Cuando empiezo a escribir este texto, no sé muy bien si
hablar de libros o de lectores. Quizás un libro sin lector no sea libro, y
hablar de lo primero es hablar de lo segundo, se quiera o no. Puede pensarse, -muchos
lo están haciendo- que en realidad sólo existe un libro en el mundo y esos
volúmenes que se venden o caen en nuestras manos son advocaciones. Es una idea
casi religiosa del libro que tiene proporciones de verdad muy altas. Lo que me
interesa de ellos en este escrito, es su munición. Todo libro lleva su tambor
repleto y, más aún, de principio a fin sus páginas no son más que cananas y
cananas de palabras. Toda palabra espera su momento adecuado para convertirse
en disparo y, no siempre lo hace a la primera. A veces hay que salir a cuerpo
de la trinchera mental en la que todos estamos a cobijo y exponerse con los
brazos en cruz al fuego a discreción.
A mí los libros que me gustan son los que me disparan desde
el principio. Los hay que me acribillan y todos me matan. Por eso adopté desde
muy joven la manía de subrayar lo que iba leyendo. En la montaña, en el
paredón, sobre todo en la carretera, suele señalarse con placas, con cruces o
con flores el lugar donde alguien, injusta o accidentalmente, encontró su
muerte. Mis subrayados también sirven, tiempo después, para saber dónde tuvo
lugar el disparo, la herida o la muerte. Todas esas cicatrices que marcan las
páginas, dan testimonio del estilo de mi lectura; van escribiendo otro relato
encima del libro y es un relato que habla de mí. Queda reproducido un diálogo
entre el autor y yo que se circunscribe al tiempo exacto en que tiene lugar la
lectura. Pero en la relectura lo que los subrayados propician no es tanto un
diálogo como una tertulia, donde nos sentamos varios. Mis subrayados
representan un yo antiguo que habla a través de sus marcas y se defiende frente
a un yo nuevo que también ha tomado asiento. Pero es que el autor tiene la
osadía de desdoblarse en función del desdoble del lector y, a lo que dijo en
aquella lectura, añade lo que dice en esta nueva. Somos cuatro en la sala.
Lo que quiero defender es el subrayado como apropiación
debida y no sólo del texto. Es cierto que cada raya proviene de un criterio
diferente, porque cada proyectil entra por un sitio distinto y no siempre se
está en disposición de exponer la misma parte de uno. Los que entran por la
razón, al cabo de un tiempo, no se reconocen como disparo y es que, lo que fue
una refutación novedosa o la instalación de una nueva idea hasta entonces
desconocida, no nos pilla descuidados en la relectura, y la sorpresa o la
emoción desaparecen. A veces tuvimos la suerte de encontrar el argumento que
nos descabalgó de alguna certeza equivocada, pero transcurrido un tiempo, esa
idea se instala y se hace tan nuestra que, en el subrayado, no encontramos más
que una confirmación o un refuerzo de lo que pensamos.
Otras balas entran directamente por el corazón. Las líneas
que provienen de ahí, a poco que se observen, muestran el temblor del
estremecimiento en el mismo trazo y, lo común es volver sobre el mismo
sentimiento una y otra vez, tantas veces como se lea. No queda en ese punto la cuestión porque,
como sucede con la poesía, lo que nos conmovió un día, si torna a herir de
nuevo, delata que el núcleo de lo que somos permanece inalterable, a pesar de
los continuos cambios de ideas y de pensamientos. Todo lo más, es que, el
cúmulo de vida que media entre una y otra lectura, haga sus estragos e
intensifique lo que experimentamos aquella primera vez. Es la ubicación en
el paso de nuestra vida la que hace crecer al libro en este caso. Por eso, los
libros leídos y subrayados, van adquiriendo importancia con los años y nos van
hablando de lo que un día fuimos, ahí alongados en el diván de sus páginas.