miércoles, 29 de abril de 2020

MIS EDADES


Contra toda lógica, a mí lo que me viene preocupando en estos momentos son las edades con las que me manejo. La edad de mi madurez coincide con la juventud de mis nuevos amigos, tengan la edad que tengan. En el otro lado, las amistades de mi infancia, siempre que no hayan sido rehabilitadas, son carcamales que en abundantes casos tienen muchos menos años que yo. Dicho de otra forma, mis amigos de juventud suelen ser mayores que yo y mis amigos de madurez, son casi siempre más jóvenes.
La edad con la que me acerco a los asuntos es muy importante y veo que determina el ángulo de visión. Si he de remontarme a los recuerdos de infancia, los hechos varían según infantilice o no la mirada. La menos divertida consiste en escrutar el pasado como un adulto que olvida todo cuánto el olvido deja en el vacío. Hechos e inocencias que en su día fueron enseñanzas dionisiacas de las que pertenecen, por decirlo de algún modo, al latido inapelable de la naturaleza, no pueden verse con el prisma apolíneo de la cultura porque se entristecen. La vida, cuando era un juego continuo –sólo hay algo más serio que un juego y es una carcajada- venía con sus peligros radicales. La sed era una angustia, el mimo maternal una salvación, la riña paternal la condena al infierno, el ladrido del perro una magia, la pelota una fantasía, el diente una herida mortal, las manos pertenecían al objeto, un día te disfrazabas de pirata y ya siempre tomabas la cama al abordaje. Es decir; las aventuras más apasionantes que han ido tejiendo el amplio velamen de nuestra experiencia, son las vividas con la ingenuidad de la niñez.
De a poco vamos cumpliendo años con cada vuelta que el globo terráqueo nos da en la feria del cosmos. Subidos en el cacharrito del “tío vivo” no nos apercibimos de que en cada giro tu padre te dice adiós, y el retorno infinito de las cosas de siempre, le va quitando emoción sin quitarle esencia y eso se parece mucho a la madurez. No hay mirada que resista el paso del tiempo y, tampoco inocencia que no acabe colgando el disfraz de pirata. Te quedas sin barco y sin parche en el ojo. Y como no es asunto de seguir saqueando las riquezas fantasmales del juego, una misteriosa inercia, también llamada tradición, nos pone al asalto de otros tesoros más visibles, contantes y sonantes. Así, de igual modo que quien pierde un ojo conoce el valor del que le queda, quien, en lugar de perderlo, lo gana, olvida el botín acumulado por los mares y océanos de la niñería.
Quizá sea porque llega el momento en que nos hacemos extranjeros en nosotros mismos, e ignoramos el idioma con el que la conciencia nos habla desde el país remoto de nuestra infancia, que dejamos de lado comprender para creer que entendemos. La vista se queda, pues, en la única clave que tiene, sin recordar nunca que cada edad comporta, si se la quiere trabajar, un estado nuevo de consciencia que modela el mundo de una forma distinta cada vez. De esas edades nos hacemos cargo al mismo tiempo que se hacen cargo de ellas nuestros amigos. Amigos que son tan jóvenes como las emociones infantiles con las que se aprende de verdad la aventura de la vida apasionante. Por eso, tal vez, la madurez consista en otorgar la nacionalidad al niño que nos visita, aunque venga del Caribe y traiga un loro sobre el hombro y una corte de bucaneros con regalos del otro mundo.               

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