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lunes, 15 de junio de 2020

TABÚES


Entre las obras que no he escrito ni escribiré en este siglo hay una vastísima cartografía del tabú. Puede ser que las grandes obras, aun sin ni siquiera un esbozo mínimo, estén siempre haciéndose –como le sucede a Dios-. Llego a imaginar que la anatomía humana esconde un órgano en forma de baúl en un lugar remotísimo al que se puede llegar sólo por inmersión y entrenamiento. Sería un pedazo de víscera unida, quizás por un microscópico hilo, a la boca y con la función de cerrarla a tiempo. El impulso que tensa el hilo y lo contrae retiene con un automatismo reflejo la tinta con la que se tendría que escribir. La ardua hazaña de llegar hasta el baúl requiere no tener que subir a respirar cada cinco minutos, dosificar las fuerzas, y el empeño de un guerrero al que se le ha encomendado rescatar los ojos de un animal mitológico que tengan el poder de ver en las tinieblas.
Los tabúes tienen la costumbre de pasear sin sombrero, pero no pierden la ocasión de mostrar cortesía, quitándoselo cada vez que coinciden con alguien que los reconozca. En el fondo de ese baúl viven profusamente como anotaciones infinitas de un mundo fingido y que, en cambio, es tan mundo como el mundo consumido o que nos consume. Con la misma facilidad que tienen los líquidos para adaptarse, se agrupan por clandestinidades. Tejen el entramado de confidencias afines formando verdaderas familias de secretos. Los que comparten la triste indiferencia del desprecio son como espejos de goma, elásticos, aleatorios y leales al escondite que les ha tocado. Cada modulación ensancha o adelgaza, conservando la tensión de volver a su estado natural, pero la conciencia no lo resistiría. La conciencia se encapsula en una piel cristalina, cuya permeabilidad es mayor cuanta más hondura alcance. En la superficie es rígida, impermeable y hermética. En el baúl constan restos de conciencias que llegaron a asomarse.
Otras veces, ya en posesión de los ojos del animal, ojos que ven en las tinieblas, ojos que no tienen el hábito de arrodillarse, ojos con la verdad al cuello, la retracción que el tabú impone es el cuidado del otro. El tabú, como prohibición sin ley, posee su naturaleza o, mejor dicho, es naturaleza. El fascismo de la naturaleza es mayor que el de cualquier sociedad y, atendida esta contrariedad, quien tenga en sus manos los ojos del animal mitológico, con tal de no violentar, calla. ¿Pero qué pretende, entonces, la escritura si no ser un disparo inmortal que va haciendo la muerte de las grandes comodidades del alma? ¿Acaso Dios no está haciéndose? Pues su muerte, también. He aquí uno de los tabúes de la obra que no he escrito ni escribiré. No es bastante con rechazar la idea de que “muerto Dios, se acabó la rabia”, sino que el combate entre los diferentes tabúes es la prueba de que ninguna rabia se acaba y, mucho menos cuando puede verse en la oscuridad.
Al margen de la esencia del tabú, puede observarse la actitud que lo explica. Su fatalismo es una maldición con dos cabezas. Mientras una no deja de mirar a las convenciones, la otra se centra en la conciencia.  Puesto que en el descenso nos encontramos con la paradoja de Zenón con su flecha que no llega, pero que en realidad sí llega, estamos en situación de escoger con libertad cualquiera de ambas soluciones, siempre y cuando sepamos que ambas soluciones son auténticos problemas. Y es por ese tamiz por donde se quedan atrapados los tabúes en el fondo de la víscera o del baúl. Lo sé porque, sin llegar, me he asomado. Y, al hacerlo desde el balcón de la memoria biológica, se vuelve en “yo clandestino” hacia la superficie o bien te conviertes en inadaptado. Menudo bicho.      

              

miércoles, 20 de marzo de 2019

A USTED SE LE NOTA QUE NO LO HAN MATADO NUNCA.

A usted se le nota que no lo han matado nunca, -me dijo de repente poniendo una voz que me sonó a disparo retroactivo-. No lo tengas tan claro, -le dije-, me gusta teatralizar y vivo intermitentemente en pose de ficción o de realidad. Pues no te han matado nunca ni en ficción ni en realidad –insistió con el aplomo del que sabe lo que dice- y se te ve a leguas. Cualquiera que se cruce contigo se dirá: “a éste no lo han matado jamás” y continuará su camino convencido. Contrariado pensé en la intromisión que supone tal convicción en la intimidad ajena y me limité a preguntarle en qué basa tal disparate. Es obvio por tu modo de escribir novelas y por cómo pronuncias la palabra “aguacero” con ese acento tan vuestro de los vivos perpetuos. Mira, no, por ahí no paso –comencé a contradecirle- me han matado tantas veces como veces me han vivido. Narraría en este momento varios episodios que recuerdo bien y otros tanto que he olvidado si me ofrecieras confianza y no te hubiera perdido el respeto. Resulta que tengo por costumbre no hablar con personas extrañas y, mucho menos, andar respondiendo a muertes que me endosan o me quitan sin un mínimo de vergüenza. Si quiere usted puedo disimular –me dijo con más severidad si cabe- y afirmar que no hay quién le entienda. También puedo decir que no hace falta que se explique más, de sobra es conocida mi circunstancia sometida, pero no me conformo con la condición de extraño. Si alguien me conoce es usted. Puede que no tengas nada de razón –comencé a pensar en voz alta- y es inquietante admitirlo. Para mí es una sorpresa que me hables, cuando en verdad no hago otra cosa que escucharte.
Le hablo desde el mismo instante de mi concepción, bien lo sabe usted. Tiene que acordarse de ese principio porque lo normal no es eso. Lo que es costumbre o, mejor dicho, ley natural, es venir al mundo primero y tras un tiempo más o menos breve comenzar a hablar. Usted sabe que nacer y hablar fue todo una sola cosa. Fue usted el responsable único de tal tropelía. Y si no fuera porque de un modo misterioso y por un súbito cambio de criterio me salvó de aquel terrible aguacero, cuando en realidad nadie me había visto, nadie me había oído y nadie sabía de mí, no le haría ni caso, entre otras cosas porque el que no es nadie, poco caso puede hacer. Después me coloca usted en la impúdica tarea de narrar sus andanzas ¡y me lo hace a mí!, que no soy dueño de saber hasta cuándo y cómo he de vivir. Llevo muchas muertes, compréndame. No hay decencia en encomendar a un personaje la obra de escribir, a su manera, una novela sobre su propio autor e, injustamente, pasear su omnipotencia en cada cuerda floja que es un renglón. Yo le mato y ahí se queda.