jueves, 30 de mayo de 2013

La eternidad a partir de Rimbaud.



           
Hay un poema de Rimbaud que me llama poderosamente la atención que dice: “¡La hemos vuelto a hallar! ¿Qué? La eternidad. Es la mar mezclada con el Sol”. Los humanos somos engendros rarísimos que, además de inventar la eternidad, inventamos la poesía para hallárnosla a la vuelta de la esquina, ya sea con mezclas de sol y de mar, ya sea con mezclas de nanas y cebollas. La verdad es que el verso sobrecoge porque dibuja una aspiración tan común como evanescente. Sé lo que es el tiempo; pero cuando me lo preguntan ya no lo sé, decía San Agustín. Es de una estupidez tan bella que da risa, aunque se trate de la risa helada que cristaliza en  ráfagas de lucidez. Este verso no solo se las trae, sino que se las lleva. Su fingida sencillez esboza la sabiduría punzante de la noción esotérica revelada; el hallazgo y la eternidad. Son concepciones de amplio espectro, inherentes a un tipo de perspectiva alejada de la lógica racional, valga el maridaje lingüístico. El relumbrón de la sabiduría que exhibe lo es por la deliciosa lógica irracional, solo al alcance de la dulce locura de los poetas o los tristes. Y, sin embargo, de una lógica tan humana como el sentimiento de inmortalidad. Ahí radica la segunda potencia del verso: su fuerza. La eternidad contiene toda la fuerza del tiempo y además todo el tiempo. El hallazgo es un encuentro con el “Todo”. La fuerza está en que se produce una disolución del yo en una eternidad resplandeciente representada por la mar mezclada con el Sol. Es el sentimiento trágico de la vida que tan magistralmente describiera Unamuno.  Muestra la aspiración humana tendiendo a la disolución con el cosmos y la trascendencia, impulsada por un deseo angustiado de persistir eternamente; pero que no encuentra asideros racionales para sustentarse y sucumbe a las alas de la voz  poética. Busca la religiosidad del anhelo de perpetuidad y la encuentra en la tercera potencia del verso: la belleza. Porque, al margen de lo que sea en realidad la belleza, nadie elude esa cualidad en un mar mezclado con el sol. La simple contemplación imaginaria de una geografía que enseñe el paisaje de un mar  inmenso mezclado con un sol inmenso, apacigua el alma, que es una de las misiones, si no la única, de la belleza. Y el poema de Rimbaud posee esa virtud de serenar no sin desasosegar antes, alzándose sobre las tres columnas que lo elevan: la sabiduría con que se construye, la fuerza con la que se sostiene y la belleza con que se adorna.      


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