Acabo de coincidir conmigo en el ascensor de mi casa. Ha
sido horroroso. En primer lugar porque mi casa no tiene ascensor. Y, si en un
primer momento pensé que se trataba de un mal sueño, imagínense el espanto de
saber que no. No ha sido un reconocimiento paulatino, sino instantáneo. De
pronto, frente a frente, he podido acusar el fondo de tranquilidad que sostiene
el terror de la situación; la serenidad en un lado y la tempestad en el otro y
ambos estados compartiendo el mismo aspecto. No es plato de gusto, puede
jurarse, la coincidencia a traición, cuando no había hecho más que ir a por el
pan calentito del día.
Yo vengo de la panadería, no elucubres, pero a saber de
dónde vienes tú, le he dicho. Pues vengo del campo, me ha soltado, de
recolectar domingos y, con lo que traigo, casi llego a un año sabático. Si aún
pudiera acudirse al lenguaje taurino sin incurrir en tropelía, diría que eso ha
sido un pase de desprecio, del que se sale desorientado y sin saber qué ha
pasado.
Desde luego no da el tono para una conversación de ascensor
al uso, pero eso no me ha impedido entrar en sofocón y empezar a darme aire con
un folleto. ¿Crees que abanicarse con el programa de festejos es una forma de
estar en el mundo de la cultura?, me ha preguntado de golpe. Pues no sé, he
balbuceado. La cultura ha dejado de ser concepto para convertirse en comodín o
en idea.
¿Y no se te ha colado en la espuerta ningún martes, ningún
jueves? ¡Cómo renunciar a las excepciones, si uno quiere confirmar las reglas!
Además, para que sea sabático el año, ha de contener sus trazas de laboriosidad.
Un sábado no es un festivo “puro” al estilo del domingo, sino una aspiración o
una anticipación, lo que viene a ser mucho más lúdico por esperanzador que el
propio día festivo. El domingo es un objeto de consumo; el sábado, en cambio,
es un deseo. El confinamiento, por ejemplo, ha estado repleto de domingos y,
por eso, nos hemos agotado. Hay un importante “tedium vitae” en la ejecución
del ocio que no lo hay en su planificación. Lo que se prometía como una
pandemia renacentista o, en cierto modo, enciclopedista, ha devenido en
paréntesis a secas. Si es verdad que los grandes acontecimientos del mundo
tienen lugar en el cerebro, no se explica que tanta gente aburrida no hayan
dado lugar a una nueva explosión de arte, ciencia, espíritu o pensamiento,
salvo que no se hayan recolectado a propósito algunos lunes o miércoles con que
aderezar los domingos.
Entonces tu recolección hay que tomarla como una predicción,
creo. ¿Cómo saber cuándo se entra en hastío? Pues porque te metes en más de una
semana sin enamorarte, eso es definitivo. Cuando reservas el gozo para más
tarde como si el tiempo fuera abundante. Cuando te conformas con la felicidad
de las piedras y aceptas la ausencia de dolor como único destino. Cuando
renuncias al furor en favor de la lucidez y persigues aniquilar los demonios para
acabar con la rabia y no rascas la piel fina del globo por tal de no saber nada
de la fealdad divina de la naturaleza. Las realidades telúricas no conducen al
pesimismo, sino al humor. Esa es la risa sardónica de Sade, que contempla la
vida como una comedia y no como una tragedia, como un encuentro entre Apolo y
Dionisio. Se entra en hastío cuando no procuras que la naturaleza se salga con
la suya bajándole los humos a los pomposos ideales. Por eso el campo da tantos
domingos, porque constituyen la natural esencia de los flujos. Y la vida, si es
algo, es fluir. No me mires así, me dice sin una mínima mueca de aprecio. Hoy
es el día internacional de la mala sombra, ¿vas a dar el pregón? Yo sigo abanicándome, antes de que llegue el
domingo y me pille desprevenido. Encantado de conocerte, me digo, y salgo hacia
la izquierda, siguiendo las indicaciones de salud mental.
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