martes, 2 de mayo de 2023

¡Lectores del mundo, uníos!

Que Cervantes, hombre que pasa por culto sin haber leído El Quijote antes de escribirlo, nos dé una lección de lo que es un escritor, no nos extraña. Tendríamos que desprestigiar una de las mejores obras de la literatura universal para hacer caer la figura de escritor gigantesco que representa. Entre otras notas que caracterizan a una obra clásica, voy a fijarme en la que, convendrán conmigo, puede ser la más llamativa. Una obra clásica es una obra viva. Desde su nacimiento ha ido alimentándose de las lecturas que se han hecho y, por supuesto, de las aportaciones que cada gran lector ha dejado gracias a la obra, enriqueciéndola. El Quijote no es el mismo antes de la “Meditaciones del Quijote” de Ortega y Gasset.  Quien se acerque a la obra tan reputada en estos días, debe saber que, siendo el mismo libro que fue publicado en 1.605, ha experimentado un continuo crecimiento desde entonces. Cervantes, al escribir El Quijote, está elaborando una interpretación de los libros de caballería que ha leído. Y, como lector de esos libros, nos regala su visión dentro de la gran obra que escribe. Antes lector que escritor.   Las mil formas de abordar el Quijote no salen de la nada, ni de ningún protocolo de lectura que nos aconsejara su autor. Son perspectivas, si bien es verdad que de personas instruidas, enjaezadas desde la condición de lector. Aquí es donde quería llegar; al lector. Los grandes figurones literarios de la historia han gozado de gran reputación gracias al demostrado virtuosismo de su ingenio, de su arte o de su inventiva y que ha quedado reflejado en sus respectivas obras. Conviene hacer notar lo siguiente: la buena literatura es el resultado de un buen texto en conjunción con un buen lector. Es hora ya, quizás la mejor hora, dadas las circunstancias, de darle al lector su posición hegemónica en la larga cadena libresca. En España, solo conozco este fenómeno en España, el delirio editorial y el delirio “amateur” de los escritores de poca monta se nos ha subido a la chepa. Un disloque que tiene lugar bajo una atmósfera enturbiada donde no hay nadie con capacidad de sacrificio suficiente para decir que, esta o aquella obra, es un auténtico bodrio. Dar la vida por la patria, bien, pero soportar un linchamiento seguro de la mano de la legión de los mediocres, a ver quién es el lector que lo aguanta. Parece que es obligatorio dar las correspondientes genuflexiones y espaldarazos para no quedar mal. Es lo que viene llamándose “buenrollismo literario”.

Mucho antes que Ortega, y al margen suyo, se puede formular la siguiente idea: la literatura es una filosofía mayor porque encumbra el pensamiento a la categoría de “cambiante” y el filósofo no suele darse cuenta. E.M. Cioran lo escribe con mucho más gracejo. “A veces hago afirmaciones totalmente insensatas y me lo echan en cara. Puedo decir perfectamente: mire, también digo lo contrario; basta con que pase la página”. En la buena literatura se dan la mano el escritor y el lector. Hay que precisar, también, que el binomio escritor-lector es una dialéctica que tiene ya lugar en la sola figura del escritor. Dicho de otro modo, es muy difícil encontrar un buen escritor que no sea buen lector. La plaga de nuestro tiempo es que han caído de no se sabe dónde, escritores como langostas, que harían muy bien en seguir escribiendo para sí o para sus allegados, pero que no nos estorbaran en las librerías. No porque no tengan derecho a escribir, sino porque tienen la obligación de leer y se les nota que no. Esa literatura como “filosofía mayor”, que es producto de una licencia lingüística que me permito, suele ir bordando el paño de Penélope con dejación de numerosos hilos de donde tirará el lector avezado o, como establece la mitología, esperará a la noche siguiente para hacer la nueva lectura que tiene un paño nuevo. Y, como todo es movimiento, en una buena obra no habrá ninguna idea estática mientras haya un lector que impulse el dinamismo inherente. Para eso, la buena literatura debe acopiarse de buenos lectores que no den por cerrado ningún pensamiento. A veces, la filosofía pura, crea unos tratados monumentales inconmensurables a partir de una primera frase, que tienen que explicar y no contradecir en ningún momento. Ocurre lo contrario en la literatura, no hay que forzar ninguna coherencia y ningún pensamiento queda cerrado, sino expuesto a la visión culta de quien se acerque a la obra y la interprete a su manera. Hay que empezar a hacerse fotos con los lectores; escasean y ya van teniendo mucho más mérito que los escritores.      

