sábado, 22 de marzo de 2014

Adolfo Suárez dimite con carácter irrevocable.


 

           
A la hora en que las tazas del “café para todos” se están quedando sin un segundo reparto y ningún mandamás ha heredado esa mudanza que va del “puedo prometer y prometo” al “puedo cumplir y cumplo”, el Presidente Adolfo Suárez nos ha hecho llegar su carta de dimisión con carácter irrevocable. “Hay momentos en la vida de un hombre…” y también “hay momentos en la muerte de un hombre…” Téngase en cuenta que en ambos trances, lo repetido es “hombre” y es francamente difícil haberlo logrado en dos despedidas, sin manchar la sonrisa seductora. Ha tardado once años en ir olvidando la carta que nos ha presentado con una letra más borrosa en cada renglón. ¡Tenía tanto que olvidar, que nos legó su olvido! Primero los suyos, al grito de ¡al suelo, que vienen los nuestros! le enseñaron que era fácil olvidar las lealtades. El Presidente Adolfo, tan aplicado en aprender, aprendió la lección del olvido a fuerza de repetirse, una y otra vez, lo que no debía y lo que no podía recordar. La lista sería larga y los agradecidos serían muchos en el recuerdo y en la desmemoria. Probablemente más en la desmemoria. Ha sido tan productivo su olvido que ha facilitado el recuerdo espurio de una caterva de figurantes y tramoyistas. Los elogios de hoy fueron insultos ayer. No le quedó otra al Presidente Suárez que beber repetidas veces del mítico Leteo para postergar a los que lo habían postergado. La trágica sucesión de episodios luctuosos en su familia hizo el resto. ¡Malditos los reconocimientos tardíos! Curioso, cuanto menos, es el eslogan de esa manifestación multitudinaria de hoy: “marcha por la dignidad”, de cuya expresión pueden colgarse las dimisiones del Presidente que siempre se nos “marcha por la dignidad”. La primera fue por la dignidad política y la segunda por la dignidad biológica. Su propuesta transformadora fue “de la ley a la ley” en el tiempo en el que era la mejor opción de cambio. Hoy la ley fisiológica pide cumplirse escrupulosamente, de la ley de la vida a la ley de la muerte, dejándonos la huella de un hombre de Estado, que probablemente haya llegado a la convicción de que su renuncia a su puesto en la vida es más beneficiosa para él que su permanencia. Sus palabras de ayer se entonan igualmente hoy para esta transición sin retorno. Nos está presentando la dimisión con carácter irrevocable para iniciar su trasformación definitiva de lo físico a lo metafísico, y hemos de otorgar nuestra consideración porque aquí ha cumplido con total solvencia sus encargos. Olvide en paz, descanse en paz, Sr. Presidente.

martes, 4 de marzo de 2014

La erótica de las esdrújulas.


 

