Alcanzar verdades ontológicas
sobre la realidad cotidiana no es un asunto exclusivo de la filosofía
reconocida y, si bien es verdad que la entidad del pensamiento se acepta mejor
cuando se cubre de una cierta seducción
lingüística, también hay que admitir que, fuera del lenguaje, hay verdades
incontestables de uso diario como la de que “cuanto menos me afeito, más duran
las cuchillas”. A primera vista se trata de una pretensiosa evidencia con
mayores aspiraciones de las que podría suponerle cualquier lector desocupado;
sin embargo, ha sido desechada como parte de la “ley de la naturaleza doméstica”
una y otra vez, sin que tal elusión pueda clasificarse entre las conscientes o
inconsciente, sino entre las idiotas. No es así, y se pueden hacer comprobaciones
de distinta factura. Una de esas comprobaciones es precisamente la factura del
Mercadona que a poco que se repase canta tal conclusión. No basta con que la frecuencia
de compra sea menor, eso puede llevar a engaño; hay que dudar, pues esa es el
eslabón más fuerte del método filosófico y elucubrar si cabe la posibilidad de
que se hayan comprado en otro sitio, por más que en estos tiempos casi todo el
mercado sea Mercadona (de ahí su nombre premonitorio). Que estas disquisiciones
puedan pertenecer al mundo sensible o al mundo ideal no es cuestión discutible
ya que mis cuchillas llevan incorporada una mesilla de gel suavizante y, por
eso, Platón no dudaría en incluir esta realidad en el primer mundo. Tampoco es
una acción banal sin consecuencias planetarias de primer nivel, pues de tal
axioma se colige que, con poco que pongamos de nuestra parte, tenemos la capacidad
indiscutible de interceder en la obsolescencia programada de los materiales
afeitándonos cada tres días en lugar de cada mañana. Otro protocolo de
verificación es la observación directa de los objetos que, al parecer es simple
porque consiste en mirar las cuchillas en el cajón de las cuchillas; pero hay
que incluir, querámoslo o no, la cuantificación del tiempo y eso requiere haber
leído a Kant y saber que la entidad “tiempo” no pertenece más que a la
condición mental humana, lo que complica la cosa gravemente. Esta formulación
admite, sin duda, dificultosas derivaciones de cuya trascendencia no voy a
hablar en este apunte porque, por ejemplo, se podría determinar que “cuanto
menos me afeito, más duran las cuchillas siempre y cuando no las use para
cortarme las venas” ya que las cuchillas que cortan venas son de un solo uso y
eso todo el mundo lo sabe.
domingo, 8 de abril de 2018
miércoles, 4 de abril de 2018
Mujeres:costumbrismo y tradición.
Bajo el señuelo de la tradición se nos cuela la antigüedad y
el antaño. Hay una distancia insalvable entre lo simbólico y lo costumbrista.
Lo primero alude, apunta, sugiere y se expande en la conciencia, buscando, si
cabe decirse así, el tamiz subjetivo y
personal. Lo segundo impone, dogmatiza, impregna y, sobre todo, acusa y condena
su transgresión. Buscar, por tanto, en las raíces, aquellos botones de muestra
que ilustren, enseñen y expliquen el “status” social contemporáneo parece
obligatorio en una sociedad sana. Traer a la modernidad las esquirlas de la
historia es hacerle el relato de su existencia y es mostrarle el camino que se
ha hecho ya y que por haberse superado, puede mirarse así desde el hoy. Es esa
una de las misiones de la tradición. Sin embargo, cuando lo que se sustancia es
el retorno de comportamientos cuya pretensión es modelizar valores agotados
hace tiempo, estamos en otro asunto que bien puede llamarse retroceso. La
sociedad que pierde perspectiva sobre los abundantes matices que cuelgan del
término “tradición” ya no es tan sana. Cuando se permite la visibilidad de la
imagen de una Virgen, eso es tradición; pero cuando se le condecora, es
antigüedad y reacción. Sobre todo es despropósito que obvia el doloroso mensaje
que le llega a toda mujer, en cuanto a la exaltación de lo que fue en su día
una coacción sexual contra la condición femenina. Si se recuperan los discursos
que devalúan a una mujer frente a otra por el hecho de haber roto la telita
vaginal, alguna regresión estamos soportando; las mujeres más. Y cuando las
mujeres regresan un peldaño, los hombres regresamos dos, como dicta la
casuística de la historia. Pudiera ser que, como efecto colateral, se vayan
sutilmente instalando hábitos de recriminación, sanción moral e incluso, como
en el caso reciente de una soldado arrestada por no asistir a los actos
religiosos del día de la “Inmaculada Concepción”, sanción reglamentaria. No
resulta aceptable admitir sin una mínima voz de repulsa la difusión, sacada del
oscurantismo medievo, de una moralina que por alabar una condición –la
virginidad- está degradando lo que jamás debió degradarse. El poderoso
patrimonio pedagógico de la tradición no puede esconder sibilinamente arcaísmos
y anacronismos de otras generaciones y no porque su tiempo esté agotado, sino
porque la sensibilidad común debe estar a la altura de los tiempos. Siendo
verdad que los miembros de una generación no tienen como carácter distintivo el
ser contemporáneos (el vivir en el mismo tiempo), sino el de ser coetáneos (de
vivir del mismo modo el tiempo), la tarea de la sociedad sería la de incorporar
los símbolos y las tradiciones a la generación coetánea y no a la inversa: que
las tradiciones nos lleven al modo de
vivir de sus épocas.