 

martes, 18 de abril de 2023

PALABRA DE ASMÁTICO.

 

Los alérgicos tenemos experiencias inefables varias veces al año. Las experiencias son de por sí inefables, que se lo pregunten a los místicos y a los guillotinados, valga la distancia, si la hay, entre unos y otros. Respiramos una densidad etérea en esos días. No encuentro otra manera peor de explicar la sensación de estar respirando leche condensada. Imagino que tanta pesadez y tanta viscosidad pasan directamente a la sangre. Vengo a suponer que las células, atiborradas de esa alimentación añadida, aumentan su peso y su talla como así los glóbulos, que se distribuyen, engordados, por todos los órganos y llegan al cerebro donde engordan las ideas y las hacen más pesadas. Tal es el volumen de las partículas neuronales y la densidad de los impulsos energéticos, que las asociaciones entre ellas se vuelven lentas y cargadas de lastre. Los caminos que componen las redes viarias de los pensamientos se estrechan y no caben los de ida y vuelta al mismo tiempo.

De la tal  pesadez se apiadan los estornudos que, por impulsos de gratitud, mandan a la atmósfera buena parte del yo y, mientras lo van acostumbrando a la unión con el todo, consiguen cierta ligereza momentánea. Pero las ideas de un alérgico, diga lo que se diga, son para venderlas al peso. En estos días las cervicales, por tal motivo, se resienten. Todo el mundo sabe que para tener unas cervicales sanas hay que decir que sí el mismo número de veces que no. Para decir que “no” hay que ser más inteligentes que para decir que “sí” y, en estos días de plomo, los síntomas manifiestos son de un afirmatismo insoportable. Cuando el torrente de síes alcanza cierta envergadura el cerebro se seca mucho más que leyendo libros de caballería y deviene un quijotismo primaveral que tiene su origen en el polen, pero que le viene muy bien a los amigos para llamarte “el primaveras”. La inteligencia es ligereza, no cabe duda y, si un “no” inteligente supone un peso momentáneo y un “sí” torpe un alivio inmediato, basta dejar un tiempo de comprobación.

Con los pulmones ocurre algo parecido al número de “síes” y “noes” y es que tienes que tomar aire el mismo número de veces que lo expulsas porque, o mueres de un estallido, o te embalsamas al vacío como los arreos para el cocido de Carrefour. Es decir; la paridad es una condición de salubridad biológica y de equilibrio psicológico. Los asmáticos por alergias, que somos los fijos discontinuos de los asmáticos y no sabemos si contabilizamos entre los crónicos o los agudos, de tanto cargar con la lentitud y el peso de la cesta de neuronas de temporada, cuando nos alivia la época estacional, se nos ponen los pensamientos a levitar primero y a desplegar las alas después. O sea, que se nos van de las manos. Ni cuando nos pesan ni cuando nos aligeran. O tenemos retención o deshidratación de ideas, cosa que pasa desapercibida a quienes no son de alergias varias. Hay que salvar a Proust y a Dickens siempre.

