jueves, 8 de diciembre de 2022

Exceso de realidad.

Yo creo que estamos a un paso de colapsar por exceso de realidad. Por todas partes y por todas las horas estamos rodeados de grandes y de minúsculas realidades. Es el tiempo de las cosas, de las muchas cosas, ya sean tangibles o no, pero ejercientes existenciales a golpe de presencia. Las hay en todas partes en número que diría infinito si mi mente llegara allí, pero me temo que mi mente se anquilosa ante el reto de contar lo incontable. Quizás habría que sobrecogerse por la desmesura, pero no mucho menos que por la condición totalitaria que exhiben. La realidad es una dictadura que ganó el poder de una sola vez y para toda la eternidad, pese a que nadie sepa bien qué es eso de la eternidad. A veces hay que preguntarse si la realidad mínima debería caber entre las lindes de la mesita de noche sin desbordarse. Ahí nos cabe lo justo para no tener que recuperarnos nunca de un alejandrino. Pero hasta las ensoñaciones viven en modo costumbrista y, antes de llegar al segundo verso, hay que descongelar el pan, con lo que, no sólo se descompone la rima, sino que aprendes de una vez que la vida no es de tu talla.

Ahora que todo el mundo lanza en medio de la mesa su realidad como el que arroja un as de bastos, no es bueno olvidar que el verbo ser, sólo es una forma mal dicha del parecer, cuya irónica entidad está en duda, incluso por la ciencia. Pero es que hoy cunde el hábito de olvidar lo inolvidable, apelando a lo visible de cuanto nos rodea cuando ya sabemos que cualquier partícula posee, sobre todo, una gran nada en sus entrañas. Por eso, una vocación abolicionista de la realidad puede ser tan esperanzadora como salvífica. La cena es una de las cuatro finalidades del hombre, pero hemos olvidado las otras tres. Así no se puede. Por todas partes etiquetas y nombres que no son otra cosa que absolutismos en zapatillas de paño o, peor aún: porciones de realidad que nos convierten en fragmentistas. Los anaqueles de la conversación están repletos de anecdotarios sin categorías y nadie pregunta el porqué de una galleta de chocolate y hasta resultan deprimentes los optimismos.

Lo cierto es que el peso de la realidad nos impide ver el bosque y tal tipo de ceguera solo produce lo que llamo “preguntas muertas”. Preguntas que se parecen a un tigre angustiado que busca la salida en el interior de una jaula. Es como pretender una fórmula matemática con rima asonante, o bien escribir un soneto a base de ir superponiendo raíces cuadradas. Ejemplos que sugieren la pluralidad de los mundos y que las preguntas a las cosas situadas en un mundo han de pertenecer al mismo para que la respuesta no se salga tampoco por los bordes. Otra cuestión es pensar que todas las cosas pertenecen a la vez a todos los mundos, asunto muy probable.

 Hay que trascender la galleta de chocolate, no queda otra. Y salir de la febril “cosabilidad” con la valentía de usar la razón contra uno mismo, es decir; usar la razón contra la razón misma; único viaje posible hacia las “preguntas vivas”. Son esas que planean fuera de la jaula y que comprenden que las cosas solo responden de modo completo a las preguntas que no se le hacen. Porque toda interrogación es parcial mientras no demos con la “pregunta total”.  Todo lo que no es completo es fragmento, y todo fragmento adopta una figura que parece precisa, como un recibo de comunidad o un programa de lavadora, un plazo hipotecario, un mando a distancia, un verbo en futuro simple o la órbita de un electrón. Vivimos, entonces, en medio de abundantes precisiones diseminadas como en un campo de minas, sin orden conocido y sin que nadie detenga su siembra. Al parecer, todavía quedan veredas por donde escapar de tanta realidad. Yo tengo una sobre la mesita de noche que, al abrirse, muestra el alejandrino con el que me duermo y del que no quiero olvidarme ni recuperarme. ¡Pero, caramba, qué agobio de realidad a las cinco en punto de la tarde!   

