sábado, 1 de marzo de 2025

Misas de “matiné”.



 

De las muchas misas que me dieron, recuerdo con particularidad muy pocas. Sucede que, de mucho repetir la misma ceremonia, uno deja de prestar la preceptiva atención. En cambio, a pesar de que transcurra mucho tiempo, si vuelve a la misma ritualidad, se sorprenderá recordando, paso por paso, todo cuanto va representándose. 


Suele entrar el sacerdote, bien desde algún lateral o por el camino central, ataviado con sus paramentos y haciéndose compaña de algún monaguillo o coadjutor que le procesione la cruz. Al mismo tiempo queda envuelto el momento por un canto o una música solemne. Los feligreses se ponen de pie para respetar y elevar el inicio de la ceremonia. Investido el Templo de la sacralidad inaugural, el cura dice unas cuantas palabras a modo de principio y manda sentar a la feligresía. Los parroquianos permanecen en actitud aplicada, pero si debo juzgar por lo que a mí me pasa, creo que es ahí cuando uno se pone a pensar en sus cosas. La retahíla subsiguiente, rezada o entonada como una tabla de multiplicar, suena a mantra y poco apunta a la significación que debiera. 


La abuela pensará en su nieto y en la pieza de hueso que le falta para el puchero y que, de camino a casa, habrá de comprar en la tienda de Miguel, que los tiene mejores que en la carnicería porque, desde que ya no están los padres, despachan peor género por tal de ganar más sin darse cuenta de que están perdiendo la clientela de toda la vida. 


El señor, que al entrar olvidó la vieja cortesía de descubrirse y por eso fue demandado, se toca una y otra vez el bolsillo preparando la calderilla que depositará en el cepillo. Se está dejando llevar por una duda neurótica y no sabe si echar más o echar menos, se debate entre la exhibición de un billete y la practicidad de una moneda pequeña. Todavía no ha comprado el periódico. Es decir, no ha comprado su costumbre dominical que se completa con otras añadiduras como el vermut de media mañana y un papelito de almendras. Lo que persigue con estas cavilaciones es resolver el asunto de la prevalencia entre la satisfacción del mundano deseo de tomarse el vermut, o la descarga de conciencia por ayudar al sostenimiento de, nada más y nada menos, la Santa Iglesia y todo lo que eso conlleva. 


El cura sigue en lo suyo entre cierres y despliegues de abanicos españoles que, haciendo el ruido de persianas, están entregados a la misión de hacer pequeños vientos individuales que, juntos, hacen brisa y dan alivio tangente. 


Dos niños, obligados de pura obligación, acaban de ser separados por su madre que los ha tenido que colocar uno a cada costado para que se aquieten. Se pisaban los zapatos relimpios apoyados encima del reclinatorio y, aparte de estar mancillando los betunes recién untados, ya habían llegado a los empujones y pellizcos, con algún que otro gemido y llamada de atención incluida. Así que los dos están ajenos a lo que la ceremonia les ofrece y muestran sus marcas enfurruñadas por todo el cuerpo. 


Una muchacha joven se hace la devota y pone cara de estar comprendiendo la simbología de los actos. Es una muchacha buena por herencia y devota por tradición. No deja que el leve roce del novio exprese la menor eroticidad por inocente que venga. Le aparta la mano una y otra vez de la suya. Si el roce fuera un suave trámite de religiosidad o bien una promisoria intención de unión espiritual, no sería rechazado. Pero la buena moza no es capaz de entender que el sello que las pieles dan cuando se acoplan, transciende el aspecto erótico y el sentido instintivo. El rechazo de la caricia delata el error de pensamiento. El novio no presenta reclamo, sino docilidad y, está, digamos, con presencia de ánimo solamente por dar complacencia y se recoge de buen grado. Lo que ocurre es lo mismo que nos sucede en el pie cuando escuchamos una canción pegadiza. Se nos pone solo a marcar el ritmo, como en un llamado al resto del cuerpo para que lo siga. Pues así, el novio, con pequeñas y cortitas aproximaciones, deja ver un deseo musical intenso que le descubre queriendo bailar toda la pieza, que son llamados a la mística. 