           
Yo me acuesto con las palabras como otros se acuestan con sueño. Me gustan sobre todo las esdrújulas, con sus entonaciones pizpiretas. Como a uno no le alcanza para necesidades vulgares, acaba atrayendo las extravagancias de la lengua hasta la misma almohada. Las que más abundan son las llanas en manoletinas, muy al uso de lo corriente y moliente. Yo veo una llana y se me ponen las exclamaciones con sus puntos revueltos. Las agudas, en cambio, cargan con un peso descompensado y eso las reputa a los ojos de la rima, por ejemplo. Sin embargo, cuando veo una esdrújula encaramada en esa hermosura fonética, entono el Ah! de las cosas. Por alguna pulsión gramatical o tara ortográfica sin diagnosticar, mis trazos son suyos. La inclinación de las letras verticales se rinde en pleitesía y adoración, si cabe. ¡Oh esdrújulas mías! Qué mayor gozo ese de tomarla delicadamente de una mano y, con la otra, levantarle la sílaba tónica hasta acariciar la tilde superpuesta y advertir tensamente la humedad de las bilabiales y el amoroso temblor del pronunciamiento. Después entretengo la lentitud en ir quitándole una desinencia tras otra. Los plurales caen sin apenas desabrocharse, tan levemente púdicos desean la extradición, que ayudan en esa parsimonia precipitándose al espacio interlineal. En este punto y seguido siento un especial placer en solicitarle al oído: ¿”por qué no vas deshaciendo el diptongo, amor mío”? No veo prescindibles todos los fonemas, así que aquellos mudos como transparencias que conquistan una aspiración, los dejo a propósito de un embellecimiento superlativo. Los singulares, por el contrario, no se dejan arrebatar tan fácilmente; pero ya no tapan nada, sino que descubren los mensajes encriptados de la piel del lexema. Así que la esdrújula se va volviendo caligrama de a poco. Primero retuerce los monemas más elásticos y después extiende los más sonoros a lo largo de un silencio, componiendo una figura lujuriosa y deseable. Entonces es cuando nos disponemos al gerundio como agua que va al sediento. Apelamos a la conjunción copulativa que irónicamente pregunta: ¿”Por el sufijo o por el prefijo”? ¡”Por las fricativas”! –respondo- “y no te rías”. Y nos verbalizamos en asonantes primero y en consonantes después, confundiendo las débiles y las fuertes, las abiertas y las cerradas, las dentales, las palatales y las velares. No confundimos las líquidas porque se nos escurren por el morfema mancillado. Al término se nos caen por la mejilla los puntos de las íes de pura felicidad, y es cuando ella me subraya y yo la entrecomillo tiernamente.

martes, 10 de diciembre de 2013

En este momento, Mandela, "el gran hombre negro".


Lo que probablemente corresponde escribir bajo estas líneas es un párrafo de largo silencio. La muerte de Mandela viene a desalojar las conciencias de los hombres de esos descabalados ruidos del odio. Al sobrevenir un vacío de maldades aparece el silencio de los aprendices, que ya es un primer gran paso. Madiba ha sabido “metaescribir” su legado prescindiendo de las palabras y ha colocado sobre el tapete del planeta un par de enseñanzas indiscutibles: la voluntad y los actos. Es un novísimo “mutus liber” donde beber la alquimia para convertir el plomo en oro y los deseos en realidades. Ahora “el gran hombre negro” va y se muere, que era lo único que le quedaba por hacer para estar más vivo. Siempre fue un hombre brillante (bastaría decir que fue un hombre) y en esa tarea de hacerse más presente en el horroroso mundo de hoy, cuando más se necesita, va a conseguir, con su fallecimiento, una eficiencia espectacular. Con el simple gesto de dejar de respirar va a desvestir, con un solo golpe de mano, a las hordas políticas del planeta (García Montero titula su artículo: “hipócritas del mundo: reuníos”). Si no fuera por las consecuencias fatales que acarrea la indigencia moral de los gobernantes, la cosa tendría su gracia. Véase cómo casar, pongo un ejemplo mínimo, la reivindicación de la herencia de Mandela con las “concertinas”. Lo que tiene gracia es la contundencia con la que Madiba, al morirse, les ha llamado imbéciles, a sabiendas de que el tonto siempre acude cuando lo llaman por su nombre. Allí estarán todos, desnudos y expuestos,  como hermanos del espíritu libre sin conciencia del pecado, al pairo de quienes sentimos la indignación y la vergüenza de contemplar que siempre les toca a los mismos pedir perdón.

 

Aire nuevo.


Como el musgo frío en las rocas sombrías,            

brotan las juventudes vencidas

sobre el lienzo de bocací, que son mis manos.

 

Allí se extienden,

oleaginosas,

las claridades postergadas de actos lejanos,

donde jamás estuvimos,

donde nunca nos hospedaron.

 

Hoy sangran dulcemente,

como ciruelas maduras,

o como el resplandor del vino,

en la boca de la lujuria.

 

Mis juventudes perdidas

callan a voces un aleluya.