Cuando, por razones de azar, coincidimos varios asmáticos en un salón y es primavera, la atmósfera se cierra en nubarrones que acaban en lluvia torrencial e inundaciones doctrinales –que son las que pesan más-. Pero cuando no es primavera, la volatilidad argumental, a lo más que llega, es a la formación de una neblina transparente que ya la quisiera cualquier tarambana. Los tertulianos, por ejemplo, parecen convalecientes de alguna primavera cuando hablan, pero estos son crónicos.  De tanta liviandad o gravedad, según los alérgenos circundantes, algún entrenamiento de cervicales tenemos los jadeantes, no sólo porque vayamos contando los síes y los noes, sino porque la presión y la depresión, como todo el mundo sabe, curte los músculos del cuello y los prepara para el misticismo de la guillotina. Acoplas la cabeza diciendo que no y cae al canasto con un sí definitivo y último, pero el verdugo las pasa canutas, mi querida psicoanalista. Palabra de asmático.   

viernes, 31 de marzo de 2023

¡Ay, Don Ramón!

Nada más antiguo que un periódico de ayer, reza un aforismo con más fundamento cada día. Del presente a la antigualla transcurren pocas horas, no hace falta que pasen días, aunque cualquiera sabe si los días han bajado de las veinticuatro horas. Los tiempos avanzan que es una barbaridad, cosa que ocurre desde la entonación de alguna zarzuela (zarzuela queda dicho sin ánimo regio) y es posible que sea una afectación crónica del cronos con la que convivir. En momentos históricos como estos, en los que la realidad pasa a una velocidad parecida a la que llevan los poster de telégrafos vistos desde la ventanilla de un tren, ¿quién se acuerda ya de la moción de censura perpetrada por el Sr. Tamames? Un hombre que aún guarda vestigios de su antigua fealdad y que, al hilo de sus aprendizajes, sigue enseñando a los nuevos economistas los secretos de la economía y el feminismo de Isabel la Católica. Pero en aquella lejana época de la moción de censura, en pleno periodo cultural del reciclaje, nos habló todavía con ideas que no han pasado por el contenedor verde y las ideas, como los vidrios y los plásticos, deberían reciclarse al menos tanto como se reciclen los tiempos. La “Ley universal del aprendizaje” dice: “Toda persona, toda organización o toda sociedad, para sobrevivir, necesita aprender al menos a la misma velocidad a la que cambia su entorno; y si quiere progresar tendrá que hacerlo a más velocidad”. Nos debe saltar a la vista que dentro del aprendizaje una porción importante está ocupada por la acción de desaprender, ejercicio que se confunde con olvidar cuando no es lo mismo. Por eso cuando la censura al gobierno cristaliza en el nombre de Tamames, creí que asistiríamos a un choque generacional entre padres e hijos, o paradigmático entre maestros y discípulos y albergué la esperanza de ver en el combate una lucha dialéctica entre dos tiempos políticos que se mueven en el mismo escenario. Supuse que de la mano incorrupta del candidato vendría la adjetivación del lenguaje, la matización, la reserva intelectual de la filosofía política, la cultura general que tan brillantemente exhibió Tierno Galván, pongo por ejemplo. Supuse que en la oratoria como en la democracia la forma es el fondo y tendríamos ocasión de contrastar dos modelos discursivos, uno de ellos vulgarizado, el otro cultivado. El vulgarizado centrado en el Ethos o en el Phatos, el cultivado centrado en el Logos.  Supuse que, en un clima mediocre de neblina que impide ver con claridad el camino que seguimos, se precipitaría un aguacero que aclararía y despejaría el horizonte. Supuse, ya veo que ingenuamente, que la visión ancha del país que enlazaría con Ortega, Menéndez Pidal, Machado, Clara Campoamor o María Zambrano entraría en el Parlamento como un madrigal entra en un adolescente: por el pecho cuando no por la sien, según el caso. En cambio, pudimos ver la envergadura del olvido y el vacío infinito de las certidumbres.  Se equivocó la paloma. Se equivocaba. Que se la llevó al río creyendo que era mozuela, pero el censurado tenía marido o programa o idea de país para el futuro. Supuse que, quien tiene todo perdido sólo puede ganar y, aunque numéricamente la investidura estaba fracasada de antemano, el éxito vendría gracias a poner en juego los mecanismos biológicos de la seducción política. Y veríamos en medio de la pista el espectáculo de un baile suelto, mientras los otros siguen en un baile agarrado. Pensé que tenía todo ganado porque su edad o su estado de gracia o desgracia, según se mire, serviría de aval para la locura o para la tan traída “imaginacción al poder” del mayo del 68, y propiciaría la revolución de un liberalismo emocional que encantaría al respetable. Casi todo  lo tenía de su parte, porque en contra le pesaba y nos pesaba el grupo proponente que le dio el abrazo de oso. Sin embargo, se desaguó contra todo pronóstico porque dejó demasiada piel pegada a su tiempo y desoyó a Spinoza cuando dijo que: “El espacio es el terreno de la potencia de los hombres; el tiempo de su impotencia”.  Nada peor que mostrar la impotencia del olvido y olvidar que la esperanza tiene que ver con el futuro que no nos trajo y que no depende de su longevidad ni de que, cuando despertáramos, Tamames, el Tamames, todavía estuviera allí.  ¡Qué desastre de suposiciones! ¡Mea culpa!       