Detrás mía hay una señora que reza. Tiene los ojos cerrados y habla una oración dentro de un monótono susurro. Le importa muy poco el curso de la misa. No la vimos ponerse en pie al paso de la comitiva. Su misión, eso parece, es respirar la santidad. Se parece a “La Pasionaria”. No se ven muchos jóvenes. Era de esperar. 


Llega otra parte del acto y hay que volver a levantarse. Los bancos de madera dan sus crujidos a viva voz y el ruido, que dura muy poco en su trajín, tapa la palabra del cura y la misma palabra de Dios. Los hombres suelen cerrarse la chaqueta y agarrarse las manos por delante, modositos como niños buenos. Las mujeres dejan el bolso sobre el asiento. Suenan las asas metálicas, las pulseras, los abalorios, y los abanicos hacen las veces de chivatos de los distintos grados de impaciencia. Hay una legión de feligreses que solo mueven los labios y no se saben los rezos. Pronuncian un galimatías de sílabas anárquicas que les deben servir como los comodines de la baraja. Sirven para un “lo tenemos levantado hacia el Señor” como para un “con tu espíritu”. Y es la réplica cabal de cuando dicen en casa: “Mari, apaga la olla que se nos quema”. Lo que sí suena con profundidad de trueno es el “amén”. El amén va cerrando etapas y acelerando el proceso, por eso conviene estornudarlo bien claro. 


Metido entre importancias, se trivializa el paso del cepillo, cuya función celestial, entiéndase, no es recaudatoria según las escrituras, sino fomentar la caridad en papel moneda, eso sí. Un cristiano pone su caridad enrolladita, que se vea bien, que se vea que va en pliego y no en metal. Una señora no encuentra la moneda en el último momento y, cuando la cestita está dando su requerimiento dos bancos más atrás, la hace retroceder para depositar “urbi et orbi” bajo el foco de la excepcionalidad, su simpática piedad y su espectacular “qué bien estoy quedando”. Un niño le pide a su madre una o dos monedas de las atribuidas ya al fondo eclesial y, depositándolas, ve cumplida su entidad como persona, partícipe en plano de igualdad con los adultos. Rumia su virtud en recogida postura en su sitial, visiblemente satisfecho. 


Después podemos ir todos en paz y buscar la huida con caritas de Santos. 

domingo, 23 de febrero de 2025

DOMINGO


  Es temprano y es domingo. Se nota que es domingo por el ruido. Este día de la semana suena distinto. Le cuesta amanecer. El pleno día es el pleno ruido. Manuel Vilas dice que llegará un día en el que el silencio nos costará dinero. Habrá que pagar el silencio. Sólo los pertenecientes a la clase social adinerada se podrán permitir ese lujo. El resto nos volveremos locos por tener que vivir en medio de un ruido ensordecedor. Hay algo de misticismo en los domingos. Sobre todo a primera hora. Puede ser que hoy estén dormidas todavía muchas más personas que en otros días. Puede ser que, de alguna manera, los sueños de toda esa gente se diluyan dentro del aire y, todos respiremos ese aire y también esos sueños. 

En mi casa, la larga noche prolonga sus brazos en todas las habitaciones. Aunque la luz asome a través de los cristales, la oscuridad de la noche deja sombras pegadas en el silencio. Suena un interrogante. La soledad, el silencio y la oscuridad son hermanos, hijos de una misma deidad. Cuando se alargan, adquieren forma de preguntas. Si hoy muriera alguien, se contestaría esa pregunta. La muerte es una respuesta. 

El domingo por la mañana es una promesa. Me cuesta pensar qué voy a hacer con todo el día. Querer no obliga a seguir queriendo. No he querido decir eso. Lo que he querido escribir es que nadie está obligado a querer. En cambio, cuando quieres, has adquirido una obligación. Nadie habla de que las semanas desembocan en un domingo obligatorio, cosa que le quita “dominguez” al domingo. No se puede hacer nada con eso. No depende de nadie ni de nada que durante veinticuatro horas todo quede empañado de domingo. Hasta los espejos -ese artículo que tantas buenas metáforas ha servido para gloria de la filosofía y la literatura- reflejan antes que el rostro la tozuda peculiaridad. ¿Quién no ha escuchado el ladrar cansado de los perros en domingo? Pues hoy es ese día. Es más suave que los otros. Es más lento. 