 

 

viernes, 11 de noviembre de 2022

RELEVO GENERACIONAL

A golpe de vista cada cual pertenece a una generación. En cada tiempo histórico conviven varias generaciones superpuestas y, dependiendo de la velocidad de los cambios, habrá más o habrá menos en el corte temporal que seleccionemos. Al golpe de vista hay que objetarle su manía de mirar de golpe en lugar de posarse con la delicadeza de una mano maternal. El golpe señala, pero no matiza. Pongamos la lupa sobre lo que es una generación y permitamos que la vista se expanda por el paisaje. No existe, según se aprecia, más que una continua interacción entre personas que comparten una época donde los cambios impulsados por unos arrastran a los otros. Las fronteras entre unos y otros, tan diluidas como los cambios de ciclo, se marcan con los cambios simbólicos o culturales que se comparten. La obstinación a un nuevo ámbito de la existencia con una trayectoria vital determinada valdría como carnet de pertenencia a una generación antigua. Un activismo propositivo o un comportamiento adaptado a un nuevo valor comportaría el carnet de los pertenecientes a una generación nueva. Sin embargo, la convivencia de estas generaciones propicia, mucho más hoy en día, un intercambio permanente de informaciones intergeneracionales que posibilita una permeabilidad hasta ahora desconocida. ¿Por qué desconocida? Porque el concepto de generación no sólo se ceñía al cuerpo cultural compartido por un grupo de personas, sino que incluía el factor de la edad similar y tal elemento parece estar desdibujándose. Puede apreciarse la asunción de valores emergentes por parte de un colectivo cada vez de mayor edad. Véase quiénes han asimilado la igualdad real entre hombres y mujeres o la diversidad de familias o condiciones sexuales. También puede observarse la irrupción de una actitud reaccionaria en colectivos jóvenes. Véase quiénes están jugueteando con el viejo militarismo, el fascismo o el machismo regresivo. Es conocido, también, que la historia nos muestra periodos de progreso junto a periodos de retroceso, no es nuevo. Lo que es distinto ahora, es la fluidez comunicativa que dota a las generaciones de una movilidad cultural que se va alejando de su condición cronológica. Teniendo la misma edad que un semejante se puede pertenecer a otra generación. Los coetáneos no tienen por qué ser contemporáneos.

Estando así las cosas –que diría Julio César- llama la atención la buena acogida que tienen las acciones encaminadas a “facilitar el relevo generacional”. Debemos llamar la atención sobre el argumento de Perogrullo que esgrime la biología para tal menester. La naturaleza, en perpetuo estado de sustitución de lo viejo por lo nuevo y con un plan indiscutible de obsolescencia programada, inventa una muerte que aparenta un acabamiento cuando es un resurgir. A la sociedad le vendría bien aceptar que sólo puede imitarla cuando, el ciudadano, ya no cumpla su función social primordial que es una contribución útil a la misma. Las ideas, costumbres o métodos evolucionados o en favor de una sociedad más avanzada deben ir ocupando cuánto antes el espacio y el tiempo en una comunidad, pero esto para nada significa que haya que dar paso a los más jóvenes por el mero hecho de serlos. Los jóvenes llevan incorporada su razón biológica y tarde o temprano conquistarán la plaza. Con buen juicio se aducen dos situaciones en las que es ético facilitar el relevo. Cuando hablamos de facilitar el relevo lo que se viene a decir es que se precipita una sustitución inmadura todavía contraviniendo las leyes de la naturaleza; también de la naturaleza social. Es decir; se adelanta, se empuja, se estimula o se excita una renovación a la que de modo natural no le corresponde hacerse cargo. La primera de esas razones éticas para propiciar el relevo generacional es cuando se da la circunstancia de que los proponentes están en condiciones de hacer más o mejores aportaciones. Cualquier resistencia contra un cambio de tal signo es objetivamente reaccionaria y paralizante. La segunda de estas causas éticas tiene que ver con el cansancio, la fatiga y la voluntad de los candidatos a ser sustituidos. En puridad, una generación cansada o decididamente inclinada a dejar el mando cae automáticamente en la jurisdicción de la primera razón ética. No es tanto un asunto de edades, sino de actitudes y aptitudes. En cuanto a mí, que para llegar a ser joven he gastado ya tantos años, si me dan a elegir, quiero pertenecer a la del 27, pero eso ya será para otro artículo.               