 

jueves, 8 de diciembre de 2022

Exceso de realidad.

Yo creo que estamos a un paso de colapsar por exceso de realidad. Por todas partes y por todas las horas estamos rodeados de grandes y de minúsculas realidades. Es el tiempo de las cosas, de las muchas cosas, ya sean tangibles o no, pero ejercientes existenciales a golpe de presencia. Las hay en todas partes en número que diría infinito si mi mente llegara allí, pero me temo que mi mente se anquilosa ante el reto de contar lo incontable. Quizás habría que sobrecogerse por la desmesura, pero no mucho menos que por la condición totalitaria que exhiben. La realidad es una dictadura que ganó el poder de una sola vez y para toda la eternidad, pese a que nadie sepa bien qué es eso de la eternidad. A veces hay que preguntarse si la realidad mínima debería caber entre las lindes de la mesita de noche sin desbordarse. Ahí nos cabe lo justo para no tener que recuperarnos nunca de un alejandrino. Pero hasta las ensoñaciones viven en modo costumbrista y, antes de llegar al segundo verso, hay que descongelar el pan, con lo que, no sólo se descompone la rima, sino que aprendes de una vez que la vida no es de tu talla.

Ahora que todo el mundo lanza en medio de la mesa su realidad como el que arroja un as de bastos, no es bueno olvidar que el verbo ser, sólo es una forma mal dicha del parecer, cuya irónica entidad está en duda, incluso por la ciencia. Pero es que hoy cunde el hábito de olvidar lo inolvidable, apelando a lo visible de cuanto nos rodea cuando ya sabemos que cualquier partícula posee, sobre todo, una gran nada en sus entrañas. Por eso, una vocación abolicionista de la realidad puede ser tan esperanzadora como salvífica. La cena es una de las cuatro finalidades del hombre, pero hemos olvidado las otras tres. Así no se puede. Por todas partes etiquetas y nombres que no son otra cosa que absolutismos en zapatillas de paño o, peor aún: porciones de realidad que nos convierten en fragmentistas. Los anaqueles de la conversación están repletos de anecdotarios sin categorías y nadie pregunta el porqué de una galleta de chocolate y hasta resultan deprimentes los optimismos.

Lo cierto es que el peso de la realidad nos impide ver el bosque y tal tipo de ceguera solo produce lo que llamo “preguntas muertas”. Preguntas que se parecen a un tigre angustiado que busca la salida en el interior de una jaula. Es como pretender una fórmula matemática con rima asonante, o bien escribir un soneto a base de ir superponiendo raíces cuadradas. Ejemplos que sugieren la pluralidad de los mundos y que las preguntas a las cosas situadas en un mundo han de pertenecer al mismo para que la respuesta no se salga tampoco por los bordes. Otra cuestión es pensar que todas las cosas pertenecen a la vez a todos los mundos, asunto muy probable.

