Mucho más acertado sería decir “breviario de los victoriosos”. En cada línea, Ciorán, reclama su nombre. Exige la autenticidad esencial de un yo sacudido de la ponzoña cultural y religiosa. Su horizonte nítido consiste en la visión de sí mismo sin filtros ni reflejos; desvestido hasta de las ideas. Reclama el misticismo del dolor como cualidad imprescindible de la existencia humana y lo va a dejar ahí sin apenas tratamiento. Cualquier pócima moral que trate de aliviar un sufrimiento se convierte en hastío; verdadero origen de los desmanes sociales. Su posición es la de un nihilista por estética también; aunque recupera a la música de toda fórmula de adoctrinamiento, como suprema abstracción. “La música sustituye a la religión al haber salvado lo sublime de la abstracción y de la monotonía. ¿Los músicos? Unos sensuales de lo sublime”. El “yo” para Ciorán es soledad a perpetuidad y consciencia de la muerte; por eso también queda alejado de la infancia. Muestra, con los rayos de su cólera pensadora, la fraudulenta felicidad religiosa que se ha impuesto a costa suya, a costa del “yo”, tornándose desde el primer momento en la enemiga de la necesidad. ¿A qué tanto veneno? La visión estética del mundo le suscita una verdad incendiaria: la vertiente artística de las crueldades del pasado. “La crueldad es inmoral para los contemporáneos; como pasado, se transforma en espectáculo, al igual que el dolor encerrado en un soneto”. Ciorán, trasciende lo superfluo para instalarse angustiosamente en sí mismo. Su intuición de que alguien “a solas” le habita radicalmente, le causa la zozobra intelectual de desenmarañar intensamente el ramaje frívolo que lo naufraga. No está vencido porque se entrega a la pelea contra la indolencia, contra el tedio y el cansancio, contra la existencia desnaturalizada.
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