 

domingo, 14 de agosto de 2022

El lado oscuro de las promesas.

Puede ser que, en el final de los días, podamos medir nuestra humanidad por la cantidad de promesas cumplidas. Aceptaremos a priori que cumplir una promesa es un acto externo de una voluntad en guerra contra todas las otras identidades potenciales e incluso nuevas identidades. Aceptaremos, también, que en el paritorio de los compromisos, los empujones felices traen al mundo una criatura que llora. La consciencia, con gran astucia, prescinde en el primer momento de la guerra y del llanto; naturalezas que pervivirán a lo largo del tiempo. La expresión “hacer una promesa” bien pudiera caer en desuso por impropia. La promesa no se hace, sino que se va haciendo y, tal vez, sólo en el final de los días podríamos asegurar que se ha “hecho”. En esencia, el llanto infantil, que la madre escucha como un canto de la divinidad, viene a ser la alarma que clama por hacer entender que toda promesa constituye un acto de desconfianza.  Quien establece un poder para ejercerlo sobre lo más indomable de todo, que es el futuro, y con pretensión de dominio sobre un “uno mismo” que ya no será el mismo, desconfía y desconfía radicalmente. De esa desconfianza nace el lamento que sabe que, el valor moral de la promesa, consiste en seguir y seguir queriendo lo querido una vez, aun cuando no se quiera ya. Entonces, el valor moral es la guerra.   

Asombroso es el carácter especular de la promesa, cuyo reflejo en el espejo, involucra a aquel a quien se promete. Un acreedor que sonríe por anticipado, obviando que, cuando se encuentre en condiciones de ejercer su derecho, el valor de la moneda se habrá degradado tanto que no valdrá la pena. En origen, el mérito de la promesa vale lo que vale el deseo instantáneo de hacerla y nada más. Y, quizás, lo que sea valioso en un futuro es la pervivencia de una personalidad que siga y siga queriendo comportarse igual sin echar mano de una obligación. En el fondo, convengamos, la grandeza moral del sonriente se debe al propósito de no tener que reclamar al deudor otra cosa que no se asemeje al deseo de éste de seguir siendo el mismo que quiere, en este momento, volver a prometer. Por el contrario, toda apelación normativa consigue un desvalimiento y un atentado contra la identidad del que prometió. Y, aunque la facultad de prometer tiende a ser un poder pacificador de la incertidumbre y de la debilidad humana, nada aporta al otro, porque o no lo va a necesitar o, si lo necesita, tampoco le hará sonreír. Esta capacidad de prometer tiene origen y destino dentro del que la profiere y, en contra de opiniones como la de Hannah Arendt, no tiene que ver con los demás en cuanto a “deber”, sino que se queda encerrada en la capacidad propia de reafirmación, de convicción o de promisión como elementos en búsqueda permanente de dar continuidad a un “yo cambiante”. Es la guerra el único valor.

El cumplimiento de una promesa trae consigo la victoria de la voluntad sobre la identidad, a quien somete y avasalla. Lejos de su aniquilación, la deja vivir a duras penas bajo arresto. Y aquella, la voluntad, erigida en poderosa señoría, la suplanta mientras de reojo se percata del destrozo que está haciendo. Curiosamente, todo lo humano que hay en el cumplimiento de una promesa tiene efectos inhumanos. Unos efectos que van desde la despersonalización hasta la esquizofrenia. Hablamos de “cumplimiento” estricto. Sin embargo, cuando la voluntad, en lugar de imponerse “normativamente” se afana en recordar el origen de la promesa, y centra sus actos en la persuasión o la seducción de la nueva identidad con el propósito de modularla y esculpirla a imagen y semejanza de aquella otra que prometió, es que está aceptando el poder apaciguador que le otorga la memoria de su felicidad. Pero aquí no actúa la voluntad como el mecanismo automático y coercitivo que dimana del cumplimiento de una norma. A nadie le interesa eso. Actúa como un ejercicio libre de responsabilidad sobre la propia identidad que, tal vez, sea lo único exigible desde cualquier ética, pero no podemos llamarlo “cumplimiento”. Lo que persigue es el retorno a la identidad con capacidad de volver a hacer la misma promesa. Nietzsche lo llamaba “memoria de la voluntad”. Yo voy a seguir diciendo que es la guerra hasta el final de los días. Lo prometo.   

