Lo que
recuerdo de aquella calle no eran los sones lejanos de las promesas deseadas,
sino las asimetrías cubistas que me enseñaste a mirar, aún sin que hubieras
llegado todavía. Todo era tenerte en cuenta en esa dimensión que iba del Arte
al pragmatismo y que mostraba los lagrimales repletos de Baudelaire. No me
quedaba más remedio que hacerte de gato en medio de un poema. Me quedaba
quieto, no yo, sino mis inercias argumentativas y siempre en favor de esa otra
forma de ego que nunca se cansa de sustentar todo el resto. De tal manera que
aprendí a comprender que algo debe permanecer detenido para que algo pueda
traer movimiento. Así que eras tú la que estabas y no estabas. De pronto
ocupabas la avenida principal dentro del urbanismo completamente desordenado de
mi mente y en un abrir y cerrar unos siglos de distancia, estabas en la
eternidad bebiendo un vino muy rojo y sonriéndole al espejo, como si nada, como
la que manda hacer el cosmos y la habitación al mismo tiempo. A veces, los
preludios de Bach nos traían la distracción, otras era el ruido de un motor
lejano que arrancaba en medio de la nada y antes de los primeros claros del
alma. Entonces reparábamos que, uno contra otro, habíamos olvidado la pizza en
el horno de la noche anterior y también reparábamos en que nos importaba nada
el olvido o los olvidos porque la metafísica nunca era vital ni perentoria,
sino recurrente y definitiva. Recuerdo también el humo, un humo dilatado que respirábamos
una y otra vez y que, de tanto entrar y salir de nuestros pulmones, iba
volviéndose más nosotros que nosotros mismos y la estancia se llenaba de un
nosotros etéreo y omnipresente, como dioses inmanentes incrustados en todos los
objetos, por ejemplo, en las pelusas del suelo o en el mismo goteo del grifo.
De esos discursos vinieron las rimas y las asonancias que para mí, al menos,
fue otra manera de hacerse notar la belleza líquida de los sentimientos que esparcías
a tu alrededor. ¡Qué galimatías ponerles nombre! A veces, me encerraba a jugar
a detenerlos y a amarrarlos dentro de una sola palabra, y, nada más abrir el
juego, se agolpaba una larguísima hebra de palabras en pugna por respaldar una
meritoria filología impotente y boquiabierta. Nada que fluya puede atraparse. Éramos
habitaciones del planeta, recuerdo. Si tu piel, dormitorio en las horas de mar
sereno, se hacía alcoba en las marejadillas. En todo tiempo, despensa de todo
lo que alimenta y yo mismo, incrédulo, un corredor para unir todas las puertas,
unas abiertas y otras cerradas. Así que, callejear en los versos bordados sobre
la carne del tiempo que nos tuvo, no fue más que palpitar y sucumbir a la
inercia de pensarte en todas las cosas; era mi forma de ser; hacerme valer como
sujeto dentro de los objetos. Todo lo que me rodeaba te tenía y me tenía. A veces,
pesabas más tú, otras yo, y me clavabas los ojos desde la ceniza o desde el
timbre, qué sé yo. Pero ese conjunto evanescente de imágenes disipadas,
apelantes, que llenaba nuestro tugurio y nuestras ansias de vos y de nos,
fueron la antesala de tu llegada verdadera que me encontró aquietado como al
gato del poeta y maullando que todo lo dicho es el trazo del tiempo sobre el
lienzo de nuestra ensoñación: miau!
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