 

Aquí en la cima del tiempo,

donde la sombra comienza a descender las horas,

bosteza tan distante la distancia,

está tan lejos lo lejos,

que apenas un rumor alcanza a descubrir,

que hay aire

y que el aire es nuevo.

domingo, 27 de octubre de 2013

A la sombra de las muchachas en flor. Marcel Proust.

           
Probablemente la lectura de la obra de Proust se haga siempre al abrigo de una sombra. Propio de su estilo literario es el tamiz difuso que elabora con su escritura alambicada y preciosista. Por eso, en su segundo tomo de “en busca del tiempo perdido”, “a la sombra de las muchachas en flor”, la expresividad del título dé medida del tempo y la recreación de una vida que, lejos de haberse detenido en el pasado, reconstruye una y otra vez un crisol de infinitas notas del presente. Una inclinación aristocrática y un gusto por el refinamiento social no impiden a Proust manejar hábilmente la avalancha de sentimientos alrededor de sus primeros conatos de amor. A pesar de los oropeles y poses del mundo snob en el que se desenvuelven sus recuerdos, el autor queda instalado en la intrahistoria de las motivaciones que el alma de las personas que le tratan poseen. Un delicado amaneramiento del lenguaje es premonitorio de su tendencia a deleitarse en la jurisdicción de lo femenino. Delicadeza que suavemente hace contrastar con un desdén hacia lo masculino. Tal vez en eso, su propia biografía haya acuñado su personalidad literaria. Las muchachas en flor objeto de sus voluptuosidades adolescentes son un festín de elegancia en las remembranzas de Proust. Una enorme panoplia de matices minúsculos en la prosa descriptiva de sus reacciones amorosas, relajan el discurso vitalista y lo dotan de una musicalidad parsimoniosa y dulce. En esta obra, de trazos musicales, se va dejando en secreto íntimo del lector las partes de una añoranza propia, y rítmicamente se van engarzando los fundamentos sensibles de toda memoria personal. A la sombra, pues, de la realidad que le enfrenta y le refleja, Proust, construye su interpretación interior dotando de vida subjetiva cuánto transcurre a la luz. Su retraimiento no es sombrío al modo de oscuridad o tibieza, sino que es resguardo de íntimo fulgor de juventud. Así el estilo cultivado de observación y la pulcra elaboración sobre las anécdotas de su vida, dibujan un cuadro interior de factura bellísima y atraen amablemente la mirada inquieta de quienes buscan en el fondo de la novela un resorte mnemotécnico de sus nostalgias. La dimensión histórica de la obra se apoya en el torrente caudaloso de datos de la época, concerniente al status social del autor; pero más que el retrato de unas condiciones de vida, se plasma prodigiosamente, el colorido de la pátina que impregna la mentalidad en los hombres y mujeres que van desenvolviéndose en la memoria de Proust. Además de los usos y costumbres reflejados, la obra posee el valor de describir las razones que fundamentan esos comportamientos y quedan exhibidos los esqueletos morales que dan cuerpo a una sociedad francesa totalmente expuesta.           


jueves, 30 de mayo de 2013

La eternidad a partir de Rimbaud.