 

sábado, 13 de agosto de 2022

EL LIBRO DE TODOS LOS AMORES, de Fernández Mallo.

El libro de todos los amores, de Fernández Mallo, concentra en su título todo el valor irradiante que se le exige a un título. La única objeción es que, al incluir la palabra “todos”, cualquier elenco que se consigne va a quedar corto, salvo que irrumpa la clave poética que, al subjetivar la lectura, tiende a cubrir un número infinito de ellas. Es un título “total” que, a cambio, no cierra puertas, sino que las abre, pues a partir de él quedan expuestas las incontables maneras que el amor tiene de manifestarse. Hay que decir que son incontables mientras no se pase del título porque, una vez abierto el libro, el autor va a contarlas. Así que el texto subsiguiente es un estrechamiento de la carretera. Todos sabemos que una carretera estrecha impele al conductor a ir mirando a los lados, a reducir la velocidad, a fijar la vista, a medir mejor las distancias y, en definitiva a concentrarse más. El título invitaba a salir volando y el texto a pisar la tierra. Pueden encontrarse, no obstante, metáforas expansivas o fisuras expositivas por donde desplegar un poco las alas, pero la adjetivación enumerada te devuelve al asfalto de la carretera estrecha. La estructura es como un asfalto bien apisonado y bien señalizado por el que pasear tranquilamente si atiendes correctamente toda la señalización. Ahora toca poesía dialogada, ahora su exégesis, ahora la historia repleta de símbolos atípicos, vuelta a la poesía en la que agarrar la metáfora. Está bien, digamos, si al leer prescindimos de la certeza de que se quieren explicar otras cosas. La carretera y sus meandros proporcionan las curvas, las pendientes, los baches y todo cuanto nos puede sorprender en la carretera. Por eso la estructura viaria –ensayo bastante original- es el libro o, mejor dicho, todo el libro. El autor no se propone llegar a ningún lado, sino describir lo que sale a su encuentro y se abstiene de fantasear o de crear, sucumbe a la metáfora fácil y a la adjetivación aleatoria. Le pregunto a “google”: adjetivos que empiecen por “p” (pacífico, pleno, podrido, polémico, pálido, paciente, etc.), me los da todos. No podemos aceptar sin irritación que se vayan desperdiciando títulos así.

Una cita de Anne Carson ocupa la primera página: “Puedes pasarte el día mirando estas formas verdaderas y no ver el pájaro”. Eso es porque la forma sustantivada del amor no se deja atrapar y, como consuelo, el intento de aproximación es el leve susurro de una melodía que deambula en la memoria remota, cuyo trabajo consiste, al parecer, en invadir con pátina sublime cada hecho guardado y darle una coloración refractaria que pueda hacer patente su forma adjetivada. Es decir; el sustantivo se intuye y es a lo más que se puede llegar. Ese es el pájaro invisible.

Cada una de las contorsiones del amor que se describen están puestas en relación con un aspecto de la sociedad que, naturalmente, comporta un matiz de tantos muchos con los que se pueden expresar, pero contra todas las opiniones escritas en contraportada y fajilla promocional, no se proponen como “única salida ante el colapso de la sociedad actual”. Colapso que no se identifica, salida que tampoco.  De fondo Venecia, que juega el doble papel de estancia y destino. Creo que bien escogida la localización porque Venecia es tan real como imaginaria: cuando vas hacia ella ya la llevas dentro y cuando estás dentro no puedes cesar en el intento de alcanzarla. Sea la metáfora de Venecia una parábola o una ciudad real, lo cierto es que está depositada en el agua con la delicadeza de una ensoñación.

