Unos acercan la vista a la materia para desentrañar las
vísceras de lo visible y otros, como Stefan Zweig, ajustan la mirada hasta el
punto invisible del espacio para descubrir la existencia de las otras materias.
Naturalmente que la altura de la cima desde donde mirar ensancha el paisaje y
lo extiende y, así mismo, toda altura es una profundidad en el espacio hacia
arriba. Tan partícula es el átomo como una estrella en el firmamento en
comparación con la infinitud de lo que le rodea. Toma distancia del personaje
sólo para cerciorarse de que se trata del elegido y, una vez enfocado, se
zambulle en las galerías más hondas de la obra para entresacar las virutas de
alma que cada personaje o que cada descripción lleva esparcida del propio
autor. Con ellas, las virutas, emplasta una nueva masa donde modelar, según su
particular visión, la figura del hombre que va a biografiar. Diríamos que no
estudia la obra a partir del escritor, sino al revés. Parece que con esa manera
de contar los acontecimientos que van sucediendo
en la obra y en los personajes, no cupiera más que una vida como la que el
autor ha llevado. La extremidad de las pasiones enfrentadas simultáneamente,
caso de Dostoievski, se convierten en la clave que explica su paso por prisión
y por Siberia, o bien la continua penuria de su existencia. Como una especie de
puzle a la inversa, Zweig, va encajando las piezas dentro de la caja que
envuelve el juego, luego de haberlas separado de su lugar en el mapa que dibuja
(a veces resulta mucho más difícil reubicar las piezas de un puzle en su lugar
desordenado que colocarlas en su sitio, donde las figuras y contrafiguras dan
pistas) La interpretación vertida en sus biografías va más allá de la
descripción y la explicación y más bien parece un actor que un biógrafo, no de
otra manera puede entenderse que el modo de escribir sobre cada cual se parezca
al modo en el que escriben ellos. Cuando habla de Dickens, por ejemplo, cuenta:
“había
vivido en Hungerford Stairs en una buhardilla sucia y oscura, troquelando pastillas
de betún en cazuelas y envolviendo con hilos miles y miles de ellas al día,
hasta que sus manos de niño le escocían y lágrimas de humillación le saltaban
de los ojos”. Aquí Zweig se ha convertido en Dickens y ha copiado su
estilo, está interpretando el papel como un actor en escena frente a un público
que, atónito, asiste a ver en esa figura al propio autor. Cuando escribe sobre
Dostoievski su pluma se atormenta y se desmesura, subiendo y bajando por las
escaleras de las emociones, crepitando o presagiando en una grisácea calma
rusa. De hecho se extiende más que con los otros porque está recreando la misma
circunstancia de embalaje que cuenta sobre las obras de Dostoievski. De él
puede decirse con exactitud lo mismo que se dijo de su autor; su obra transcurre
dentro de sí y no fuera. Adopta su temperamento, lo incorpora para sí y, con él
aprendido, se sienta frente al papel a hablar sobre sí mismo y le sale
Dostoievski en cada renglón, por lo tanto su esfuerzo hercúleo no está en
escribir, sino en representar. El genio de Zweig es ese, tragarse el personaje
y vomitarlo en forma de tinta sobre el papel. Su principal virtud, la de situar
al lector frente a una nueva obra del personaje muerto como si estuviera aún
vivo, no desluce las otras capacidades de Zweig, pero las solapan. Por ejemplo,
cuando distingue al hombre ruso del hombre europeo (págs. 139 a 142) su enfoque
es originalísimo y certero y, sin embargo, suena a Ortega por todos lados. Ese
sacar de cada hombre el paisaje y el paisanaje poniéndolo como el océano en el
que navegará su carácter es casi orteguiano por dos razones: primera porque es
un ángulo psico-social del hombre en el
que las circunstancia se inocula como factor constructivo y, en segundo lugar,
porque la prosa es elegante, limpia y clara como la de D. José. Desde luego estamos ante un genio.
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