A la sombra de un buen silogismo refrescan todas las
conclusiones, por decir algo. Más o menos así lo exigía un profesor de derecho
romano en sus exámenes: “concluyan lo que quieran, lo que me importa es el
razonamiento”. En nuestro sistema judicial son los fundamentos los que avalan
el fallo y el sistema legislativo precisa de exposición de motivos para
argumentar la ley. No puede defenderse una tesis sin el preceptivo estudio. No
hay sistema filosófico que no esté precedido de un ramaje racional hilvanado
sin solución de continuidad. Sin embargo, el problema adquiere una titánica
envergadura cuando se repara en que siempre se acude a la razón para negar la
validez de lo que la razón descubre y, por lo tanto, tenemos que fiarnos de la
razón para comprender que no debemos fiarnos de ella. Un conocimiento que no
tenga el respaldo de la intuición, puede caminar mientras no se repare en que
no tiene pies. Y los hay sin pies ni cabeza. Eso sucede cuando la intuición, no
sólo no acompaña al razonamiento, sino cuando se opone a él.
El interés clasificatorio que nos ha caracterizado a las
personas, diferenció a los seres vivos entre “racionales” e “irracionales” y
metió a los humanos en el primer saco. Aparte de ser una de las clasificaciones
más prematuras que he conocido, con un mínimo de técnica aplicada haría prosperar
una recusación general, pues no se puede consentir ninguna clasificación
proveniente de un juez que es parte. Si la clasificación hubiera partido de una
libélula, cuya perfección en el vuelo es mayor que la de un helicóptero, o de
un ruiseñor, cuyo canto es un silogismo armónico de conclusiones musicales sin
parangón, hubiéramos tenido que admitirlo y convivir con ellos en el mismo
talego. Pero es más que dudoso que un ser vivo pueda ser racional cuando usa
sus razones para destruirse, salvo que en eso consista precisamente la
racionalidad, en destruir al destructor. En ese caso, no tengo nada que decir y
el ruiseñor se habría percatado.
El proceso racional es así un adorno de una voluntad original
que ancla su génesis vaya usted a saber dónde. A partir de esta sospecha, todo
hilo argumentativo es esclavo de un deseo o de un interés, consciente o no, que
es anterior y, sobre todo, más potente que el propio razonamiento. No obstante,
lo humano consiste en justificar, como pedía el profesor de romano: “da igual
lo que usted diga, pero razone”. Y eso es muy peligroso porque, llegados a un
punto, a mí me importa más lo que se diga que lo que se razone. “Los sueños de
la razón producen monstruos”, decía Goya. O, dicho de otro modo, lo humano es
el humanismo, tenga o no el respaldo de un ejército de razones armadas hasta
los dientes. Y lo humano es todavía mistérico, mágico y sagrado de donde emanan
sensaciones, emociones, intuiciones y trascendencias inclasificables. ¿O es que
no nos hemos dado cuenta de que, por más fundada que esté la última sentencia
de la manada en el caso de Pozoblanco, el fallo es un fallo, que, acaso, atente
contra el humanismo con razones goyescas, por decirlo así?
Distribuidas entre la población las “cartillas de
razonamiento”, a cada uno le ha correspondido un número de razones igual que a
los otros, pero los cupones, antes de ser arrancados para su uso, han de
contener los silogismos de cosecha propia para alcanzar validez plena. Siendo,
en principio, razonamientos dispares que atienden intereses y voluntades
particulares, pueden ser intercambiados, uno a uno, en función de las necesidades
de cada portador. El mercado de cupones, es decir, de razones, tiene, según lo
visto, un funcionamiento idéntico al que tiene el tráfico de mercancías y está
sometido a la ley de la oferta y la demanda. Todos venden y todos compran, unas
veces al alza, otras a la baja, según se paguen, según la moda, según interese
y, no sé si hay razones para esto, pero si las hay, no las compro.
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