De argamasa estructural, la sucesión de diálogos recuerda “los cuentos de Ise” de Ariwara No Narihira (siglo X), sin embargo, a veces y a diferencia de los cuentos, aparecen diálogos monologados o concatenación de monólogos autistas que, en conjunto, comportan una unidad descriptiva de la potencia que el amor ha de tener como suma de identidades completas. El amor como diálogo, parece decirnos, sólo es posible como resultado de un monólogo previo. Así, la vida separada de los protagonistas cumple con la expectativa de ambos modos: uno espera, el otro tiende a él, uno es el destino, otro el destinado y, en cierto sentido, un monólogo amoroso posee en su tuétano una vocación de diálogo. En el cuento LXXII de Ise: “Lo que de odio es digno / no es el pino de Oyodo / que espera, / sino la ola que huye / en cuanto toca la playa”, (el pino de Oyodo es ella, la ola es él), tiene lugar la quietud y el movimiento donde cada estado no puede sobrevivir sin el otro. En el libro de todos los amores: “Él le dijo: Cuando entro y salgo del surco de tus nalgas, mi piel viene de otro mundo. Ella le dijo: Amar nada tiene que ver con mirar al cielo y quedarse pasmado en las demandas de los dioses. Amar es bajar la mirada y con la punta de la lengua escribir en el orificio del deseo”. Aquí, la misma representación de un cielo que no sobrevive sin tierra y viceversa. El autor, Fernández Mallo, lo llama “amor apofenía” (hallar patrones en un conjunto de datos aleatorios), lugar en el que, seguramente, cae este análisis, pero la interrogante es, ¿No hay en el amor tantos matices aleatorios como patrones?

Que el periplo literario de la obra dedique páginas a la “inteligencia artificial”, al “tubo de ensayo”, al “capitalismo” o a la “tabla periódica”, por ejemplo, afirma que el amor es el nudo gordiano que ata todo con lazos escondidos y que, para que la sociedad pierda el equilibrio, basta con cortar la cuerda. Sin embargo, al concluir la lectura he recordado lo que le dijo Borges a García Márquez una vez leída “Cien años de soledad”: ¿No podían haber sido cincuenta?

 

 

jueves, 9 de junio de 2022

LA MUJER SERPIENTE.

Una de las grandes experiencias que marcan la vida, es haber tenido la oportunidad de vivir en un bloque de pisos ubicado en el mismo recinto ferial. El hecho en sí sería irrelevante si no fuera porque frente al balcón habían montado la caseta de la “mujer serpiente”. Con el mismo colorido sensacionalista que cualquier atracción, se anunciaba en un mural la pintura de una bellísima dama de pestañas kilométricas, pendientes de zafiro y peinado cinematográfico. Tenía los labios muy rojos con un rictus picarón que, talvez, protegía e insinuaba al mismo tiempo una lengua bífida. Seguidamente, obviando por completo el cuello, el resto del cuerpo era la escamosa piel de una serpiente. Pequeñas bombillas parpadeaban a la hora elegida en el interior de los ojos, entorno a la joyería y ribeteaban el perfil del cuerpo, mientras, haciéndose paso entre sirenas, bocinas y llamativos timbrazos, los altavoces anunciaban el “gran fenómeno de la naturaleza”. ¡Pasen y vean! ¡La mujer serpiente! ¡Científicos de todo el mundo han estudiado este fenómeno! ¡Una mujer con cuerpo de serpiente! ¡Puede hablar, pensar, comer, como cualquier mujer, pero ha nacido con cuerpo de serpiente! ¡Lo nunca visto! ¡Por solo 50 pesetas, estará ante el más grande fenómeno de la naturaleza!

Desde el observatorio de nuestra terraza podíamos ver largas colas de personas de todas las edades esperando para obtener la entrada y pasar al receptáculo. Para un niño de doce años, una fila que estaba compuesta con innumerables adultos, era prueba suficiente de que aquello no podía ser un engaño. La perspectiva de los años siguientes nos enseñó a saber que todo engaño suele presentarse con letreros luminosos y eslóganes altisonantes. Por ejemplo: “hacienda somos todos”. La presencia, a pocos metros de nuestra casa, de tal extrañeza, nos iba seduciendo hacia el deseo irrefrenable de ir a ver con nuestros propios ojos ese hecho fantástico. Nos quedábamos dormidos con la letanía de la mujer serpiente metida en los oídos y no cesaba hasta bien entrada la madrugada.

