A usted se le nota que no lo han matado nunca, -me dijo de
repente poniendo una voz que me sonó a disparo retroactivo-. No lo tengas tan
claro, -le dije-, me gusta teatralizar y vivo intermitentemente en pose de
ficción o de realidad. Pues no te han matado nunca ni en ficción ni en realidad
–insistió con el aplomo del que sabe lo que dice- y se te ve a leguas.
Cualquiera que se cruce contigo se dirá: “a éste no lo han matado jamás” y
continuará su camino convencido. Contrariado pensé en la intromisión que supone
tal convicción en la intimidad ajena y me limité a preguntarle en qué basa tal
disparate. Es obvio por tu modo de escribir novelas y por cómo pronuncias la
palabra “aguacero” con ese acento tan vuestro de los vivos perpetuos. Mira, no,
por ahí no paso –comencé a contradecirle- me han matado tantas veces como veces
me han vivido. Narraría en este momento varios episodios que recuerdo bien y
otros tanto que he olvidado si me ofrecieras confianza y no te hubiera perdido
el respeto. Resulta que tengo por costumbre no hablar con personas extrañas y,
mucho menos, andar respondiendo a muertes que me endosan o me quitan sin un
mínimo de vergüenza. Si quiere usted puedo disimular –me dijo con más severidad
si cabe- y afirmar que no hay quién le entienda. También puedo decir que no
hace falta que se explique más, de sobra es conocida mi circunstancia sometida,
pero no me conformo con la condición de extraño. Si alguien me conoce es usted.
Puede que no tengas nada de razón –comencé a pensar en voz alta- y es
inquietante admitirlo. Para mí es una sorpresa que me hables, cuando en verdad
no hago otra cosa que escucharte.
Le hablo desde el mismo instante de mi concepción, bien lo
sabe usted. Tiene que acordarse de ese principio porque lo normal no es eso. Lo
que es costumbre o, mejor dicho, ley natural, es venir al mundo primero y tras
un tiempo más o menos breve comenzar a hablar. Usted sabe que nacer y hablar
fue todo una sola cosa. Fue usted el responsable único de tal tropelía. Y si no
fuera porque de un modo misterioso y por un súbito cambio de criterio me salvó
de aquel terrible aguacero, cuando en realidad nadie me había visto, nadie me
había oído y nadie sabía de mí, no le haría ni caso, entre otras cosas porque
el que no es nadie, poco caso puede hacer. Después me coloca usted en la
impúdica tarea de narrar sus andanzas ¡y me lo hace a mí!, que no soy dueño de
saber hasta cuándo y cómo he de vivir. Llevo muchas muertes, compréndame. No
hay decencia en encomendar a un personaje la obra de escribir, a su manera, una
novela sobre su propio autor e, injustamente, pasear su omnipotencia en cada
cuerda floja que es un renglón. Yo le mato y ahí se queda.
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