Convengamos en que hay
una cierta lujuria intelectual por la política. Sospecho que poseemos un febril
deseo innato por dar respuesta inmediata a las insinuaciones, más o menos
sicalípticas, de ese mundo que nos compete a todos. La política seduce con la
vulgar eroticidad de sus llamados. Históricamente se han concentrado en clubes
nocturnos donde fabrican fetiches ideológicos y esos clubes se denominan “partidos”.
Por el permanente bullicio de los asuntos públicos y esa otra cosa que voy a
denominar “periferia de la política”, se desencadena un fenómeno manifiesto:
toda opinión cree de sí misma que es un ejercicio intelectual. Cualquier
imbécil (del latín “imbecillus” que significaría “sine baculo”, sin bastón, es
decir; sin apoyo de conocimiento alguno) consintiendo a su pulsión visceral la
libertad de expresarse, se cree intelectual. Y, por esa misma autocomplacencia,
busca constantemente su minuto o sus minutos de gloria y lo consigue, entre
otras cosas porque no necesita a nadie. Lo que suceda después en concurrencia
con otras imbecilidades, no le importa.
El campo de la
discusión política suscita esta injerencia universal de las mentes vagas
cuando, en otras áreas se elude la participación. Las matemáticas, por ejemplo,
no son democráticas y no toleran resultados obtenidos a golpe de mayorías o de
opiniones. En cambio, la maleabilidad de las opciones políticas es tan
abrumadora que, a simple vista, cabe cualquier postulado, lo que le hace creer
meritoria al postulante su solvencia intelectual. De ese cacareo se nutre básicamente
el ágora. Los resultados socavan un mínimo de lucidez porque se atraen para el
debate público los asuntos que están en la “periferia política”, pero no son
política. La política son “las cosas”. Ortega lo expresó en Argentina en 1942
en un discurso titulado “Meditaciones sobre el pueblo joven” y merece la pena
reproducirlo por vigente: “Mi prédica que les grita: ¡Argentinos, a las
cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias,
de narcisismos. No presumen ustedes el brinco magnífico que dará este país el
día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse pecho a las
cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas directamente y sin más, en vez de
vivir a la defensiva, de tener trabadas y paralizadas sus potencias
espirituales, que son egregias, su curiosidad, su perspicacia, su claridad
mental secuestradas por los complejos de lo personal”.
En contraposición a “las
cosas”, el imbécil parlotea en los arrabales de la política y no sale de esa
periferia, como si los asuntos públicos se hubieran encerrado tras una frontera
inexpugnable. Núcleos que se hacen rodear de trochas laberínticas por donde
cada cual se tira una verbosidad a placer. No se distingue bien si es que no se
quiere entrar en el recinto de “las cosas” o es que ya se ha perdido el rastro
de la entrada; el hedor de las verbosidades impide el perfume del bosque.
Es en esa neurótica del
extrarradio donde cuaja el poder orgiástico de la política, atrayendo, para
colmo del noble empeño, a los que están dentro y elegidos para ocuparse de los
asuntos que importan. Mientras estas frivolidades ocupan el centro del combate
ideológico, “las cosas” se quedan abandonadas a su suerte y es lo de siempre:
los tontos miran al dedo que señala a la luna. ¿Acaso no es mirar al dedo
invalidar una acción política en función de los aliados que la votan? ¿Acaso no
es mirar al dedo invalidar una acción política por lo que se dijo en el pasado
sobre ella? ¿Acaso no es mirar al dedo invalidar una acción política por su
encaje en alguna casilla tipológica de izquierda o de derecha? ¿Acaso no es
mirar al dedo invalidar una acción política por los efectos no deseados de ella
cuando pueden corregirse separadamente? ¿Acaso no es mirar al dedo invalidar
una acción política por no haberla hecho yo? ¿Acaso no es la conjura de los
necios la que identifica al adversario como enemigo, en lugar de considerarlo
aliado contra el verdadero enemigo que resulta ser el problema a solucionar?
¿De qué se habla, entonces? Se habla del dedo para humillación de la luna.
La fuente de la histeria pública -habrá que
aceptarlo-, es el dogma. Hay que tener el coraje de empezar a gritar: ¡la
política sería fantástica si no tuviera creyentes! La ramplonería congénita de
los parlanchines, tan crecidos en sus butacas, conduce al rechazo de la
obligación intelectual de pensar negativa y positivamente a la vez. La
militancia se parece mucho a una feligresía, los devotos de una y otra religión,
eximidos de pensar, se toman a pecho amar a su dios sobre todas “las cosas”. El
imbécil no sabe que el dios verdadero no se anda nunca por la periferia. Si lo
sabe y aun así prefiere merodear, no es imbécil, sino mezquino. A los demás
sólo nos queda la fundación de un cementerio de muertos no llorados, o de cosas
abandonadas, como si el mundo fuera, todo él, un metafísico desván donde
exhibir el olvido de todas las cosas inolvidables.