Me había vuelto bastante pesimista frente a la posibilidad de que nos llevaran a satisfacer la curiosidad infantil, que es la más intensa de las curiosidades. Sin embargo, allí estábamos una tarde cualquiera, haciendo la cola para sacar las entradas. Recuerdo con bastante nitidez haber pensado cómo escapar ante un ataque imprevisto o cómo congraciarme con aquella mujer y caerle todo lo bien que pudiera para tenerla de amiga y pasearla con una correa en el patio de recreo y así recabar el asombro de todos mis compañeros. Lamentaba no haberme llevado la flauta dulce con la que hacerle bailar, como a una cobra, la única melodía que sabía tocar: “Frêre Jacques”. A medida que se acortaba la fila delante de nosotros, crecía el nerviosismo. Estuve muy atento a las personas que iban saliendo y concluí que venían transformadas.

Nos hicieron pasar a una sala en penumbra donde nos recibió una especie de reina zíngara ataviada de abalorios destellantes. Nada más que una gran urna, iluminada por dentro y ocultada tras un cortinaje, había en el habitáculo. La maestra de ceremonia, con solemnidad circense, nos preguntó si estábamos preparados para ver el mayor acontecimiento que jamás produjo el mundo. No antes de haberme asegurado de dónde estaba la puerta de salida, cuántos pasos serían necesarios para alcanzarla y cuántos segundos tardaría, pude sentirme preparado.  Se apagó la luz de la urna y la penumbra se convirtió en oscuridad cerrada. Nos apercibimos de que el cortinaje había sido descorrido. Supuse que todos los ojos estaban tan abiertos como los míos y, de pronto se hizo la luz. ¡Allí estaba y viva! La mujer serpiente movía la cabeza, los pómulos, las cejas, los labios y nos escrutaba al público con unos ojos venidos de los más profundos misterios del globo. ¿Cómo te llamas? –preguntó la zíngara-. Me llamo Ashi, -dijo la serpiente con una vocecilla rara que se asemejaba a un silbato ferroviario de doble sonido-, y continuó diciendo: es un nombre persa que quiere decir “verdad”. Me alimento de insectos, de pescado crudo, gusanos de seda para que no se caigan las escamas, larvas de mosca para la vista y en mi cumpleaños me dan un café migado de pan tostado para celebrar. Dile a este respetable público cómo te lavas, Ashi, –volvió a preguntar la presentadora-.   Por desgracia no tengo brazos –respondió- y necesito que me ayuden todas las mañanas. Soy muy coqueta y me gusta maquillarme, pintarme los labios y los ojos, peinarme con trenzas o tirabuzones, pero echo de menos un marido que por lo menos sea pitón. Esta respuesta produjo carcajadas instantáneas que no comprendí durante mucho tiempo y sirvieron para descongestionar la tensión mágica que soportaba el ambiente.

Cuando miras mucho tiempo a una mujer serpiente, la mujer serpiente se apodera de ti. Creo que, por eso, me fui reptando hasta casa y me enrosque en la cama para dormir. En mis ensoñaciones de esos días pude serpentear por las aceras de la ciudad y usar un poder hipnótico con mi sola mirada. Fuera de los sueños y figuraciones empecé a desayunar café migado para celebrar mi cumpleaños todos los días y, sobre todo, por sentirme dichoso de ser una de las pocas personas que, a lo largo de toda la historia de la humanidad, han podido ver con ojos mortales lo nunca visto, valga la paradoja.

A los tres días de aquel acontecimiento, como era costumbre, bajé a hacer un poco de compra por encargo de mi madre a una tiendita atendida por una señora a la que teníamos apodada “la espiritual”, porque su figura esbelta y alargada parecía salida de un cuadro de “El Greco”. A ciertas horas de media mañana la clientela se agolpaba  tanto dentro de la tienda como en la puerta, y nos dábamos  “la vez” conforme íbamos llegando. Después de esperar un buen rato –creo que ya solo había dos clientas por delante- quedé paralizado cuando escuché una vocecita semejante a un silbato ferroviario de doble sonido que pedía: un cuarto de mortadela “mina” bien despachada, una lata de leche condensada y una barra de pan.  

