A Don Manuel Alcántara, articulista de los de mayor cintura periodística y literaria, se le ha quebrado la cintura; es decir, la cadera. Son cosas del directo que nos deja cojos a los lectores. A partir (no es un sarcasmo) de este traspiés el Señor Alcántara funda el deconstrucionismo de contraportada. No otra cosa sucede cuando cae una columna. Con este derrumbe episódico no hay paisaje ni paseo de lectura que se sostenga, ni hábito que no se avenga al síndrome de abstinencia. Don Manuel, no solo escribe un vacío en la última página, sino que nos pone en la pista de que la realidad es lo que queda de una antigua imaginación, sus artículos han sido partículas de una enorme explosión de artificios lingüísticos preñados de un sentido sabio, como corresponde al sabor de un vino de reserva. Nos está sometiendo a la indagación, a la pregunta y, en definitiva, a la retórica. ¿Qué hubiera dicho?
La secta judía de los Hasidim, cuando trata el asunto de los maestros, cuenta la anécdota de un hombre que fue a Mazeritz, no para escuchar al maestro, sino para ver de qué modo se ataba éste los zapatos. Entiéndase que no es maestro quien enseña cosas, porque una enciclopedia sería, en tal caso, mejor maestro que un hombre. Maestro es quien enseña una manera de tratar con las cosas, cada maestro es un estado vital. Los sucesos incesantes, bajo la pluma del maestro Alcántara, acostumbran al giro inteligente de la perspectiva. Los lectores de Don Manuel viajamos a la última página a ver cómo se ata los zapatos; aunque la suspicacia de la cadera rota nos desluzca la metáfora. Quiero decir por último, parafraseando al gran poeta chino Li Po, que hasta que nos vuelvan a servir el vino de reserva, nos beberemos la luz de la luna, que es lo único que le hace sombra al maestro.