A partir de alguna edad inconfesable los asombros no son
frecuentes, salvo que perviva el entusiasmo por la observación. Se entra en
esas edades en las que “arden las pérdidas”, que bien diría Antonio Gamoneda. Todo
ardor trae calor a la par que luz, aunque sea a través de “la muerte de luz que
me consuma”, que iba buscando Lorca. Es decir; las gallinas que entran por las
que salen. Tantas pérdidas arden, que no cabe perder de vista su rastro. Al fin
y al cabo, las pérdidas van alumbrando el camino. Todo lo que se pierde es
porque antes se ha ganado. Y en la natural sedimentación de la memoria, capa
tras capa, la vida se va aposentando con delicada finura sobre los asombros que
fueron en su día la clave de lo que se aprendió. Al principio, una fascinación
sucedía a otra y el acontecer inesperado fundamentaba nuestra sorpresa: el
primer ladrido, el primer limón, el primer mar, el primer luto, la primera
belleza… Muy poco después, la saña del eterno retorno desamparó a la sorpresa y
nos legó el prejuicio de tanto repetirse. Hay un preladrido que nos priva del
asombro del ladrido, un prelimón, un premar, un preluto, una prebelleza…, es la
carga de hastío que soporta la inocencia perdida.
La pose que la certidumbre otorga congela el alma. Se paga
el peaje de la seguridad con el estancamiento. Las arrugas que en la piel
escriben “los versos más tristes esta noche”, son los surcos y caballones con
el que el campesino ordena la siembra, para que no rebase las lindes del bancal
ni broten tallos de vida silvestre. No es a fuerza de cultivar cebollas como
Miguel Hernández escribe su nana. La buena vida va a exigir el eufemismo, el
mirar las cosas desde el lado nunca visto, no resignarse a la pérdida porque,
sobre todo, es hueco para anidar nuevos asombros o nuevos aconteceres
inesperados. La rebeldía de la naturaleza reivindica la rebeldía del corazón
que mira y que siente y si, en mitad del cultivo asoma el blasón de un combate,
hay que estar preparados para ver lo que trae, si una mala hierba, si una pincelada
de arte en el lienzo del campo. Hay que tener rebeldías sin estrenar para ver
lo segundo o para maravillarse.
Quizás la revolución consista en amar la belleza que no
existe aún; esperar la sorpresa o buscarla, mejor inventarla. “Se miente más de
la cuenta / por falta de fantasía: / también la verdad se inventa”, dijo
Antonio Machado o “San Antonio de Collioure”, como lo rebautizó Jorge Gillén. Aquí
la palabra revolución conserva todo su sentido astronómico. Es un movimiento
que acaba en el mismo sitio que empieza, habiendo dado una vuelta completa. Es
el giro que da la rueda del carro de las tormentas, donde está escrita la
palabra “libertad”, según la leyenda. A la rueda del carro le pasa lo mismo que
al río de Heráclito, nunca pisa el mismo camino mientras siga avanzando. Por
eso el Arte es en esencia actitud que, al final del camino, va a ser plagiado
por la naturaleza. Así es que, cuando sentimos una genuina emoción de belleza
al pensar una amapola, sorprende no precisar de ella como amapola en sí,
mientras lo que llevamos en el corazón, quizás más allá del corazón, es una “casi
amapola” cuya vanidad irreductible consiste en saberse menos mortal y, eso es
un invento, pero también es verdad.
Peor, mucho peor, saberse menos inmortal
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