 

    

 

miércoles, 19 de enero de 2022

CONTAMINACIÓN PUBLICITARIA

¿Qué cantidad de contaminación publicitaria somos capaces de soportar? ¿Cuánta energía mental se destina a desechar la propaganda que vierten las marcas en el espacio público y privado? ¿Para cuándo un estudio que se interese por el comportamiento cerebral habituado a resistir la carga del torrente continuo de intromisiones en nuestro íntimo pensar? ¿Para cuándo un sistema democrático que permita al ciudadano elegir dónde, cuándo y por quién puede ser abordado?

La expresión de “contaminación publicitaria”, según se ha consagrado en los últimos años, se refiere al tipo de contaminación que parte de todo aquello que rompa la estética de una zona o paisaje. Un concepto que requiere un análisis detenido. Es razonable otorgar importancia a la idea de ruptura en sí misma. La publicidad no sólo invade haciéndose presente, sino que lo hace quitando de en medio o dificultando la atención destinada a otra cosa. Desvía la atención sin pedir permiso. Lo primero que fractura es la continuidad visual o auditiva, pero mucho más importante que eso es la fractura atencional o, dicho de otro modo, interrumpe el desarrollo reflexivo o el diálogo intrapersonal cuando no interrumpe el diálogo interpersonal. Insisto en que se trata de un asalto que nadie ha pedido y, mucho menos, esperado. Observamos que, a diferencia de generaciones pasadas, un nuevo modo de pensar se impone. Es un modo “interruptus”, bien por las intromisiones comunicativas que provienen de los teléfonos móviles, como de la dispersión informativa que generan las redes sociales o el mismo internet. Sin embargo, a estas interrupciones le suponemos un grado de aceptabilidad que dimana de un cierto voluntarismo. Al fin y al cabo, la compra y la tenencia de un Smartphone es relativamente potestativa. La publicidad, en cambio, prescinde totalmente de nuestras voluntades y cercena un espacio de libertad individual, lo que constituye una sencilla y clara falta de respeto. Hay una doble agresividad explícita en los anuncios. Por un lado, las técnicas publicitarias son cada vez más depuradas e incorporan creativos modos de acaparar la atención rápidamente, se esté haciendo lo que se esté haciendo. Por otro lado, además del carácter invasivo, la abrumadora cantidad de estos reclamos comerciales  han convertido las ciudades en auténticos estercoleros visuales, los espacios de internet en basureros sin reciclar, las televisiones y las radios en emisiones publicitarias, y desencadenan tal número de desatenciones por minuto que el resultado, me temo, es que ha impuesto un modelo de pensamiento entrecortado.

De este modelo que nos hace vulnerables, nos está quedando un sesgo cognitivo que nos impulsa continuamente a retomar el punto mental en el que estábamos, pero lo más grave es que en un número de veces muy alto nos hace abandonar la inercia intelectual que teníamos. No cabe duda de que hay una malévola fabricación de demandas espurias y bastardas que basan su eficacia precisamente en el impacto personal que ocasione la técnica publicista, en lugar de basarlas en las necesidades libremente pensadas y elegidas. Lo peor no es que nos tomen por tontos, sino que nos están haciendo tontos. Es decir, tal es su densidad y simultaneidad, que el cerebro experimenta una sobreestimulación innecesaria  por causa de un flujo de datos de tanta magnitud que lo obliga a un esfuerzo permanente para procesar primero y para desechar después. No olvidemos que para separar el grano de la paja tenemos que contar con que hay siempre más paja que grano. Ansiedad, nerviosismo, angustia, estos son sólo algunos de los resultados. Otros pueden ser, falta de concentración, incapacidad para el desarrollo del pensamiento propio o escasa profundización. Limitaciones que, a poco que se observe, se extienden cada día más.

Si queremos ver cine, entramos en una sala en la que apagan las luces, se aíslan todos los sonidos circundantes, casi dejamos de ver a nuestros acompañantes y apenas podemos hablar con ellos, so pena de tener que aguantar algún reproche. Las salas de museo eliminan distracciones superfluas y dejan expuestas las obras en espacios diáfanos dispuestos para concentrar la atención del visitante. En el teatro, en un concierto, en una conferencia, son innumerables los ejemplos que persiguen eliminar, con buen criterio, todo cuanto pueda distraer la atención de su objetivo principal. No sucede así en las ciudades. Un experimento realizado en la ciudad holandesa de Eindhoven concluyó que una persona que quiera dar un paseo por su centro histórico, acaba viendo más publicidad que elementos culturales. No sólo se ha desalmado la idiosincrasia de una ciudad a manos de unos desaprensivos vendedores, sino que se asalta el espacio público por manos privadas y contra la voluntad de quienes no han podido elegir nunca qué es lo que querían. Esta es otra asignatura pendiente de la democracia. Barrunto que para solucionarlo tendremos que recurrir a una buena campaña publicitaria.           

