martes, 5 de mayo de 2020

DIAGNÓSTICO


Desde que el bicho se ha hecho viral nos ha entrado a todos como una especie de título médico que nos ha venido por la simple función de respirar. Yo mismo he adoptado el hábito de enroscar el fonendoscopio a mi cuello para ir a tomar café, lo que ocurre es que no encuentro cafetería abierta, por eso no me han visto. Otros, como en las barras de bar hay desolación y vacío, apoyan el codo en el mostrador de su móvil o de su ordenador y, desde ahí, imparten su magisterio o diagnostican en grupo, que es una novísima manera de diagnosticar. El caso es que estamos de suerte por vivir en un país donde, si hay un problema jurídico, todos los habitantes son jueces, si hay un problema monetario, todos son ecónomos, si un problema de fauna, todos zoólogos. No es que sea extraordinario, sino que es un prodigio natural al alcance sólo de unos pocos países. España es uno de ellos.
No sé muy bien si la opinión generalizada sobre un asunto, lo convierte en actual o, al contrario, que la actualidad es el origen de la opinión generalizada sobre ese asunto. Sea cual fuere el origen, si la gallina o el huevo, la libertad de opinión hay que defenderla a capa y espada. Una opinión, al día de hoy, alcanza una difusión ultramarina en el mismo instante en que el dedo hurgador da la orden a través de una tecla. Es una opinión viajera que rebasa los límites y fronteras que, hasta hace pocas décadas, eran infranqueables por el común de los opinadores. Aun así, la libertad de opinión es un bien indiscutible en sociedades democráticas y abiertas. Además, también hay que reconocer como riqueza aquellas otras opiniones que nos llegan desde los confines del mundo. No sólo es patrimonio nuestro derecho a opinar, sino nuestro derecho a oír las opiniones de los otros.
Pero la defensa a ultranza hay que hacerla a condición de que la opinión no venga con afán de invadir parajes que no son suyos. El conocimiento posee sus gradaciones. Si el saber fuera un cuadrilátero y sobre él, un púgil llamado “opinión”, combatiera contra otro llamado “duda”, habría que invalidar el combate porque no están en el mismo peso. La opinión ha rebasado el peso de la duda por inclinación, probabilidad o convicción y la vence levemente decantándose hacia un lado, sin olvidar nunca que la inclinación, la probabilidad o la convicción no constituyen obviedades o certezas. La opinión es una duda que se desnivela hacia un lado, pero que todavía no se cae. La ambigüedad, prima hermana de la duda, se resuelve por la opinión con una “preponderancia”, nada más. Sin embargo, en el mismo cuadrilátero, tampoco pueden combatir y por la misma razón, la “opinión” con la “certeza”. No están tampoco en el mismo peso. De ahí que lo criticable no sea en absoluto la libertad de opinión, sino la intromisión indebida de aquellas que pretenden ocupar el sitio que no les corresponde.
Después de todo, y como llevo el fonendoscopio que hace a mi cuello distinguido, me voy a tomar la licencia de una mínima auscultación de la salud social, tras la larga exposición a tan abundante material informativo de estos tiempos recientes. Y es que el número de patologías sociales, llámense grupos de “infoxicados” es directamente proporcional al número de “infoxicaciones” que circulan con total libertad. Pero, -esto ya lo diagnostico como “medicum repentinum”- de igual forma que los agentes patógenos, a fuerza de penetrar en un cuerpo biológico lo acaban fortaleciendo, el cúmulo de despropósitos informativos acabarán por robustecer el sistema social inmunológico. Siempre habrá quien vaya a comer al mismo lugar que las moscas, pero ya no contagiarán tanto. Es sólo una opinión.        