viernes, 19 de enero de 2018
Los Fracasados
Te vas un día cualquiera, de esos de calendario, a patearte
una tarde, pongamos de otoño por aquello de las aproximaciones con la
melancolía. Y miras, como se ha de mirar en las tardes de otoño, ya sea con un
proyecto de pasado para soñar a gusto lo que fue amargo, o con una nostalgia de
futuro, anticipando el recuerdo de una alegría por venir. Es, entonces, que el
escaparatismo hace trasbordo desde los ventanales hasta los difusos yoes de los
transeúntes y es cuando te dices que, a ese locuaz e informal sonriente no
puede salirle nada bien en la vida. Una vida que es el costumbrismo de esos
días de calendario, noctámbula por definición del diccionario de otoño. Es como
una literatura de Larra o de Galdós abultando los bolsillos de los paseantes,
donde se ha de guardar lo que no desluzca la apariencia externa, tan atildadita
para salir a la calle.
La vida se
paga con la vida, pero quien sueña demasiado, derrocha lo que luego vive ocultando
como una íntima indigencia de vida que no pudo ensamblar con lo soñado. Te das
cuenta de que en la vida se fracasa menos que en los sueños y, en todo caso, se
fracasa en secreto. Pero hay días en que los secretos, como los harapos
desarreglados de los niños al final del domingo, se salen afuera enseñoreándose,
aunque sólo visibles para los iguales, y sabes perfectamente si son fracasados
de nacimiento o fracasados de profesión. Todos, hay que decirlo, somos una
porción de lo mismo en algunos días, aunque sean de esos de calendario, y, al
comprenderlo te empiezan a señalar como a un locuaz e informal sonriente. Te
vas a casa.
sábado, 6 de enero de 2018
Escrito a ciegas.
Voy a
intentar escribir a ciegas y a ver qué veo con los ojos cerrados. Mucho me temo
que pasará por una vaga excentricidad de criaturita inconsistente en una mañana
de reyes. Y quién así lo piense, dará en el clavo. Sin embargo, aquí en lo
oscuro, amén de los sinuosos meandros de mis renglones, el asunto se pone muy
negro y me está negado leer lo que escribo. “Total, para lo que hay que leer”, me
digo justamente cuando la punta del renglón se ha saltado el bordillo del
papel. La fatalidad de estos derrapes es que no puedes volver al rescate de las
palabras despeñadas; una vez extraviadas hay que darlas por perdidas. Lo
importante en la oscuridad no es lo que ves (que no ves nada), sino lo que
miras atentamente para que no sea y, así, cuando fijas la vista en lo que no
ves, el objeto contemplado recobra una existencia nunca vista, dicho sea con
los ojos cerrados, claro.
Lo que me
está resultando aleccionador es descubrir que, para hacer visible el otro lado
de las cosas, baste con hacerlas invisibles y entonces ellas solas se abren
impúdicamente a una luz desconocida que es la oscuridad. A veces hay que cerrar
los ojos para no estar a ciegas –acabo de verlo-. Y, mientras a tientas sigo
escribiendo en líneas torcidas, sin la posibilidad de volver sobre lo escrito,
pienso que lo importante es estar siempre de ida y que estar de vuelta es un
fracaso. Eso quería decir, antes de abrir los ojos.
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