Puede ser que, en el
final de los días, podamos medir nuestra humanidad por la cantidad de promesas
cumplidas. Aceptaremos a priori que cumplir una promesa es un acto externo de
una voluntad en guerra contra todas las otras identidades potenciales e incluso
nuevas identidades. Aceptaremos, también, que en el paritorio de los
compromisos, los empujones felices traen al mundo una criatura que llora. La
consciencia, con gran astucia, prescinde en el primer momento de la guerra y
del llanto; naturalezas que pervivirán a lo largo del tiempo. La expresión
“hacer una promesa” bien pudiera caer en desuso por impropia. La promesa no se hace,
sino que se va haciendo y, tal vez, sólo en el final de los días podríamos
asegurar que se ha “hecho”. En esencia, el llanto infantil, que la madre
escucha como un canto de la divinidad, viene a ser la alarma que clama por
hacer entender que toda promesa constituye un acto de desconfianza. Quien establece un poder para ejercerlo sobre
lo más indomable de todo, que es el futuro, y con pretensión de dominio sobre
un “uno mismo” que ya no será el mismo, desconfía y desconfía radicalmente. De
esa desconfianza nace el lamento que sabe que, el valor moral de la promesa,
consiste en seguir y seguir queriendo lo querido una vez, aun cuando no se
quiera ya. Entonces, el valor moral es la guerra.
Asombroso es el
carácter especular de la promesa, cuyo reflejo en el espejo, involucra a aquel
a quien se promete. Un acreedor que sonríe por anticipado, obviando que, cuando
se encuentre en condiciones de ejercer su derecho, el valor de la moneda se
habrá degradado tanto que no valdrá la pena. En origen, el mérito de la promesa
vale lo que vale el deseo instantáneo de hacerla y nada más. Y, quizás, lo que
sea valioso en un futuro es la pervivencia de una personalidad que siga y siga
queriendo comportarse igual sin echar mano de una obligación. En el fondo,
convengamos, la grandeza moral del sonriente se debe al propósito de no tener
que reclamar al deudor otra cosa que no se asemeje al deseo de éste de seguir
siendo el mismo que quiere, en este momento, volver a prometer. Por el
contrario, toda apelación normativa consigue un desvalimiento y un atentado
contra la identidad del que prometió. Y, aunque la facultad de prometer tiende
a ser un poder pacificador de la incertidumbre y de la debilidad humana, nada
aporta al otro, porque o no lo va a necesitar o, si lo necesita, tampoco le
hará sonreír. Esta capacidad de prometer tiene origen y destino dentro del que
la profiere y, en contra de opiniones como la de Hannah Arendt, no tiene que
ver con los demás en cuanto a “deber”, sino que se queda encerrada en la
capacidad propia de reafirmación, de convicción o de promisión como elementos
en búsqueda permanente de dar continuidad a un “yo cambiante”. Es la guerra el
único valor.
El cumplimiento de una
promesa trae consigo la victoria de la voluntad sobre la identidad, a quien
somete y avasalla. Lejos de su aniquilación, la deja vivir a duras penas bajo
arresto. Y aquella, la voluntad, erigida en poderosa señoría, la suplanta
mientras de reojo se percata del destrozo que está haciendo. Curiosamente, todo
lo humano que hay en el cumplimiento de una promesa tiene efectos inhumanos.
Unos efectos que van desde la despersonalización hasta la esquizofrenia.
Hablamos de “cumplimiento” estricto. Sin embargo, cuando la voluntad, en lugar
de imponerse “normativamente” se afana en recordar el origen de la promesa, y
centra sus actos en la persuasión o la seducción de la nueva identidad con el
propósito de modularla y esculpirla a imagen y semejanza de aquella otra que
prometió, es que está aceptando el poder apaciguador que le otorga la memoria
de su felicidad. Pero aquí no actúa la voluntad como el mecanismo automático y
coercitivo que dimana del cumplimiento de una norma. A nadie le interesa eso.
Actúa como un ejercicio libre de responsabilidad sobre la propia identidad que,
tal vez, sea lo único exigible desde cualquier ética, pero no podemos llamarlo
“cumplimiento”. Lo que persigue es el retorno a la identidad con capacidad de
volver a hacer la misma promesa. Nietzsche lo llamaba “memoria de la voluntad”.
Yo voy a seguir diciendo que es la guerra hasta el final de los días. Lo
prometo.