 Hay que trascender la galleta de chocolate, no queda otra. Y salir de la febril “cosabilidad” con la valentía de usar la razón contra uno mismo, es decir; usar la razón contra la razón misma; único viaje posible hacia las “preguntas vivas”. Son esas que planean fuera de la jaula y que comprenden que las cosas solo responden de modo completo a las preguntas que no se le hacen. Porque toda interrogación es parcial mientras no demos con la “pregunta total”.  Todo lo que no es completo es fragmento, y todo fragmento adopta una figura que parece precisa, como un recibo de comunidad o un programa de lavadora, un plazo hipotecario, un mando a distancia, un verbo en futuro simple o la órbita de un electrón. Vivimos, entonces, en medio de abundantes precisiones diseminadas como en un campo de minas, sin orden conocido y sin que nadie detenga su siembra. Al parecer, todavía quedan veredas por donde escapar de tanta realidad. Yo tengo una sobre la mesita de noche que, al abrirse, muestra el alejandrino con el que me duermo y del que no quiero olvidarme ni recuperarme. ¡Pero, caramba, qué agobio de realidad a las cinco en punto de la tarde!   

 

 

viernes, 11 de noviembre de 2022

RELEVO GENERACIONAL

A golpe de vista cada cual pertenece a una generación. En cada tiempo histórico conviven varias generaciones superpuestas y, dependiendo de la velocidad de los cambios, habrá más o habrá menos en el corte temporal que seleccionemos. Al golpe de vista hay que objetarle su manía de mirar de golpe en lugar de posarse con la delicadeza de una mano maternal. El golpe señala, pero no matiza. Pongamos la lupa sobre lo que es una generación y permitamos que la vista se expanda por el paisaje. No existe, según se aprecia, más que una continua interacción entre personas que comparten una época donde los cambios impulsados por unos arrastran a los otros. Las fronteras entre unos y otros, tan diluidas como los cambios de ciclo, se marcan con los cambios simbólicos o culturales que se comparten. La obstinación a un nuevo ámbito de la existencia con una trayectoria vital determinada valdría como carnet de pertenencia a una generación antigua. Un activismo propositivo o un comportamiento adaptado a un nuevo valor comportaría el carnet de los pertenecientes a una generación nueva. Sin embargo, la convivencia de estas generaciones propicia, mucho más hoy en día, un intercambio permanente de informaciones intergeneracionales que posibilita una permeabilidad hasta ahora desconocida. ¿Por qué desconocida? Porque el concepto de generación no sólo se ceñía al cuerpo cultural compartido por un grupo de personas, sino que incluía el factor de la edad similar y tal elemento parece estar desdibujándose. Puede apreciarse la asunción de valores emergentes por parte de un colectivo cada vez de mayor edad. Véase quiénes han asimilado la igualdad real entre hombres y mujeres o la diversidad de familias o condiciones sexuales. También puede observarse la irrupción de una actitud reaccionaria en colectivos jóvenes. Véase quiénes están jugueteando con el viejo militarismo, el fascismo o el machismo regresivo. Es conocido, también, que la historia nos muestra periodos de progreso junto a periodos de retroceso, no es nuevo. Lo que es distinto ahora, es la fluidez comunicativa que dota a las generaciones de una movilidad cultural que se va alejando de su condición cronológica. Teniendo la misma edad que un semejante se puede pertenecer a otra generación. Los coetáneos no tienen por qué ser contemporáneos.

