Contra toda lógica, a mí lo que me viene preocupando en
estos momentos son las edades con las que me manejo. La edad de mi madurez
coincide con la juventud de mis nuevos amigos, tengan la edad que tengan. En el
otro lado, las amistades de mi infancia, siempre que no hayan sido rehabilitadas,
son carcamales que en abundantes casos tienen muchos menos años que yo. Dicho
de otra forma, mis amigos de juventud suelen ser mayores que yo y mis amigos de
madurez, son casi siempre más jóvenes.
La edad con la que me acerco a los asuntos es muy importante
y veo que determina el ángulo de visión. Si he de remontarme a los recuerdos de
infancia, los hechos varían según infantilice o no la mirada. La menos
divertida consiste en escrutar el pasado como un adulto que olvida todo cuánto
el olvido deja en el vacío. Hechos e inocencias que en su día fueron enseñanzas
dionisiacas de las que pertenecen, por decirlo de algún modo, al latido
inapelable de la naturaleza, no pueden verse con el prisma apolíneo de la
cultura porque se entristecen. La vida, cuando era un juego continuo –sólo hay
algo más serio que un juego y es una carcajada- venía con sus peligros
radicales. La sed era una angustia, el mimo maternal una salvación, la riña
paternal la condena al infierno, el ladrido del perro una magia, la pelota una
fantasía, el diente una herida mortal, las manos pertenecían al objeto, un día
te disfrazabas de pirata y ya siempre tomabas la cama al abordaje. Es decir;
las aventuras más apasionantes que han ido tejiendo el amplio velamen de
nuestra experiencia, son las vividas con la ingenuidad de la niñez.
De a poco vamos cumpliendo años con cada vuelta que el globo
terráqueo nos da en la feria del cosmos. Subidos en el cacharrito del “tío vivo”
no nos apercibimos de que en cada giro tu padre te dice adiós, y el retorno
infinito de las cosas de siempre, le va quitando emoción sin quitarle esencia y
eso se parece mucho a la madurez. No hay mirada que resista el paso del tiempo
y, tampoco inocencia que no acabe colgando el disfraz de pirata. Te quedas sin
barco y sin parche en el ojo. Y como no es asunto de seguir saqueando las
riquezas fantasmales del juego, una misteriosa inercia, también llamada
tradición, nos pone al asalto de otros tesoros más visibles, contantes y sonantes.
Así, de igual modo que quien pierde un ojo conoce el valor del que le queda,
quien, en lugar de perderlo, lo gana, olvida el botín acumulado por los mares y
océanos de la niñería.
Quizá sea porque llega el momento en que nos hacemos extranjeros
en nosotros mismos, e ignoramos el idioma con el que la conciencia nos habla
desde el país remoto de nuestra infancia, que dejamos de lado comprender para
creer que entendemos. La vista se queda, pues, en la única clave que tiene, sin
recordar nunca que cada edad comporta, si se la quiere trabajar, un estado
nuevo de consciencia que modela el mundo de una forma distinta cada vez. De
esas edades nos hacemos cargo al mismo tiempo que se hacen cargo de ellas nuestros
amigos. Amigos que son tan jóvenes como las emociones infantiles con las que se
aprende de verdad la aventura de la vida apasionante. Por eso, tal vez, la
madurez consista en otorgar la nacionalidad al niño que nos visita, aunque
venga del Caribe y traiga un loro sobre el hombro y una corte de bucaneros con
regalos del otro mundo.
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