miércoles, 29 de abril de 2020

MIS EDADES


Contra toda lógica, a mí lo que me viene preocupando en estos momentos son las edades con las que me manejo. La edad de mi madurez coincide con la juventud de mis nuevos amigos, tengan la edad que tengan. En el otro lado, las amistades de mi infancia, siempre que no hayan sido rehabilitadas, son carcamales que en abundantes casos tienen muchos menos años que yo. Dicho de otra forma, mis amigos de juventud suelen ser mayores que yo y mis amigos de madurez, son casi siempre más jóvenes.
La edad con la que me acerco a los asuntos es muy importante y veo que determina el ángulo de visión. Si he de remontarme a los recuerdos de infancia, los hechos varían según infantilice o no la mirada. La menos divertida consiste en escrutar el pasado como un adulto que olvida todo cuánto el olvido deja en el vacío. Hechos e inocencias que en su día fueron enseñanzas dionisiacas de las que pertenecen, por decirlo de algún modo, al latido inapelable de la naturaleza, no pueden verse con el prisma apolíneo de la cultura porque se entristecen. La vida, cuando era un juego continuo –sólo hay algo más serio que un juego y es una carcajada- venía con sus peligros radicales. La sed era una angustia, el mimo maternal una salvación, la riña paternal la condena al infierno, el ladrido del perro una magia, la pelota una fantasía, el diente una herida mortal, las manos pertenecían al objeto, un día te disfrazabas de pirata y ya siempre tomabas la cama al abordaje. Es decir; las aventuras más apasionantes que han ido tejiendo el amplio velamen de nuestra experiencia, son las vividas con la ingenuidad de la niñez.
De a poco vamos cumpliendo años con cada vuelta que el globo terráqueo nos da en la feria del cosmos. Subidos en el cacharrito del “tío vivo” no nos apercibimos de que en cada giro tu padre te dice adiós, y el retorno infinito de las cosas de siempre, le va quitando emoción sin quitarle esencia y eso se parece mucho a la madurez. No hay mirada que resista el paso del tiempo y, tampoco inocencia que no acabe colgando el disfraz de pirata. Te quedas sin barco y sin parche en el ojo. Y como no es asunto de seguir saqueando las riquezas fantasmales del juego, una misteriosa inercia, también llamada tradición, nos pone al asalto de otros tesoros más visibles, contantes y sonantes. Así, de igual modo que quien pierde un ojo conoce el valor del que le queda, quien, en lugar de perderlo, lo gana, olvida el botín acumulado por los mares y océanos de la niñería.
Quizá sea porque llega el momento en que nos hacemos extranjeros en nosotros mismos, e ignoramos el idioma con el que la conciencia nos habla desde el país remoto de nuestra infancia, que dejamos de lado comprender para creer que entendemos. La vista se queda, pues, en la única clave que tiene, sin recordar nunca que cada edad comporta, si se la quiere trabajar, un estado nuevo de consciencia que modela el mundo de una forma distinta cada vez. De esas edades nos hacemos cargo al mismo tiempo que se hacen cargo de ellas nuestros amigos. Amigos que son tan jóvenes como las emociones infantiles con las que se aprende de verdad la aventura de la vida apasionante. Por eso, tal vez, la madurez consista en otorgar la nacionalidad al niño que nos visita, aunque venga del Caribe y traiga un loro sobre el hombro y una corte de bucaneros con regalos del otro mundo.               