Estando así las cosas –que diría Julio César- llama la atención la buena acogida que tienen las acciones encaminadas a “facilitar el relevo generacional”. Debemos llamar la atención sobre el argumento de Perogrullo que esgrime la biología para tal menester. La naturaleza, en perpetuo estado de sustitución de lo viejo por lo nuevo y con un plan indiscutible de obsolescencia programada, inventa una muerte que aparenta un acabamiento cuando es un resurgir. A la sociedad le vendría bien aceptar que sólo puede imitarla cuando, el ciudadano, ya no cumpla su función social primordial que es una contribución útil a la misma. Las ideas, costumbres o métodos evolucionados o en favor de una sociedad más avanzada deben ir ocupando cuánto antes el espacio y el tiempo en una comunidad, pero esto para nada significa que haya que dar paso a los más jóvenes por el mero hecho de serlos. Los jóvenes llevan incorporada su razón biológica y tarde o temprano conquistarán la plaza. Con buen juicio se aducen dos situaciones en las que es ético facilitar el relevo. Cuando hablamos de facilitar el relevo lo que se viene a decir es que se precipita una sustitución inmadura todavía contraviniendo las leyes de la naturaleza; también de la naturaleza social. Es decir; se adelanta, se empuja, se estimula o se excita una renovación a la que de modo natural no le corresponde hacerse cargo. La primera de esas razones éticas para propiciar el relevo generacional es cuando se da la circunstancia de que los proponentes están en condiciones de hacer más o mejores aportaciones. Cualquier resistencia contra un cambio de tal signo es objetivamente reaccionaria y paralizante. La segunda de estas causas éticas tiene que ver con el cansancio, la fatiga y la voluntad de los candidatos a ser sustituidos. En puridad, una generación cansada o decididamente inclinada a dejar el mando cae automáticamente en la jurisdicción de la primera razón ética. No es tanto un asunto de edades, sino de actitudes y aptitudes. En cuanto a mí, que para llegar a ser joven he gastado ya tantos años, si me dan a elegir, quiero pertenecer a la del 27, pero eso ya será para otro artículo.               

 

domingo, 14 de agosto de 2022

El lado oscuro de las promesas.

Puede ser que, en el final de los días, podamos medir nuestra humanidad por la cantidad de promesas cumplidas. Aceptaremos a priori que cumplir una promesa es un acto externo de una voluntad en guerra contra todas las otras identidades potenciales e incluso nuevas identidades. Aceptaremos, también, que en el paritorio de los compromisos, los empujones felices traen al mundo una criatura que llora. La consciencia, con gran astucia, prescinde en el primer momento de la guerra y del llanto; naturalezas que pervivirán a lo largo del tiempo. La expresión “hacer una promesa” bien pudiera caer en desuso por impropia. La promesa no se hace, sino que se va haciendo y, tal vez, sólo en el final de los días podríamos asegurar que se ha “hecho”. En esencia, el llanto infantil, que la madre escucha como un canto de la divinidad, viene a ser la alarma que clama por hacer entender que toda promesa constituye un acto de desconfianza.  Quien establece un poder para ejercerlo sobre lo más indomable de todo, que es el futuro, y con pretensión de dominio sobre un “uno mismo” que ya no será el mismo, desconfía y desconfía radicalmente. De esa desconfianza nace el lamento que sabe que, el valor moral de la promesa, consiste en seguir y seguir queriendo lo querido una vez, aun cuando no se quiera ya. Entonces, el valor moral es la guerra.   

Asombroso es el carácter especular de la promesa, cuyo reflejo en el espejo, involucra a aquel a quien se promete. Un acreedor que sonríe por anticipado, obviando que, cuando se encuentre en condiciones de ejercer su derecho, el valor de la moneda se habrá degradado tanto que no valdrá la pena. En origen, el mérito de la promesa vale lo que vale el deseo instantáneo de hacerla y nada más. Y, quizás, lo que sea valioso en un futuro es la pervivencia de una personalidad que siga y siga queriendo comportarse igual sin echar mano de una obligación. En el fondo, convengamos, la grandeza moral del sonriente se debe al propósito de no tener que reclamar al deudor otra cosa que no se asemeje al deseo de éste de seguir siendo el mismo que quiere, en este momento, volver a prometer. Por el contrario, toda apelación normativa consigue un desvalimiento y un atentado contra la identidad del que prometió. Y, aunque la facultad de prometer tiende a ser un poder pacificador de la incertidumbre y de la debilidad humana, nada aporta al otro, porque o no lo va a necesitar o, si lo necesita, tampoco le hará sonreír. Esta capacidad de prometer tiene origen y destino dentro del que la profiere y, en contra de opiniones como la de Hannah Arendt, no tiene que ver con los demás en cuanto a “deber”, sino que se queda encerrada en la capacidad propia de reafirmación, de convicción o de promisión como elementos en búsqueda permanente de dar continuidad a un “yo cambiante”. Es la guerra el único valor.

