Pongamos que te desvelas un tanto angustiado a una hora intempestiva de un domingo de otoño (digo otoño porque sucedió en otoño). Imagina que decides ir a la cocina a prepararte un vaso de leche caliente, tomártelo y volver a la cama a ver si pudieras dormirte de nuevo, pero al pasar por el salón hay un hombre sentado en el sofá leyendo el periódico a la luz de la lamparita de IKEA y ese hombre eres tú. Piensa que lo que te asombra de eso es la indiferencia con la que te lo tomas y la tranquilidad con la que le preguntas si quiere un vaso de leche. Y ese hombre, quiero decir tú mismo, apaciblemente te responde, sin apenas mirarte, que sí. Pues bien, esto mismo me sucedió a mí con la particularidad de que no me gusta la leche ni en pintura.
Mientras preparas ambos vasos te ilusionas con la idea de tener una conversación distinta, no en vano las compañías humanas evitan los insomnios ajenos y éstos suelen ser aburridísimos por eso mismo. Colocas ambos preparados en la mesita de centro y observas atónito cómo el sujeto en cuestión se bebe sin respirar el vaso de leche hirviendo, a la vez que a ti te arde la boca y la garganta. Quieres preguntarle algo y percibes en su rostro, el tuyo, el aspecto claro de la incertidumbre. Decides guardar silencio y entonces el hombre del sofá se relaja y continúa leyendo un periódico intemporal cuya primera página relata la pérdida del Sahara y la muerte de Gadafi. En la contraportada escriben al alimón Campmany, Camba y Umbral. Crees, como yo, que se trata de un problema de sintaxis, tal vez un abuso del “futuro histórico”.
Todo es muy confuso y, sin embargo, entretenido para un momento de desvelo en mitad de la madrugada. Te encuentras allí en tu salón contigo mismo compartiendo una realidad desdoblada. Como he repetido muchas veces que me tengo comparado con la comida francesa; soy más apetecible en la carta que en el plato, puede ser que este “yo” tan ensimismado, sea la trascripción literal de lo que los comensales leen de mí o piensan de mí. No sé qué puedes pensar, pero mirado desde aquí al lado, el hombre, que eres tú, es mucho más grande que tú; casi roza el techo y las piernas alcanzan el tabique de enfrente. Junto a él te vas mermando y él permanece altivo, arrogante, magnífico. Cada vez te haces más diminuto, hasta colarte, imagínatelo, por la hendidura que hacen los cojines en el sofá y, a todo esto, aparece tu mujer por el pasillo (antiguamente corredor) y dice: esta noche estás guapísimo, pero podías haber usado un solo vaso, corazón.
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