lunes, 27 de abril de 2020

FIGURACIONES


 También, aunque nos pese, figúrese usted, existe un mundo de explicaciones, que si nos viene de siempre, que si es costumbre y que la costumbre se hace ley, pues bien, es tan verdad como la condición social del humano, eso se lo escuché a Don Ricardo, que era párroco de San Javier y sólo hacía vida de sacristía, muy metidito en sotana hasta para jugar a la pelota, comprometido él y todo el pueblo en sacrificar placeres, porque de lo que se trata es de ir contra el gozo, ya lo dijo no sé qué dios antiguo, “malditos los que disfrutan tranquilamente”, así nos encajamos en la modernidad, mire, poniendo a caer de un burro lo que tiramos de los cerones del nuestro y que salga el sol por Antequera porque, si ha de salir, es para que lo vean todos los ojos de la comarca, de la región y del mundo entero, los astros no lucen a escondidas porque es contranatural, como es la renuncia a la risa, a la pitanza, al baile, a la sombra en verano y a la recacha en invierno y absolutamente todo lo que se opone a la vida, a la buena vida que diríamos, que pensáramos, que me estuviera recordando las mil pesadumbres que cada hombre carga sobre sus espaldas y en chitón, que no son cosas de compartir con cualquiera porque a cualquiera hay que abrigarlo también y ponerse en lugar de no echar peso donde ya lo hay, que se le olvida eso a la explicación mayor, porque, verás, yo he descubierto que las hay mayores como menores y que uno ha de andar midiendo lo que interesa al momento como lo que interesa a la eternidad, que no es lo mismo saciar el apetito que el hambre, que darse un capricho de amor que amar a corazón abierto, que decir lo que hago que decir porqué lo hago, y, en eso, hay que tocar templado, si es que tenemos sentido musical y nos deleitamos más con el violín que con el bombo, porque los bombos suelen poner el final como los puntos en las oraciones, eso era lo que aprendía en la escuela que llevaba dentro y que, Dios quiera conservarla por muchos años, que los oídos no están de más ni de menos en gente de buen hacer y de buen vivir, y que las excusas son la calderilla de la hipocresía, también lo aprendí en mi escuela poniendo mucha atención, porque la vida, lo que llamamos vida, no tiene explicación ni sentido si no es para ponerla sobre las ascuas a hervir y que vaya evaporándose de mucho burbujear, que al fin y al cabo, el vapor viene a ser lo mismo que lo que había, pero abierto y expandido como las almas en el paraíso, si es que han de ir al paraíso, que de eso habría mucho que hablar, sobre todo dentro de una sacristía, llegado el caso, y lo digo yo, que he renunciado dos veces al Premio Nobel, una en el año 2008 y otra en el año ya pasado de 2019, cosa que anoto con mucha puntualidad en todos mis currículums y sin faltar a la verdad, por más inverosímil que se afanen los envidiosos en recalcar, por lo que he de dar próximamente a reproducir las dos cartas que cumplidamente remití a la Academia Sueca en un año y en el otro, dónde quedó explícitamente consignada mi “renuncia” a todo Premio Nobel que se me pudiera otorgar en tales convocatorias, así queda, pues, bien dado el fundamento de mis apuntes sin tocar una mácula de lo hecho y sin faltar al débito que la pléyade del pueblo y de Don Ricardo andan pidiendo para conformar sus barruntos y dar alimento a la costumbre, cuya virtud no es otra que la de la paz y el orden del mundo civilizado, cosa que también es de tener en cuenta, según se mire y, sobre todo, según se explique, que en habiendo figuraciones que curen, no se precisan cataplasmas, punto y aparte.   

lunes, 6 de abril de 2020

AHORA NO QUIERO MORIRME.