Naturalmente que amar es un suceso, pero, si amas, deja de ser un accidente y es un empleo donde no existen los domingos. Aunque hay mucho de domingo en el amar. Lo digo por el silencio, lo digo por la lentitud, lo digo por la suavidad. No hay domingo sin su lunes; esa va a ser su desdicha. La lucha consiste en perseverar en la misión mientras nos dure el festivo, pese a que la pelea festiva es el combate de la calma contra la serenidad. Nos da igual vencer que ser vencidos. 

Ahora mismo se acaba de romper el silencio con un ruido del siglo XIX o, todo lo más, de mediados del XX. Un coche de caballos hace sonar sus ritmos de trote bajo mi ventana. Esta vuelta al pasado dura unos segundos, lo que tarda en marcharse (no sabemos a qué otro siglo), pero deja toda su época en la atmósfera y por eso es domingo también. No ocurre los días ordinarios. Todo está en calma. Yo mismo estoy aquejado de calma, de ahí que mi cerebro renquee a estas horas y se esfuerce en poner en claro lo que está pensando. El domingo me ha contagiado. Me digo, sin la menor convicción, que el amor es más calma que tempestad y, sin embargo, deseamos la pasión. La deseamos mientras no nos toque, eso también. Hay algo diabólico en eso. Tiene su lógica. Nada existe si no tiene su contrario. No tiene sentido la ausencia si no hemos experimentado la presencia. El sentido de las cosas viene de su contrario. 

Sigue siendo en este momento un domingo absoluto, distinguido por sus flancos laborables. ¿Cuáles son los flancos del amor? Es una pregunta tonta, pero no hay ninguna respuesta tonta a esta pregunta. La pasión es un modo de amar, el odio también. Da la sensación de que no tiene contrario. Se puede parecer mucho a la inexistencia. Lo contrario de amar es no existir. Me temo que esto lo estoy pensando en domingo, en el epicentro del domingo y todo cambiaría para el miércoles. Hasta el pulso ha contraído este apaciguamiento de los días festivos. 

El aleteo de una tórtola, de repente, me enseña que seguía en silencio. Sirve para subrayarlo. En el papel pautado los compositores escriben con un signo un silencio, el silencio. En los libros, los escritores no anotan el silencio, no hay renglones con silencios escritos. Hay entrecomillados, hay paréntesis, hay negrillas, hay cursivas, pero nada, ningún signo viene a decir: esta palabra, esta frase te la callas, léela para alimentar el silencio, léela para borrarla inmediatamente de la lectura. El silencio fecundo es el que no calla nada, es en el que se dicen todas las cosas decibles, pienso. Luego está el otro silencio que es un callarse. El amor es silencio nuclear. Todos los grandes pensadores, todos los grandes espiritualistas, han querido explicar su gramática, la gramática del amor, pero faltan los signos ortográficos para atrapar al silencio. La música sí lo hace y lo deja en secreto. 

Se acaba de marchar la tórtola. El sol está bañando de oro los metales y los ruidos de la calle. Los domingos baña de lado. Los demás días puede que también, pero no me he fijado. Dicen que las tórtolas anuncian algo y son más precisas que el calendario. No creo en los calendarios. No creo en el color rojo que marca a los días festivos. Sí creo en la calma. Sí creo en el silencio. Sí en la suavidad. 

Debe haber alguien ahí detrás del telón. Mañana subirán el telón, pero eso no quiere decir que hoy no haya nadie. Están todos en su domingo, que es una espera sin angustia. Ahora un perro ladra solo una vez, igual que un campanario da la una. Se me ha quedado el coche de caballos dentro del bolígrafo y por eso estoy escribiendo al trote, cuando mi deseo es escribir al paso. Tiene que haber un modo de atrapar la lentitud y entregarse a ella. Tiene que haber un modo de emparentar estos días con el más allá. Los domingos tienen algo del más allá. Lástima que algunos piensen que es por el rojo del calendario. ¡Es por la tórtola, idiotas! Está tan claro que resulta ridículo escribirlo. Es tan ridículo escribir tantas cosas…, con la falta que hace, de una vez por todas, inventar el silencio en la escritura. Pasaríamos los domingos, alongados en nuestro diván, leyendo silencios con un libro en nuestras manos y algún vuelo de tórtola y algún siglo XIX que trotara y, sobre todo, flanqueados, muy flanqueados, ahí en el sitio, intemporales y flanqueados.