Lo que probablemente corresponde escribir bajo estas líneas es
un párrafo de largo silencio. La muerte de Mandela viene a desalojar las
conciencias de los hombres de esos descabalados ruidos del odio. Al sobrevenir
un vacío de maldades aparece el silencio de los aprendices, que ya es un primer
gran paso. Madiba ha sabido “metaescribir” su legado prescindiendo de las
palabras y ha colocado sobre el tapete del planeta un par de enseñanzas indiscutibles:
la voluntad y los actos. Es un novísimo “mutus liber” donde beber la alquimia
para convertir el plomo en oro y los deseos en realidades. Ahora “el gran
hombre negro” va y se muere, que era lo único que le quedaba por hacer para
estar más vivo. Siempre fue un hombre brillante (bastaría decir que fue un
hombre) y en esa tarea de hacerse más presente en el horroroso mundo de hoy,
cuando más se necesita, va a conseguir, con su fallecimiento, una eficiencia espectacular.
Con el simple gesto de dejar de respirar va a desvestir, con un solo golpe de
mano, a las hordas políticas del planeta (García Montero titula su artículo: “hipócritas
del mundo: reuníos”). Si no fuera por las consecuencias fatales que acarrea la
indigencia moral de los gobernantes, la cosa tendría su gracia. Véase cómo
casar, pongo un ejemplo mínimo, la reivindicación de la herencia de Mandela con
las “concertinas”. Lo que tiene gracia es la contundencia con la que Madiba, al
morirse, les ha llamado imbéciles, a sabiendas de que el tonto siempre acude
cuando lo llaman por su nombre. Allí estarán todos, desnudos y expuestos, como hermanos del espíritu libre sin
conciencia del pecado, al pairo de quienes sentimos la indignación y la vergüenza
de contemplar que siempre les toca a los mismos pedir perdón.
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