viernes, 31 de julio de 2020

EL ACABOSE.


Si no fuera porque nos sucede “la mala hora” y un círculo de vicisitud incesante, podríamos saber qué dejar en el testamento a las generaciones futuras. Incluso los notarios han inventado cláusulas generales de advertencia para que no nos tomemos en serio el trámite. Una cosa es lo que se da y otra lo que se recibe; cuidado con eso. Tampoco es que hayamos conocido época sin su apocalipsis “prêt-à-porter”. Y, aunque cada cual lleve en el bolsillo su apocalipsis privado, el que nos está tocando a rebato es el que pagamos todos, o sea, el público que, al parecer, es una de las coberturas universales de la Seguridad Social.
El letrero de que ya hay lotería de navidad nos está advirtiendo de la existencia de los sueños individuales y de que la idea de esperanza humana tiene mucho de mercantil y de premio gordo. Es una aspiración tan líquida que, su mayor júbilo se despierta buscando la forma que pueda contenerla sin perder gota. Miguel Ángel le decía a Vittoria de Colonna: “te quiero como la materia a la forma”. Sin embargo, es una búsqueda particular que renuncia a los grandes sueños. Jung, sugería que se podían tener dos tipos de sueños, el individual o el arquetípico. En algunas comunidades distinguen entre “grandes sueños” y “pequeños sueños”. Los primeros son los que influyen o incluyen a familiares, clanes, conciudadanos, etc., mientras que los pequeños sueños se refieren en exclusiva al propio soñador.
En cierta ocasión, hace años, alguien preguntó a un viejo indígena de la Amazonía ecuatoriana qué pensaba de los “apachi” o blancos y de su forma de vivir. Tras varias observaciones respondió que no le parecía en absoluto extraño que estuviéramos perdidos y angustiados porque nadie comprende –de su comunidad se entiende- cómo alguien puede dar su voto a otro para que gobierne sin saber qué ha soñado esa persona. ¿Cómo es posible admitir que otro mande sin saber si ha tenido “grandes sueños”? Pensaba el indígena, con buen tino, que nuestro patrón cultural, aparte de ser materialista hasta lo patológico, está basado en los “pequeños sueños” y, “claro, así os va la vida”, decía.
Mucho antes que Freud, nuestro Cervantes escribió que “el sueño es alivio de las miserias de los que las tienen despiertas”. Dicho así, cuando estamos en el corazón del nuevo apocalipsis y sabedores de que jamás nos faltará uno que echarnos a la boca, ¿Cuál es nuestro gran sueño? Porque miserias no faltan en nuestra particular existencia. Las miserias son los apocalipsis de bolsillo, o de “prêt-à-porter”. Son el 18,5% de destrucción de nuestro Producto Nacional Bruto, que sobre todas las cosas es bruto y está despierto. Pero lo que necesita el “gran sueño” es el apocalipsis de alta costura que se está hilvanando con unos virus que hacen de pedrería, y unos hilos de hielo derretido que hacen de pespuntes. Mientras no nos convoquemos a un aquelarre de grandes sueños, no vamos a poder conjurar el acabose. Ya nos vale.  

 

martes, 21 de julio de 2020

Apunte breve sobre "Retrato" de Antonio Machado.


“Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero”.
Ninguna de las estancias que contienen los dos primeros versos de “Retrato” de Antonio Machado me aviva la curiosidad con tanta saña como lo hace la idea de maduración del limonero. Es posible hacer parada y fonda en la infancia y sonsacar de ese “divino tesoro” que se va para no volver, las mieles de la inocencia. La infancia siempre será un divertido “velatorio”; cuarto preparado para velar a perpetuidad, tanto cuando se duerme como cuando se despierta. Quede sobreseído todo cargo contra la infancia por ser una de las formas de mayor pureza que el ser humano adopta. Y, al decir “adopta”, sugiero que la infancia pueda ser también una elección hecha desde los columpios del asilo. Don Antonio envuelve su infancia en un delicado papel poético y la deposita, con suavidad, en el recuerdo. Ante él se postra y recita su añoranza poniendo sobre el reclinatorio los billetes del último viaje, sospecho que a sabiendas de que sólo hay un viaje.
El patio es otra estancia que, a su vez, tiene un huerto que, a su vez, es claro. Tales dibujos, ya tengan olores y sonidos involucrándose en el lienzo o la sombra alargada del final de la tarde, incitan más al rescoldo de la siesta que a la llamarada de la curiosidad. Parecen balnearios de la memoria, aposentos de reposo o sanatorios asoleados contra toda vigencia. Para quedarse, para estar, para ser…, basta la necesidad, quizás porque escribo en verano, del frescor aquietado que un patio andaluz envuelve. En la memoria pueden ser las en punto de la tarde a cualquier hora del día, es la máquina del tiempo en grado sumo; ninguna época le está vedada. Ni siquiera aquellas en las que no se estuvo, ni se estará. Tendría su Oriente y su Occidente en simbólico diálogo y una permanente conversación visual bajo una cuidad diáfana en la que un huerto es un vergel raro o, tal vez a propósito, otra muestra de que todo crece. Y, sin embargo, no deja de ser un recreo o más bien un mirador al filo del acantilado que toda mirada entrenada supone. Un “desde allí” y jamás un “hasta aquí”. Una sala de estar, eso es.
Pero en medio del estatuario lo único que se mueve es el limonero y es para madurar. La vida de un limonero dura como la de una persona, más o menos. Lo único que pasa en el patio, en el huerto claro, en su infancia si me apuran, es que madura el limonero. Y la madurez tiene su intríngulis, su altivez, el soberbio orgullo del que se siente adulto, aunque, algún día habrá que aceptar que para ser un buen adulto se ha de seguir en la edad del pavo. Por eso la maduración resuena en toda su infancia, al menos en toda la infancia que le cabe en el verso, como un asombro definitivo y único. Porque, pienso, que llegar a la plenitud de la vida, sin haber envejecido, que eso es cabalmente la madurez, no puede servir para reñir con la voz arrogante y seria de un adulto al uso.  Mejor sería poder entregarse al engaño hermoso o a la historia incitante y llena de fantasía y, mientras, alcanzar la suficiente altura para coger el limón que amarillea casi en la copa. Eso sería dar el estirón, que es un síntoma de inmadurez y casi de ingravidez y, quizás, la atalaya desde donde se ven mejor las dos alturas, la de la infancia y la adulta. Yo creo que el limonero era un espejo.

 

lunes, 20 de julio de 2020

REAL PRESUNCIÓN DE INOCENCIA


Felipe González se entretuvo hace unos días en reclamar para el monarca la presunción de inocencia. Lo hizo con la lengua de pana vieja que tuvo en sus días promisorios. Aquella era una lengua de mucho peso como para mantenerla en alto todo el tiempo que le duró el poder. O sea, que le ha quedado una lengua de trapo y, a juzgar por las cosas que dice, de trapo de afilador. Si lo que quería era defender el régimen monárquico se le pueden prestar argumentos de mayor altura. Él sabe que la inviolabilidad constitucional del rey en el fondo es estrictamente una presunción de culpabilidad. O una cosa o la otra.
El artículo 56.3 de la Constitución dice: “La persona del rey es inviolable…”, lo que quiere decir que el administrativo de hacienda, la directora del banco, el barrendero, la desempleada, usted y yo, somos violables. Nos pueden violar, una y otra vez, a todos porque para eso somos iguales ante la ley y ante la violabilidad. Podemos traer doctrina y jurisprudencia para marear la perdiz, pero la Constitución es lo que dice y no podemos zafarnos del sentido propio que poseen las palabras. Sencillamente estamos abocados a interpretar la norma de acuerdo con la imposición general del artículo 3 del Código Civil. Y, aunque viniera bajando las escaleras con una boa de plumas por único vestido, moviendo sus caderas, moviendo su cintura, la persona del rey es inviolable, no hace falta que me lo digan, naturalmente. No se puede estar más de acuerdo con esa norma. La persona del rey y cualquier persona han de gozar de inviolabilidad, salvo que se opte voluntariamente por un placer sádico. Ahí no me meto, allá cada cual.
Al margen del truculento jueguito que la palabra propicia, la presunción de inocencia a la que apela Felipe González, que tan ampliamente beneficiado ha salido de ella, no puede significar otra cosa que el levantamiento de la inviolabilidad constitucional. Ya que el precepto jurídico impide la irrupción del poder judicial para juzgar, al menos dejen que la sanción moral o el juicio popular dictamine lo que le venga en gana a modo de opinión inocua, porque, para colmo, tampoco puede traducir esa opinión en un voto que ponga o quite rey. A Felipe González hay que recordarle algo que el pueblo tiene  meridianamente claro y es que entre un inocente y un presunto inocente hay una distancia que, al recorrerse, te deja el culo al aire. Y, claro, con el culo al aire, hay que prohibir severamente la violación, no vaya a ser que en cabeza vacía se confundan las cosas.
De modo que, con acierto, en lenguaje coloquial, cuando te dicen “presunto” ya tienes las tres cuartas partes de la condena encima y más de media chirigota compuesta para carnavales si se trata de un rey inviolable. Pero es que, más allá de la hermenéutica jurídica del artículo 3.1 del Código Civil en relación con el 56.1 de la Constitución, los legos en materia legal están haciendo en sus opiniones profanas un ejercicio interpretativo muy técnico sin saberlo. Prescindiendo de la polisemia del concepto de “inviolabilidad”, no me digan que el contexto informativo de los últimos meses en contraste con el contexto desinformativo de las últimas décadas, no hace encajar la opinión pública en la sistemática jurídica de las leyes, en la sistemática de la historia de la monarquía o de los Borbones o de España. No vayan a decir, también, que la realidad social del momento en que han de aplicarse las normas no estimula la sabiduría popular de entender anacrónica e impropia la figura de la inviolabilidad en un sistema democrático o que pretende serlo. Y, en cuanto al espíritu y finalidad de la irresponsabilidad penal del monarca, todos sabemos cuál es, de ahí que la presunción sea inversa y, al mismo tiempo, sin consecuencia jurídica. Felipe González está defendiendo lo contrario de lo que dice o tiene muy mala leche.