           
Hay un poema de Rimbaud que me llama poderosamente la atención que dice: “¡La hemos vuelto a hallar! ¿Qué? La eternidad. Es la mar mezclada con el Sol”. Los humanos somos engendros rarísimos que, además de inventar la eternidad, inventamos la poesía para hallárnosla a la vuelta de la esquina, ya sea con mezclas de sol y de mar, ya sea con mezclas de nanas y cebollas. La verdad es que el verso sobrecoge porque dibuja una aspiración tan común como evanescente. Sé lo que es el tiempo; pero cuando me lo preguntan ya no lo sé, decía San Agustín. Es de una estupidez tan bella que da risa, aunque se trate de la risa helada que cristaliza en  ráfagas de lucidez. Este verso no solo se las trae, sino que se las lleva. Su fingida sencillez esboza la sabiduría punzante de la noción esotérica revelada; el hallazgo y la eternidad. Son concepciones de amplio espectro, inherentes a un tipo de perspectiva alejada de la lógica racional, valga el maridaje lingüístico. El relumbrón de la sabiduría que exhibe lo es por la deliciosa lógica irracional, solo al alcance de la dulce locura de los poetas o los tristes. Y, sin embargo, de una lógica tan humana como el sentimiento de inmortalidad. Ahí radica la segunda potencia del verso: su fuerza. La eternidad contiene toda la fuerza del tiempo y además todo el tiempo. El hallazgo es un encuentro con el “Todo”. La fuerza está en que se produce una disolución del yo en una eternidad resplandeciente representada por la mar mezclada con el Sol. Es el sentimiento trágico de la vida que tan magistralmente describiera Unamuno.  Muestra la aspiración humana tendiendo a la disolución con el cosmos y la trascendencia, impulsada por un deseo angustiado de persistir eternamente; pero que no encuentra asideros racionales para sustentarse y sucumbe a las alas de la voz  poética. Busca la religiosidad del anhelo de perpetuidad y la encuentra en la tercera potencia del verso: la belleza. Porque, al margen de lo que sea en realidad la belleza, nadie elude esa cualidad en un mar mezclado con el sol. La simple contemplación imaginaria de una geografía que enseñe el paisaje de un mar  inmenso mezclado con un sol inmenso, apacigua el alma, que es una de las misiones, si no la única, de la belleza. Y el poema de Rimbaud posee esa virtud de serenar no sin desasosegar antes, alzándose sobre las tres columnas que lo elevan: la sabiduría con que se construye, la fuerza con la que se sostiene y la belleza con que se adorna.      


miércoles, 29 de mayo de 2013

Investigadores vejados.


           
El desprecio que el estado español está ejerciendo sobre las ciencias y sobre la investigación ha alcanzado el grado de vejación. El salto cualitativo tiene lugar cuando la humillación presupuestaria se consuma contra los discursos políticos. El gobierno no escatima elogios ni bendiciones a la investigación y a la ciencia. Esta práctica también le pertenece a la oposición, que no es más que el mismo gobierno sentado en otra bancada, dicho sea con el ánimo de hacer constar que nos hemos dado cuenta. No hay discurso (por llamarlo de alguna manera) que no resalte los valores inherentes del fomento de la investigación. Unos y otros convienen en el potencial desarrollo que generaría una política adecuada, pero olvidan que las concepciones metafísicas de la sociedad se concretan en la cifra presupuestaria que se coloca en una casilla. Habiendo escogido sibilinamente estos olvidos, no olvidan, en cambio, recurrir una y otra vez al mantra de los tiempos: I+D+i. El acuse de la vejación se produce cuando se asiste a una urdimbre argumentativa verdaderamente bien fundamentada. Ninguna institución del estado esconde su admiración de la excelencia alcanzada por nuestros investigadores, sencillamente porque lo contrario no estaría en el ámbito de lo políticamente correcto. Ninguna institución se opone a considerar que la mayoría de los avances científicos comportan uno a uno mayor transformación social que bibliotecas enteras de legislación. La excelente reputación que un científico posee para los ciudadanos de nuestro país, mucho nos tememos, está siendo usada por los aparatos del estado para cubrirse de gloria –los hay que se pasean por los centros para darse un baño de batas blancas-. La vejación, insisto, consiste precisamente en esa puesta en escena cínica que exalta un valor aniquilándolo después en los presupuestos. La comunidad científica no es estúpida, precisamente son los primeros de la clase, y su fortaleza intelectual que les da para darse cuenta de esta tropelía, también les da para aplicarse arduamente en sus menesteres sin muchas distracciones. Da la impresión de que se conforman, pero quiero pensar que en algún laboratorio hay algún becario o contratado en precario que está a punto de descubrir o inventar alguna fórmula magistral, para que los cínicos se vayan a la mierda sin necesidad de que se les mande, por una cuestión de educación, claro.