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martes, 13 de mayo de 2025

Tempestades.

 

…y de repente surge todo lo que he estado buscando. He visto el furor del fuego en el punto en el que la locura se abrocha con el genio. Eso debe ser mi carácter retorciéndose en el incendio. Algún día habría que descubrir cuál hubiera sido el carácter sin el concurso de las circunstancias orteguianas o desancladas del “dasein” heideggeriano. ¿Qué hubiera ocurrido si la niñez hubiera sucedido en la fase adulta, o el colegio hubiera empleado su pedagogía en enseñar nuestros propios preconceptos en lugar de conceptos ajenos e impropios? ¿Cómo hubiera sido de no pertenecer a una clase humilde y tan monótona como el entorno quiso que fueran los admitidos? ¿Cómo si me hubiera tenido que desenvolver a solas con el medio sin reglas morales que vinieron más dadas que pensadas? Necesito suponer que mi rebeldía, y quizás la de muchos poetas, es una rebeldía estoica, una rebeldía reflexiva que, por no enfrentar los usos y costumbres, se ovilla en el extrarradio de la conducta y deviene en intelectualismo. Es el lustre por la pátina que se le da a la madera y no por la  madera en sí, aunque desencadene zozobra y angustia por despreciar la alianza necesaria entre lo que se intelectualiza y lo que se hace. Quizás el intelectualismo sea el engendro de la cobardía, cuya esencia se opone al activismo, a la bohemia, a la extravagancia que hacen de la vida una misión de riesgo. El carácter, mi carácter, ha tendido a la introspección servil, dejando a la vista el comportamiento que de mí se esperaba. Sospecho que ese es el tema de mi tiempo. 


En el grecolatino “conócete a ti mismo” hay una trampa mortal. Al perpetrar la osadía de abrir las puertas del templo de Apolo que nos contiene, nos encontraremos sin reconocernos y allí estaremos en forma de enemigo exigiendo, antes que nada, urgente destrucción, sin cuyo hecho es imposible la consiguiente construcción de un alma purificada, muda, sorda y en movimiento ascendente, espartana, pero auténticamente admirable. Cuando Nietzsche decide dar a Dios por muerto lo que persigue es dar a luz una filosofía que prescinda del amuleto o del tótem que la auxilia. De esa experiencia surge la soledad absoluta del ser frente a lo infinito, de ahí la necesidad del superhombre. Un poco es la tentación del intelectual que pretende hacerse a la soledad en la soledad más radical, donde se abre un universo desierto de sujetos, mientras que lo que se vislumbra es la inconmensurabilidad de un universo repleto de objetos para él solo. Y en la soledad sólo caben creaciones incestuosas, demonios del tiempo, a cambio de ser auténticos. 


No estoy solo en el envite pues “los sueños de la razón producen monstruos” y son muchos los que   los asfixian antes de que hagan sus monstruosidades. Parece que es su destino histórico ¿Qué hubiera sido de mí en ese páramo? ¿Qué, de no haber sido herido por la natural otroridad -entiéndase sentimentalidad-? ¿Cuánta mismidad hubiera prevalecido tras las batallas entre Dionisio y Apolo? ¿De cuánta soledad hubiera sido capaz? La dimensión más tempestuosa de la soledad se alimenta del peor de los fuegos, el que se siente en el deber de arrasar con la belleza, con la bondad, con el amor, con las primaveras del aire. Superar las circunstancias, que era la receta orteguiana para el crecimiento personal, exige eludir, renunciar o enterrar también las virtuosas, la lírica de estar vivo dentro de la vida. Tenerlas en el horizonte vital bien que nos hace reposar en el mundanismo; evitarlas, en cambio, nos hace extraños en la noche. Yo me explico en mi mundo, si es que no soy el mundo. Pero quitando mi mundo, ¿quién soy yo? ¿Y quién si lo que hacemos desaparecer es el mundo interior con todas las tribus, todas las leyes que se instalaron sin consentimiento? Entrar -decían- en ese subsuelo conviene hacerlo armado hasta los dientes. La temeridad no es consecuente con la esperanza de que se ordenen en fila los demonios para ir siendo degollados uno a uno, sino porque conseguirán que, rodilla en tierra, reverenciemos su pureza. No hay salida, o la sumisión o el desespero. Es la paradoja de la lucidez: cuánto más nos adentremos en la oscuridad, mayor es la luz que nos alumbra. Es el efecto de bajar por el pasadizo en el que hay colgado un espejo que nos devuelve todo el esplendor de nuestra fealdad, desde donde hay que tomar partido. Tal vez por eso en algún poema quise encerrar el lenguaje de los sin lenguajes: el mentalés. Y amistarme así con el silencio, la soledad y lo oscuro, las verdades tapadas de generación en generación y la disidencia más escatológica.