martes, 22 de enero de 2013

Tres maestros (Balzac, Dickens, Dostoievski) Stefan Zweig


Unos acercan la vista a la materia para desentrañar las vísceras de lo visible y otros, como Stefan Zweig, ajustan la mirada hasta el punto invisible del espacio para descubrir la existencia de las otras materias. Naturalmente que la altura de la cima desde donde mirar ensancha el paisaje y lo extiende y, así mismo, toda altura es una profundidad en el espacio hacia arriba. Tan partícula es el átomo como una estrella en el firmamento en comparación con la infinitud de lo que le rodea. Toma distancia del personaje sólo para cerciorarse de que se trata del elegido y, una vez enfocado, se zambulle en las galerías más hondas de la obra para entresacar las virutas de alma que cada personaje o que cada descripción lleva esparcida del propio autor. Con ellas, las virutas, emplasta una nueva masa donde modelar, según su particular visión, la figura del hombre que va a biografiar. Diríamos que no estudia la obra a partir del escritor, sino al revés. Parece que con esa manera de contar  los acontecimientos que van sucediendo en la obra y en los personajes, no cupiera más que una vida como la que el autor ha llevado. La extremidad de las pasiones enfrentadas simultáneamente, caso de Dostoievski, se convierten en la clave que explica su paso por prisión y por Siberia, o bien la continua penuria de su existencia. Como una especie de puzle a la inversa, Zweig, va encajando las piezas dentro de la caja que envuelve el juego, luego de haberlas separado de su lugar en el mapa que dibuja (a veces resulta mucho más difícil reubicar las piezas de un puzle en su lugar desordenado que colocarlas en su sitio, donde las figuras y contrafiguras dan pistas) La interpretación vertida en sus biografías va más allá de la descripción y la explicación y más bien parece un actor que un biógrafo, no de otra manera puede entenderse que el modo de escribir sobre cada cual se parezca al modo en el que escriben ellos. Cuando habla de Dickens, por ejemplo, cuenta: “había vivido en Hungerford Stairs en una buhardilla sucia y oscura, troquelando pastillas de betún en cazuelas y envolviendo con hilos miles y miles de ellas al día, hasta que sus manos de niño le escocían y lágrimas de humillación le saltaban de los ojos”. Aquí Zweig se ha convertido en Dickens y ha copiado su estilo, está interpretando el papel como un actor en escena frente a un público que, atónito, asiste a ver en esa figura al propio autor. Cuando escribe sobre Dostoievski su pluma se atormenta y se desmesura, subiendo y bajando por las escaleras de las emociones, crepitando o presagiando en una grisácea calma rusa. De hecho se extiende más que con los otros porque está recreando la misma circunstancia de embalaje que cuenta sobre las obras de Dostoievski. De él puede decirse con exactitud lo mismo que se dijo de su autor; su obra transcurre dentro de sí y no fuera. Adopta su temperamento, lo incorpora para sí y, con él aprendido, se sienta frente al papel a hablar sobre sí mismo y le sale Dostoievski en cada renglón, por lo tanto su esfuerzo hercúleo no está en escribir, sino en representar. El genio de Zweig es ese, tragarse el personaje y vomitarlo en forma de tinta sobre el papel. Su principal virtud, la de situar al lector frente a una nueva obra del personaje muerto como si estuviera aún vivo, no desluce las otras capacidades de Zweig, pero las solapan. Por ejemplo, cuando distingue al hombre ruso del hombre europeo (págs. 139 a 142) su enfoque es originalísimo y certero y, sin embargo, suena a Ortega por todos lados. Ese sacar de cada hombre el paisaje y el paisanaje poniéndolo como el océano en el que navegará su carácter es casi orteguiano por dos razones: primera porque es un ángulo psico-social del  hombre en el que las circunstancia se inocula como factor constructivo y, en segundo lugar, porque la prosa es elegante, limpia y clara como la de D. José.  Desde luego estamos ante un genio.

 

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