No seré yo quien se aventure a nombrar la verbena de la Paloma
en tiempos de sogas y ahorcados. Sin embargo, en la famosa Zarzuela de Tomás
Bretón ya se nos adelantaba que “las ciencias avanzan que es una barbaridad”.
Algo de zarzuela tiene nuestro tiempo y, no digamos, de verbena. Estamos en un
punto en el que cantas una zarzuela o te la cantan, no hay otra. Afinar
constituye un aprendizaje urgente, pero no es todo. También hay que saber poner
el canto en escena. Una buena pieza en la escena puede esconder mucho oído y al
revés, un fenomenal gorgorito tapa muy bien un buen navajazo. Cada uno tiene su
público y sabe muy bien qué parte ha de preponderar. Por eso es que hay que
andarse listo y salir de casa ya con la nota bien dada y con la entradilla en
la punta de la lengua. A poco se acerque o nos acerquemos, como mínimo, hay que
soltar el estribillo porque quien canta primero canta dos veces.
Lo terrible de los tiempos de hoy es que todo el mundo lleva
en la boca la misma zarzuela. Y, como cada esquina ha compuesto su verbena,
nadie sabe por dónde va a venir el canto a dar el cante. En toda época ha
preponderado una música, pero era una hegemonía compartida con una panoplia más
o menos nutrida de muchas otras. En España se colgaban letreros en las tabernas
que decían: “se prohíbe el cante”. ¡Con cuánta nostalgia se echa de menos hoy
esa leyenda! Más que nada porque, habiendo muchas más tabernas, el cante es el
mismo una y otra vez. Nada extraña tampoco servir de confidente a un conocido
que, con disimulo y discreción, te secuestra del grupo y con aire de contubernio
se aproxima a tu oído para cantarte la canción secreta por lo bajini y empieza:
¿Dónde vas con mantón de Manila? ¿Dónde vas con vestido Chiné? Y, a partir de
ahí, todo lo que se te ocurre pensar es delito.
Aquello del Príncipe de Lampedusa: “que todo cambie para que
todo siga igual”, es un viejo propósito político convertido en circunstancia
del presente y que, también tiene su predicamento en las tabernas de hoy. Son
ellas, las que han cambiado de apariencia, pero siguen concitando la
concurrencia de la verborrea, el cacareo, la veleidad, las borracheras de
elocuente asertividad, proferidas principalmente por la pereza intelectual tan
extendida. Esas tabernas han colgado en sus pórticos de entrada el cartel de
sus nombres. Son: “Instagram”, “Twitter”, “Telegram”, “Facebook”, “WhatsApp”, etc.
Tabernas a las que se entra ya con la botella en la mano y a medio beber. A
diferencia de las clásicas, en estas nuevas se entra ya con la embriaguez de
casa, y cada cual puede exhibir si su tablón es de roble o de contrachapado.
Con todo progreso se gana algo y se pierde algo. Todo lo que
se ha ganado en rapidez se ha perdido de romántica parsimonia. Son tiempos
extraños que nos ha dictado a golpe de decreto universal “el monotema” y está
añadiendo un extraño fenómeno que podría llamarse “urgencia a largo plazo”, que
es una urgencia que se nos va caducando en las manos y en las tabernas, de cuya
cuenta da el tabernero cuando las recoge del suelo en forma de cáscaras. La
zarzuela es española, pero la música es universal y parece que los compases
suenan igual. Es la llegada del “hombre monótono”, un hombre con un solo
idioma, una sola cultura, una sola religión, un solo modo de pensar, un solo
tema del que hablar. Se echa de menos a los que, en estas verbenas callan, son
atletas del silencio y campeones del misterio humano. Y, tal vez, debiéramos
aprender todos nosotros la fina filosofía que tenía el viejo Llimona, el cual
al recibir una carta con el timbre de “urgente”, la metía sin abrir en el
bolsillo y afirmaba: “mañana lo será más”. En fin, que me voy “a lucirme y a
ver la verbena, y a meterme en la cama después”.
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