¿Qué cantidad de
contaminación publicitaria somos capaces de soportar? ¿Cuánta energía mental se
destina a desechar la propaganda que vierten las marcas en el espacio público y
privado? ¿Para cuándo un estudio que se interese por el comportamiento cerebral
habituado a resistir la carga del torrente continuo de intromisiones en nuestro
íntimo pensar? ¿Para cuándo un sistema democrático que permita al ciudadano
elegir dónde, cuándo y por quién puede ser abordado?
La expresión de
“contaminación publicitaria”, según se ha consagrado en los últimos años, se
refiere al tipo de contaminación que parte de todo aquello que rompa la
estética de una zona o paisaje. Un concepto que requiere un análisis detenido.
Es razonable otorgar importancia a la idea de ruptura en sí misma. La
publicidad no sólo invade haciéndose presente, sino que lo hace quitando de en
medio o dificultando la atención destinada a otra cosa. Desvía la atención sin
pedir permiso. Lo primero que fractura es la continuidad visual o auditiva, pero
mucho más importante que eso es la fractura atencional o, dicho de otro modo, interrumpe
el desarrollo reflexivo o el diálogo intrapersonal cuando no interrumpe el
diálogo interpersonal. Insisto en que se trata de un asalto que nadie ha pedido
y, mucho menos, esperado. Observamos que, a diferencia de generaciones pasadas,
un nuevo modo de pensar se impone. Es un modo “interruptus”, bien por las
intromisiones comunicativas que provienen de los teléfonos móviles, como de la
dispersión informativa que generan las redes sociales o el mismo internet. Sin
embargo, a estas interrupciones le suponemos un grado de aceptabilidad que
dimana de un cierto voluntarismo. Al fin y al cabo, la compra y la tenencia de
un Smartphone es relativamente potestativa. La publicidad, en cambio, prescinde
totalmente de nuestras voluntades y cercena un espacio de libertad individual,
lo que constituye una sencilla y clara falta de respeto. Hay una doble
agresividad explícita en los anuncios. Por un lado, las técnicas publicitarias
son cada vez más depuradas e incorporan creativos modos de acaparar la atención
rápidamente, se esté haciendo lo que se esté haciendo. Por otro lado, además
del carácter invasivo, la abrumadora cantidad de estos reclamos comerciales han convertido las ciudades en auténticos
estercoleros visuales, los espacios de internet en basureros sin reciclar, las
televisiones y las radios en emisiones publicitarias, y desencadenan tal número
de desatenciones por minuto que el resultado, me temo, es que ha impuesto un
modelo de pensamiento entrecortado.
De este modelo que nos
hace vulnerables, nos está quedando un sesgo cognitivo que nos impulsa
continuamente a retomar el punto mental en el que estábamos, pero lo más grave
es que en un número de veces muy alto nos hace abandonar la inercia intelectual
que teníamos. No cabe duda de que hay una malévola fabricación de demandas
espurias y bastardas que basan su eficacia precisamente en el impacto personal
que ocasione la técnica publicista, en lugar de basarlas en las necesidades
libremente pensadas y elegidas. Lo peor no es que nos tomen por tontos, sino
que nos están haciendo tontos. Es decir, tal es su densidad y simultaneidad,
que el cerebro experimenta una sobreestimulación innecesaria por causa de un flujo de datos de tanta
magnitud que lo obliga a un esfuerzo permanente para procesar primero y para
desechar después. No olvidemos que para separar el grano de la paja tenemos que
contar con que hay siempre más paja que grano. Ansiedad, nerviosismo, angustia,
estos son sólo algunos de los resultados. Otros pueden ser, falta de
concentración, incapacidad para el desarrollo del pensamiento propio o escasa
profundización. Limitaciones que, a poco que se observe, se extienden cada día
más.
Si queremos ver cine,
entramos en una sala en la que apagan las luces, se aíslan todos los sonidos
circundantes, casi dejamos de ver a nuestros acompañantes y apenas podemos
hablar con ellos, so pena de tener que aguantar algún reproche. Las salas de
museo eliminan distracciones superfluas y dejan expuestas las obras en espacios
diáfanos dispuestos para concentrar la atención del visitante. En el teatro, en
un concierto, en una conferencia, son innumerables los ejemplos que persiguen
eliminar, con buen criterio, todo cuanto pueda distraer la atención de su
objetivo principal. No sucede así en las ciudades. Un experimento realizado en
la ciudad holandesa de Eindhoven concluyó que una persona que quiera dar un
paseo por su centro histórico, acaba viendo más publicidad que elementos
culturales. No sólo se ha desalmado la idiosincrasia de una ciudad a manos de
unos desaprensivos vendedores, sino que se asalta el espacio público por manos
privadas y contra la voluntad de quienes no han podido elegir nunca qué es lo
que querían. Esta es otra asignatura pendiente de la democracia. Barrunto que
para solucionarlo tendremos que recurrir a una buena campaña publicitaria.