Ahora no quiero morirme. No es por nada, pero es que me gustaría ver cómo acaba todo esto. No había visto nada tan embarullado en mi vida y, sin duda, es uno de los espectáculos humanitarios más interesantes de los últimos siglos. Supongo que, como muchos conciudadanos asisto, en el patio de butacas acomodado sobre un estupendo sofá para la ocasión, a lo que para unos es un fin de fiesta apoteósico y para otros un inmejorable comienzo de melodrama. Fastidia mucho el asunto de las muertes, es verdad, porque quita al ánimo la frivolidad de la ficción y lo apesadumbra. Casi todas las muertes tienen su público, pero es un público privado o, mejor dicho, íntimo. Y, cada una tiene la importancia del desamparo y la desolación que le trae a todo ser querido. Sin embargo, no todas las muertes entran en el escenario de la historia con el carnet de figurante y éstas de estos terribles días, conformarán números para el análisis futuro. Cada muerte es un poco mi muerte, pues ya sabemos que mi yo sin el tú se convierte en otro yo distinto. La proximidad, temporal y espacial, las exhibe dentro del presente y esa es la parte del tiempo que contiene mayores dosis de realidad. Una vez entren en el pasado remoto, cuando todos los vivos de hoy compartamos la misma suerte de no ser, entonces, ellos, los fatalmente elegidos, estarán en el escenario de la historia contando el relato de este tiempo, mientras que los demás no serviremos ni de atrezo. Sin embargo, eso no consuela tampoco.
Sí, me gustaría ver cómo acaba todo esto. Tengo en cuenta, no crean, que lo cierto es que lo que se encierra dentro de “todo esto” no se acabará nunca y eso lo hace mucho más apasionante. Tanto interés viene suscitado por la irrupción de innumerables corrientes de opinión, unas veces investidas con la soberbia de erigirse en tesis o teoría y, otras más modestas, pero igualmente fuertes, que se quedan en hipótesis. Parece que hay coincidencia planetaria en que el mundo será otro el día de mañana, como si cada mañana no nos trajera el día un mundo nuevo. Las formas de ese otro mundo de mañana serán diferentes en todos los planos, según queda augurado por la crema de los pensadores. El inmediato nuevo orden económico competirá en originalidad con el nuevo orden social y con la nueva ola espiritual y, todo ese flamante mundo de humanismo reiniciado, devendrá en fórmulas políticas desconocidas hasta ahora. Tiene su gracia saber que Nostradamus venía informando a la OMS de que esto iba a pasar. Probablemente se pueda alejar aún más en el calendario para encontrar más advertencias en cuanto a plagas y pandemias.
Entre los sabios más recientes, se invoca la premonitoria novela de Camus “La peste”,  como la descripción fidedigna de una situación infinitamente parecida. Las decisiones institucionales, las fases de la epidemia y, sobre todo, el comportamiento individual y colectivo de los seres humanos es un calco de nuestra situación. De modo que, leer “La peste” se puede convertir en la asistencia a ese espectáculo del que hablaba al principio, pero sin muertos reales. George Orwell es otro de los muy nombrados estos días. Su novela “1984”, crea el concepto de Gran Hermano tan recurrente para el grupo de distópicos que, aventuran un modelo férreo de vigilancia radical. Me pregunto si es decir algo, poner en el futuro algo que está pasando ya. A mi juicio, Aldous Huxley, llegaba más lejos cuando imaginaba en su obra “Un mundo feliz”, el manejo de las emociones humanas. En cierto modo Harari, escritor mucho más reciente, predice este manejo de emociones que, a diferencia de Huxley, podrán tratarse mediante algoritmos, en lugar de a través de drogas como proponía aquel. Lo que sigue en juego es el futuro; pero es que jamás ha dejado de estar en juego. Las propuestas, cuando leemos a las personas que han pensado el porvenir, no son muy novedosas. En este sentido, probablemente estén indicando, que la condición humana en tiempos de “Un mundo feliz” (1932)  y en “1984” (1948), es decir; antes y después de la II Guerra Mundial, presentaba los mismos elementos y, sobre todo, los mismos miedos. Toda la actualidad informativa está poblada de pensadores, escritores, creadores de opinión, etc.,  que se aventuran a pronósticos más o menos graves sobre un “día después”. Hasta el mismísimo Henry Kissinger (el segundo apellido es casi de máquina de coser mascarillas), que aparece como del averno el día 3 de abril pasado, en una columna en “The Wall Street Journal”, nos indica con su “dedo militari” lo que tenemos que hacer para evitar convulsiones. Repito: Henry Kissinger diciéndonos cómo evitar convulsiones sociales. No me digan que no es un espectáculo esta época.
Hay, por consiguiente,  una avalancha de predicciones que maridan muy bien con la cantidad de inquietudes naturales que alberga la población. Curioso es señalar que, aquellos que mejor afinaron un futuro, son los que lo pensaron fuera de actualidad y, al margen de una atmósfera saturada de información. De todas las otras que circulan hoy en todos los medios, alguna acertará, como el que acierta un número de lotería, no cabe duda. Y, además, nos queda de fondo de armario, todos los asuntos que ayer eran importantes y que, latentes, continúan esperando de nuevo su momento: la educación, la inmigración, el cambio climático, la laicidad, la corona sin virus, los movimientos financieros especulativos, la pobreza, las redes sociales, el arte, etc., etc., etc. Todos los grandes momentos de la historia, son grandes espectáculos para las generaciones futuras. En mi opinión el gran número de circo al que asistimos atónitos es el que nos ha mostrado con lucidez Jürgen Habermas en una entrevista del pasado sábado publicada en el diario de Berlín “Kölner Stadt-Anzeiger”.  “Una cosa se puede decir: nunca habíamos sabido tanto de nuestra ignorancia ni sobre la presión de actuar en medio de la inseguridad”.  Esto se pone interesante.   
    

