El
franquismo es algo maravilloso porque tiene todo el pasado por delante, que diría
el maestro Borges. Aquello no es que viniera para quedarse, sino que siempre
estuvo como un aceite –tipo santo óleo- ungiendo desde siempre una forma de ser
que no levanta cabeza. Es el franquismo el que pone a Franco y no al revés y,
es evidente que va poniendo nombres a cosas iguales, que son distintas porque tienen
nombres distintos. Primero el nombre y luego todo lo que dé de sí. Ha sido desde
tiempo inmemorial una cruzada continua contra el humor, contra el buen humor.
De esa triste condición ha nacido el cachondeo y el gracejo cuyo mérito es
camuflar el sentimiento trágico de la vida y sobrevivirla, pero en lo más hondo
está lo “jondo”, que es más de lo mismo. Decía Don Antonio Gala algo así como
que el andaluz inventó el cante jondo para poder quejarse a gusto. Y el
franquismo, que nos viene de los Reyes Católicos, nos ha impuesto la seriedad
de un guardia civil sin graduación poniendo una multa, o la de una monja
alférez abriendo un misal.
Cada
español lleva en el pecho la mancha heredada de la bala que mató a su
antepasado. Y en la pronunciación se nota el compás de cada bando; pero al
prestar atención resulta que la melodía es la misma. El sentido del pensamiento
(llámese aquí pensamiento a algo que no lo es) se afana en señalar al otro como
el destino ideal para descargar la ira acumulada de tantos siglos de rancia
catolicidad. Una catolicidad formal que ha superado con creces la catolicidad
material y que ha vivido para bendecir apariencias en lugar de esencias. Pues
ese antiguo “pensamiento único” ha sido el único modelo del que han bebido los
unos y los otros, por eso es triste esta época en la que cómodamente podemos tomarnos
un whisky con quién, en un momento dado, puede mandarnos al paredón.
Precisamente es ese gusto por las
apariencias el germen de las dos Españas. No son los bandos clásicos
determinados por la tipología política al uso, sino la lucha encarnizada de lo
auténtico contra lo impostado, de las esencias contra las apariencias y aquí nadie
cree necesitar más entendederas que las que tiene (el bien mejor repartido del
mundo es la razón: todos creen tener bastante) porque el otro es siempre pura
apariencia y, entonces, no es un igual.
Cada vez que la modernidad ha
hecho intentos por levantarse o los aires de la Europa desarrollada han sido
invocados desde alguna esquinita de España, era la mentalidad de casulla, de hisopo
y de peineta la que imponía su impronta de Isabel y Fernando sobre la mesa.
Sobre una mesa que se proclamaba cristiana y que renunció al salvoconducto para
la eternidad: el amor. Don Antonio Machado, a través de su “alter ego” Juan de
Mairena, consciente de esta anomalía generalizada y que proviene de tan lejos,
propone una educación para la “contemplación”.
El “Santo de Collioure”, como lo
rebautizó Jorge Gillén, deseando que se supere la hegemonía del pragmatismo y
el cinetismo, propone siete reglas para esa educación, de las que sólo transcribiré
la última: “Yo os enseño –en fin-, o pretendo enseñaros, el amor al prójimo y
al distante, al semejante y al diferente y un
amor que exceda un poco al que os profesáis a vosotros mismos, que pudiera
ser insuficiente”. Claro que mentar el amor en clave política es de Quijotes y
los Quijotes son muchos españoles y muy españoles, Rajoy dixit.