El cumplimiento de una promesa trae consigo la victoria de la voluntad sobre la identidad, a quien somete y avasalla. Lejos de su aniquilación, la deja vivir a duras penas bajo arresto. Y aquella, la voluntad, erigida en poderosa señoría, la suplanta mientras de reojo se percata del destrozo que está haciendo. Curiosamente, todo lo humano que hay en el cumplimiento de una promesa tiene efectos inhumanos. Unos efectos que van desde la despersonalización hasta la esquizofrenia. Hablamos de “cumplimiento” estricto. Sin embargo, cuando la voluntad, en lugar de imponerse “normativamente” se afana en recordar el origen de la promesa, y centra sus actos en la persuasión o la seducción de la nueva identidad con el propósito de modularla y esculpirla a imagen y semejanza de aquella otra que prometió, es que está aceptando el poder apaciguador que le otorga la memoria de su felicidad. Pero aquí no actúa la voluntad como el mecanismo automático y coercitivo que dimana del cumplimiento de una norma. A nadie le interesa eso. Actúa como un ejercicio libre de responsabilidad sobre la propia identidad que, tal vez, sea lo único exigible desde cualquier ética, pero no podemos llamarlo “cumplimiento”. Lo que persigue es el retorno a la identidad con capacidad de volver a hacer la misma promesa. Nietzsche lo llamaba “memoria de la voluntad”. Yo voy a seguir diciendo que es la guerra hasta el final de los días. Lo prometo.   

 

sábado, 13 de agosto de 2022

EL LIBRO DE TODOS LOS AMORES, de Fernández Mallo.

El libro de todos los amores, de Fernández Mallo, concentra en su título todo el valor irradiante que se le exige a un título. La única objeción es que, al incluir la palabra “todos”, cualquier elenco que se consigne va a quedar corto, salvo que irrumpa la clave poética que, al subjetivar la lectura, tiende a cubrir un número infinito de ellas. Es un título “total” que, a cambio, no cierra puertas, sino que las abre, pues a partir de él quedan expuestas las incontables maneras que el amor tiene de manifestarse. Hay que decir que son incontables mientras no se pase del título porque, una vez abierto el libro, el autor va a contarlas. Así que el texto subsiguiente es un estrechamiento de la carretera. Todos sabemos que una carretera estrecha impele al conductor a ir mirando a los lados, a reducir la velocidad, a fijar la vista, a medir mejor las distancias y, en definitiva a concentrarse más. El título invitaba a salir volando y el texto a pisar la tierra. Pueden encontrarse, no obstante, metáforas expansivas o fisuras expositivas por donde desplegar un poco las alas, pero la adjetivación enumerada te devuelve al asfalto de la carretera estrecha. La estructura es como un asfalto bien apisonado y bien señalizado por el que pasear tranquilamente si atiendes correctamente toda la señalización. Ahora toca poesía dialogada, ahora su exégesis, ahora la historia repleta de símbolos atípicos, vuelta a la poesía en la que agarrar la metáfora. Está bien, digamos, si al leer prescindimos de la certeza de que se quieren explicar otras cosas. La carretera y sus meandros proporcionan las curvas, las pendientes, los baches y todo cuanto nos puede sorprender en la carretera. Por eso la estructura viaria –ensayo bastante original- es el libro o, mejor dicho, todo el libro. El autor no se propone llegar a ningún lado, sino describir lo que sale a su encuentro y se abstiene de fantasear o de crear, sucumbe a la metáfora fácil y a la adjetivación aleatoria. Le pregunto a “google”: adjetivos que empiecen por “p” (pacífico, pleno, podrido, polémico, pálido, paciente, etc.), me los da todos. No podemos aceptar sin irritación que se vayan desperdiciando títulos así.

