiento de
inmortalidad. Ahí radica la segunda potencia del verso: su fuerza. La eternidad contiene toda la fuerza del tiempo y además
todo el tiempo. El hallazgo es un encuentro con el “Todo”. La fuerza está en
que se produce una disolución del yo en una eternidad resplandeciente
representada por la mar mezclada con el Sol. Es el sentimiento trágico de la
vida que tan magistralmente describiera Unamuno. Muestra la aspiración humana tendiendo a la disolución
con el cosmos y la trascendencia, impulsada por un deseo angustiado de
persistir eternamente; pero que no encuentra asideros racionales para
sustentarse y sucumbe a las alas de la voz poética. Busca la religiosidad del anhelo de
perpetuidad y la encuentra en la tercera potencia del verso: la belleza. Porque, al margen de lo que
sea en realidad la belleza, nadie elude esa cualidad en un mar mezclado con el
sol. La simple contemplación imaginaria de una geografía que enseñe el paisaje
de un mar inmenso mezclado con un sol
inmenso, apacigua el alma, que es una de las misiones, si no la única, de la
belleza. Y el poema de Rimbaud posee esa virtud de serenar no sin desasosegar
antes, alzándose sobre las tres columnas que lo elevan: la sabiduría con que se
construye, la fuerza con la que se sostiene y la belleza con que se adorna.
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