viernes, 5 de junio de 2020

CARTILLAS DE RAZONAMIENTO.


A la sombra de un buen silogismo refrescan todas las conclusiones, por decir algo. Más o menos así lo exigía un profesor de derecho romano en sus exámenes: “concluyan lo que quieran, lo que me importa es el razonamiento”. En nuestro sistema judicial son los fundamentos los que avalan el fallo y el sistema legislativo precisa de exposición de motivos para argumentar la ley. No puede defenderse una tesis sin el preceptivo estudio. No hay sistema filosófico que no esté precedido de un ramaje racional hilvanado sin solución de continuidad. Sin embargo, el problema adquiere una titánica envergadura cuando se repara en que siempre se acude a la razón para negar la validez de lo que la razón descubre y, por lo tanto, tenemos que fiarnos de la razón para comprender que no debemos fiarnos de ella. Un conocimiento que no tenga el respaldo de la intuición, puede caminar mientras no se repare en que no tiene pies. Y los hay sin pies ni cabeza. Eso sucede cuando la intuición, no sólo no acompaña al razonamiento, sino cuando se opone a él.
El interés clasificatorio que nos ha caracterizado a las personas, diferenció a los seres vivos entre “racionales” e “irracionales” y metió a los humanos en el primer saco. Aparte de ser una de las clasificaciones más prematuras que he conocido, con un mínimo de técnica aplicada haría prosperar una recusación general, pues no se puede consentir ninguna clasificación proveniente de un juez que es parte. Si la clasificación hubiera partido de una libélula, cuya perfección en el vuelo es mayor que la de un helicóptero, o de un ruiseñor, cuyo canto es un silogismo armónico de conclusiones musicales sin parangón, hubiéramos tenido que admitirlo y convivir con ellos en el mismo talego. Pero es más que dudoso que un ser vivo pueda ser racional cuando usa sus razones para destruirse, salvo que en eso consista precisamente la racionalidad, en destruir al destructor. En ese caso, no tengo nada que decir y el ruiseñor se habría percatado.
El proceso racional es así un adorno de una voluntad original que ancla su génesis vaya usted a saber dónde. A partir de esta sospecha, todo hilo argumentativo es esclavo de un deseo o de un interés, consciente o no, que es anterior y, sobre todo, más potente que el propio razonamiento. No obstante, lo humano consiste en justificar, como pedía el profesor de romano: “da igual lo que usted diga, pero razone”. Y eso es muy peligroso porque, llegados a un punto, a mí me importa más lo que se diga que lo que se razone. “Los sueños de la razón producen monstruos”, decía Goya. O, dicho de otro modo, lo humano es el humanismo, tenga o no el respaldo de un ejército de razones armadas hasta los dientes. Y lo humano es todavía mistérico, mágico y sagrado de donde emanan sensaciones, emociones, intuiciones y trascendencias inclasificables. ¿O es que no nos hemos dado cuenta de que, por más fundada que esté la última sentencia de la manada en el caso de Pozoblanco, el fallo es un fallo, que, acaso, atente contra el humanismo con razones goyescas, por decirlo así?
Distribuidas entre la población las “cartillas de razonamiento”, a cada uno le ha correspondido un número de razones igual que a los otros, pero los cupones, antes de ser arrancados para su uso, han de contener los silogismos de cosecha propia para alcanzar validez plena. Siendo, en principio, razonamientos dispares que atienden intereses y voluntades particulares, pueden ser intercambiados, uno a uno, en función de las necesidades de cada portador. El mercado de cupones, es decir, de razones, tiene, según lo visto, un funcionamiento idéntico al que tiene el tráfico de mercancías y está sometido a la ley de la oferta y la demanda. Todos venden y todos compran, unas veces al alza, otras a la baja, según se paguen, según la moda, según interese y, no sé si hay razones para esto, pero si las hay, no las compro.  
    

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