 

sábado, 15 de enero de 2022

Al abrigo de la candela

Aliviados del peso de la mañana y esperanzados en un dulce sueño nocturno, las tardes de invierno se prestan a un sillón orejero desde el que observar el crepitar de la leña en una chimenea. Quienes hemos observado el curso de un fuego con  placidez ceremonial y hemos puesto los cinco sentidos al servicio de la serenidad reflexiva que suscitan las llamas, sabemos que la encina ribetea el fuego de un azul verdoso, mientras que la madera de olivo intensifica los amarillos o el eucalipto los naranjas. La encina parece cuartearse desde dentro en un ardor volcánico, haciendo nacer la lumbre desde las entrañas y se expande craquelando con lentitud la piel del tronco, como si una invasión de carcoma encendida buscara salida. Las danzarinas azules bailan con poca altura a lo largo de todo el escenario al compás de un tempo “andante”. Con una marcada parsimonia hindú la danza va dejando un dibujo en la pieza que nos recuerda a un panal, y al deshacerse la madera, se derrama una miel luminosa y caliente que viene a cubrir cada ascua con un mantón incandescente. El olivo no es así de flemático. El brío de su ardor, tan pasional como un amor de juventud, también es más alto que el de la encina y se ciñe al tronco como cinturón de corriente eléctrica que se empeña en estrangular al leño. Los personajes amarillos y alargados se cimbrean unos contra otros, se golpean y se separan o se besan y seguidamente se enfadan. A veces hemos visto cómo uno de esos personajes, de pronto empieza a crecer y a crecer, hasta llegar a una altura soberbia y, con la misma rapidez, una vez humillados los otros convivientes, se desvanece hasta la desaparición. Suele preceder a la fractura del palo. Es una fractura seca y rápida como la de un hueso descalcificado. Y cuando, a tenor de la simultaneidad de las fracturas del ramaje pequeño o la casual armonía de la de los mayores, hacen sonar a la par sus “quejíos”,  a mí me parece escuchar una fragua donde se empiezan a componer martinetes. El fuego del olivo es más una candela de Lorca que el de la encina, que es más de Dickens y no podemos llamarla candela. El eucalipto, en cambio, despliega un velamen desigual de un naranja muy intenso. Si entornas los ojos para fantasear con ese juego vívido y colorido, nos podemos encontrar frente a una batalla naval con el horizonte teñido, presagio de un día ventoso, o bien con el horno de San Pedro cuando hace galletas en los días de aburrimiento. Su movimiento es más cabriola que danza y sólo decae su frivolidad cuando evoca la hoguera inquisitorial ajusticiando a un perro. Su temperamento es colérico y su afán es acabar cuanto antes. El tempo “vivace” de su ritmo, lejos de soliviantar el ánimo, recuerda que los demonios de la vida son paralelos al genio, y tan tendentes a la acción como es preciso para la virtud. Es la naturaleza sin complejos y en movimiento en apariencia aleatorio, que compone una performance exacerbada y loca. Los crujidos de su quema son tan imprevistos como si los hubiera compuesto el propio Erick Satie y fueran ejecutados por Nietzsche con una marimba prestada. El fuego eterno del infierno tiene que ser de eucalipto. Parece calentar la tarde con un resquemor de conciencia y abrigar desesperanzas sin que dejen de ser serenas. La desesperanza aliada con la serenidad es una resignación, pero el naranja encendido del eucalipto es un clamor de rebelión y una biografía de Stefan Zweig vibrando igual que sus letras. Por eso el trashoguero siempre es de encina, el suelo de olivo y el techo de vigas de eucalipto, para que nada falte, para que nada sobre, y las apacibles tardes de invierno hipnoticen con el colorido de un cuadro de Kandinsky.