Cuando me atacaron las fiebres gripales se me ocurrieron unas cosas rarísimas y ciertamente indecibles. Recuerdo que tomé notas delirantes en papelillas que nunca más encontré y que mi deseo (febril deseo) era escribir compulsivamente a ciegas; es decir, con los ojos cerrados y la mente vagando a la deriva. Entre los jirones de memoria que me llegan de esos días, cuento con una seria proposición que hice a la Real Academia de la Lengua : un diccionario elástico. Con los ojos cerrados se me abrían vistas apasionantes e imágenes verdaderamente fantásticas de cuyos perfiles puedo intentar dar pinceladas con el convencimiento de que jamás lograré transmitir la plenitud de los acontecimientos.
Un desfile de neuronas tomaba asiento en un aulario, digo yo que cerebral, frente a una pizarra enorme. Como había decidido prescindir de toda disciplina, deberían imaginar, mientras leen, un batiburrillo caótico de neuronas de todas las edades y condición. En todo delirio siempre hay un Napoleón falso, no obstante, allí se sentaba el auténtico, lo pude tocar. Arreciaba, en el interior de la bóveda craneal, que diría Juan José Millás, una furiosa tormenta de impulsos eléctricos a modo de guerra de tizas, que no está mal tratándose de una gripe común.
Una inmensa masa neuronal amorfa tomó una posición magistral bajo el encerado verde y lejano. De repente se convirtió en boca de la que salió una afilada lengua, que era claramente un florete afiladísimo y agilísimo con el que comenzó a escribir la palabra “necesidad”. Conforme el trazo avanzaba las letras iban adquiriendo vida sin eludir la palabra que las contenía. Quiero decir que se agrandaban y se encogían sin perder el orden y la conexión con la palabra al completo. El renglón con su única palabra comenzó a serpentear, cambiando al mismo tiempo de tamaño. La culebra mudó su piel monocolor por otra vistosísima, repleta de salpicaduras luminiscentes y bellísimas composiciones frenéticas, parecía un cuadro de Pollock.
Todo así, con los ojos cerrados de par en par, se oyó proveniente del entarimado la palabra “tiempo”. Entonces, el reptil “necesidad” comenzó a engordar y a brillar, a ocupar cada vez más espacio y a moverse con cierta elegancia rítmica en una danza seductora. Cuando alcanzó una extensión universal, es decir; todo el escenario visible y audible, con una anchura inabarcable, alguien intuyó la fertilidad natural de los conceptos que atrapan la codicia seminal al vuelo. ¡Se acabó ese “tiempo”! –gritó la masa neuronal amorfa- Y con el florete pinchó la monumental “necesidad”, haciendo estallar en un innumerable rosario de palabras iguales a la boa, y dando lugar a un salpicón de pequeñas serpientes, delgaditas y escurridizas que enlazaban las letras del término “capricho”.
Creo que debí abrir los ojos un poco porque en ese preciso instante del estallido comprendí lo del diccionario elástico; pero la fiebre no había disminuido aún, según me dijeron, porque me lamentaba continuamente de haber perdido en Waterloo, qué cosas.