La Institución andaluza que nos gobierna, eso que se llama
Junta de Andalucía, acaba de autorizar una quiebra en el paisaje natural de una
de las mejores playas del mundo, “La Bahía de los Genoveses” en Cabo de Gata.
No hace falta metáfora que dé sentido figurado a esta conjura de los necios.
Firmar un papelote donde se diga que, según La Junta, se puede hacer hotel en
semejante paraje, es como autorizar a Coca Cola para que empapele la Capilla
Sixtina de publicidad sobre los frescos de Miguel Ángel. Quien no entienda la
diferencia entre un póster de las tortugas Ninja y un fresco de Miguel Ángel,
puede optar a Consejero de la Junta sin parecer extraño.
A riesgo de quedar como “chivo explicatorio”, quisiera
apuntar algunas razones de peso para oponernos a esa autorización. Las razones
de carácter ecológico y medio ambiental fundamentan su calificación de “Parque
Natural” y, por lo tanto, bastaría tomarlas en serio para que, los mismos que
la mantienen como “Parque Natural” las respetaran. Mis razones son de otra
índole, aunque conmino al lector a no eludir la potencia extraordinaria del
argumento que acabo de dejar atrás. No porque no lo vaya a desentrañar tiene
desperdicio alguno. Treinta habitaciones caben en cualquier rincón de la urbanizada
San José, situada a muy poca distancia.
De entre todos los efectos benéficos que proporciona la
visión de un paisaje, el gozo de la tranquilidad y la elevación del espíritu
que nos proporciona es el de mayor consideración, desde mi punto de vista. Y es
así cuanto más sea objeto de la “intuición” y no del “querer”. “No deseamos las estrellas, gozamos con su
esplendor”. El paisaje, nos dispone tanto más a lo sublime cuanta menos
relación tenga con nosotros y se aleje, a ser posible eternamente, de la
agitación humana. En eso consiste en gran parte el placer que nos proporciona
la naturaleza. Conseguir una percepción desinteresada, sin el menor atisbo de
interactuar artificialmente, es un propósito muy cercano a las experiencias,
hasta ahora, que el visitante de la zona va buscando.
A propósito del visitante habitual de la zona, convendría
observar su especial predisposición para anular toda traza que lo haga parecerse
al turista común. Allí el visitante es de repente viajero que para aceptar la
invitación del mar a una zambullida, ha de transitar las veredas rodeadas de
chumberas y esparto, hay acantilados, calas, rocas, dunas, isletas. El paisaje
se africaniza, no hay coches cerca, ni asfalto, el viajero es caminante y
primitivo, sobre todo, primitivo, dicho en el sentido de lo que lo sagrado
inscribe en el origen del hombre. Todos han madrugado para integrarse como
partículas propias del terreno. Quienes no madrugan, han de saber esperar.
Aquellos que acarreen su voluntad a cuestas, ya sea en el fondo de una neverita
de frigo, o en la riñonera, se podrán mover como individuos sobre la corteza
terrestre, pero jamás serán contempladores de sí mismos en el estómago natural
del medio y no se sentirán como un pensamiento del cosmos. Los primeros no
vuelven, los otros son paisaje.
Para los que lo hemos vivido, la cooperación espiritual del
espectador o del transeúnte es necesaria para la conformación del espíritu de
la naturaleza. No hay naturaleza sin cooperador necesario. La ley fundamental
de la naturaleza exige unanimidad en las alianzas, sin las cuales, puede
construirse un Benidorm, pero nunca la “Bahía de los Genoveses”. Aquí el humano
ha de dejar de ser turista y, así es. No venga La Junta a poner un banderín de
helados en medio, si no quiere que les pongan una pegatina en la frente de “imbéciles”,
dicho sea sin el menor respeto. Les basta con mirar los resultados que la voluntad de José
González Montoya hizo en el entorno. Desde San José a Cabo de Gata, todas las
tierras eran suyas. Nunca permitió especulación alguna. Su viuda, Doña Paquita,
tampoco. Gracias a esas voluntades poseemos el Parque Natural como argumento. ¡No
sé cómo se atreven a contradecirlo!
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