jueves, 9 de julio de 2020

DISTANCIA EMÉRITA.


Cualquiera sabe qué es eso de poner distancia. Parece que es una medida de alcance mundial con lo distante que es el mundo, dicho así con toda la grandeza de la palabra “mundo”. Personalmente, debo confesar que el mundo me cae a mucha distancia, si a lo que me refiero es al globo terráqueo. No digamos si me pongo a tener en cuenta a Fontenelle y su pluralidad de los mundos. Mundos debe haber muchos y de unos estoy más lejos que de otros. Pero no es de los mundos de lo que quisiera hablar, sino de la distancia. Aunque hay tanta distancia entre un Botín y un botón, que son dos mundos distintos por próximos que estén en el espacio. Parece mentira que el empleo más humilde en la banca sea el de “botón” y en la cima esté el “botín”. Puede ser que nos estén recomendando otro tipo de distancia, porque la “social”, lo que se dice la “distancia social”, es muy antigua y la veníamos manteniendo a rajatabla como mundanos que somos.
Lo que quieren imponer, creo, es espacio entre las personas, tierra de por medio, que es lo que recomendaban las abuelas para los noviazgos inconvenientes. Ahora parece que todos caminamos por la calle como novios o novias inconvenientes. Lo peor del asunto es que, más que ponernos a distancia del otro, nos estamos poniendo distantes del otro. Como inconveniente profesional que soy debo advertir, por pura experiencia, que no es imprescindible mostrarse distante para guardar la distancia. De hecho no hay amor más cercano que el desterrado. Sin embargo, nos está quedando el soslayo, el reojo, la tirantez y la displicencia. De tanto insistir en que “mirar” se convierta en sinónimo de “sospechar”, estamos acabando con los prójimos. Tiempos difíciles para cumplir los mandamientos.
Se guarda distancia de manera muy variada. Por ejemplo, usted coloca un “Majestad” al tratamiento y, por más campechano que se sea, la persona queda Corinna arriba, Corinna abajo, muy a trasmano. Tanto como si le pillara en República Dominicana. Tiene su guasa lo de “República” como para aposentar las reales posaderas con tranquilidad mayestática. No es menos mayestática toda distancia que hay entre la opinión pública y la publicada. No sabemos muy bien si el vástago VI empezó a ponerse distante o empezó primero a poner distancia; pero es muy visible que se trata de un espacio que une, no que separa. Porque, a pesar de su alianza con el vasallaje rojo, los azules tienden a azularse y lo sacrificios por mantener una corona o una Corinna pueden hacerse de muchas maneras. No hay que ser emérito para darse cuenta.    
El espacio no está sino en nuestra mente, si le hacemos caso a Kant. Y, si le hacemos caso a Einstein en su teoría general, entonces podemos ir silbando la relatividad con las manos en los bolsillos, sin mancharnos ni quebrarnos. Es decir; lo importante no son los dos metros, sino lo lejos o lo cerca que queramos estar de los otros. No habría manera de enmascarar la distancia si viniéramos entrenados en la empatía. No habría tapaboca que no fuera transparente a la sonrisa del espíritu, cuyos labios deben ir de mundo a mundo. Cada uno es un mundo, ya se sabe. Y hay muchos mundos por mi calle, por tu calle y por otras calles. No te calles.