Una cita de Anne Carson ocupa la primera página: “Puedes pasarte el día mirando estas formas verdaderas y no ver el pájaro”. Eso es porque la forma sustantivada del amor no se deja atrapar y, como consuelo, el intento de aproximación es el leve susurro de una melodía que deambula en la memoria remota, cuyo trabajo consiste, al parecer, en invadir con pátina sublime cada hecho guardado y darle una coloración refractaria que pueda hacer patente su forma adjetivada. Es decir; el sustantivo se intuye y es a lo más que se puede llegar. Ese es el pájaro invisible.

Cada una de las contorsiones del amor que se describen están puestas en relación con un aspecto de la sociedad que, naturalmente, comporta un matiz de tantos muchos con los que se pueden expresar, pero contra todas las opiniones escritas en contraportada y fajilla promocional, no se proponen como “única salida ante el colapso de la sociedad actual”. Colapso que no se identifica, salida que tampoco.  De fondo Venecia, que juega el doble papel de estancia y destino. Creo que bien escogida la localización porque Venecia es tan real como imaginaria: cuando vas hacia ella ya la llevas dentro y cuando estás dentro no puedes cesar en el intento de alcanzarla. Sea la metáfora de Venecia una parábola o una ciudad real, lo cierto es que está depositada en el agua con la delicadeza de una ensoñación.

De argamasa estructural, la sucesión de diálogos recuerda “los cuentos de Ise” de Ariwara No Narihira (siglo X), sin embargo, a veces y a diferencia de los cuentos, aparecen diálogos monologados o concatenación de monólogos autistas que, en conjunto, comportan una unidad descriptiva de la potencia que el amor ha de tener como suma de identidades completas. El amor como diálogo, parece decirnos, sólo es posible como resultado de un monólogo previo. Así, la vida separada de los protagonistas cumple con la expectativa de ambos modos: uno espera, el otro tiende a él, uno es el destino, otro el destinado y, en cierto sentido, un monólogo amoroso posee en su tuétano una vocación de diálogo. En el cuento LXXII de Ise: “Lo que de odio es digno / no es el pino de Oyodo / que espera, / sino la ola que huye / en cuanto toca la playa”, (el pino de Oyodo es ella, la ola es él), tiene lugar la quietud y el movimiento donde cada estado no puede sobrevivir sin el otro. En el libro de todos los amores: “Él le dijo: Cuando entro y salgo del surco de tus nalgas, mi piel viene de otro mundo. Ella le dijo: Amar nada tiene que ver con mirar al cielo y quedarse pasmado en las demandas de los dioses. Amar es bajar la mirada y con la punta de la lengua escribir en el orificio del deseo”. Aquí, la misma representación de un cielo que no sobrevive sin tierra y viceversa. El autor, Fernández Mallo, lo llama “amor apofenía” (hallar patrones en un conjunto de datos aleatorios), lugar en el que, seguramente, cae este análisis, pero la interrogante es, ¿No hay en el amor tantos matices aleatorios como patrones?

Que el periplo literario de la obra dedique páginas a la “inteligencia artificial”, al “tubo de ensayo”, al “capitalismo” o a la “tabla periódica”, por ejemplo, afirma que el amor es el nudo gordiano que ata todo con lazos escondidos y que, para que la sociedad pierda el equilibrio, basta con cortar la cuerda. Sin embargo, al concluir la lectura he recordado lo que le dijo Borges a García Márquez una vez leída “Cien años de soledad”: ¿No podían haber sido cincuenta?