     

viernes, 3 de abril de 2020

VERDAD ANÓNIMA.


Posee toda expresión un prodigioso soplo de eternidad que se afianza sobre un ejercicio de independencia. Todo lo que se dice, una vez dicho, prescinde del dicente y comienza un vagar en solitario. El mensaje reivindica su autonomía para alcanzar una plenitud universal, sin la cual, queda en subjetivismo emocional. Nada contra este modelo de expresión subjetiva, salvo que, muertos los sujetos, muerto el mensaje. No así, cuando la pintura, la música o la palabra contienen dentro de sí un trozo de realidad escindida o una realidad novísima, cuya existencia depende únicamente de esa expresión. En el primer caso de “realidad escindida”, el mensaje coincide con la verdad y en el segundo caso de “realidad novísima”, coincide con la creación. Ambas potencias, la verdad y la creación, vienen a ser en estos tiempos de contagio, una vacuna eficacísima contra la peor de las enfermedades; esa que no está en la atmósfera, sino en los corazones.
¿Después de todo, quién de todos nosotros no daría, hasta lo que no tiene, por encontrar las palabras precisas que llevaran dentro de sí la abolición de la desesperanza? ¿Quién no sacrificaría su pobre rutina de escritor insustancial por hilar con exactitud el rayo de luz que diera esplendor a todo el que lo leyera y, al menos, mientras estuvieran paseando los tristes ojos por las veredas que la escritura traza, se elevara en cada corazón la altitud de un pedazo de dicha? ¿Quién no, digo, sacudiría sus ejercicios de búsquedas fútiles y oropeles y prescindiría de su precaria fama, permaneciendo anónimo con tal de poner, palabra por palabra, un ancho camino por donde llegar a sanar, sobre todo, las almas?
En días en que ha quedado derogado el porvenir, y el tiempo se hace tan lento que no es capaz de convertirse en pasado, esto que nos pasa es lo más parecido a la eternidad. El hermoso recado que el momento nos está dejando, pienso, no precisa de mediación ni emisario para que, cada cual, lea lo que a los ojos de su espíritu es la verdad o la creación. Venturosa mano anónima que escribe con letras evanescentes verdades intemporales y las deja posadas sobre una tierra fértil, con suavidad, para que germinen y hagan mañana jardines y paraísos en las entrañas mismas de todo lo humano.  Es un canto imposible, pero es un canto necesario. No podemos aprehender todo lo que de fuera nos arrebataron, sino por el anhelo de convertirlo en parte de nosotros mismos. Todo lo que internamente seamos, lo seremos externamente.
Este renglón de eternidad en nuestra personal novela nos ha provisto de una palabra de los indios Puri (tribu del este de Brasil), de quienes se dice que “tenían solamente una palabra para decir ayer, hoy y mañana, y expresaban la diversidad del sentido señalando hacia atrás, hacia adelante y sobre la cabeza”. La palabra, sea cual sea, ahora nos da un manotazo en la cabeza, tal vez, para que miremos hacia uno mismo y encontremos las tierras inexploradas del espíritu que, al recorrerlas, nos podrán hacer expertos en cosmografía de la intimidad. Puede ser.   

viernes, 28 de febrero de 2020

AGUSTÍN DE FOXÁ -lectura para las izquierdas-.


Acabo de salir del trabajo. He venido a casa caminando y es costumbre de mi mente vagar por entre las galerías de la memoria sin dirección ni propósito.  Hoy me ha dado por recordar a Agustín de Foxá. Otras veces la caminata tiene peores sarcasmos y me he llegado a sorprender pensando muy severamente sobre Marifé de Triana. No crean que es plato de gusto tanta extravagancia. Un día, cuando me percaté de que tarareaba a José Luís Perales, tuve que coger un taxi para poner fin a tanta crueldad. A lo que iba; Agustín de Foxá  fue un escritor del franquismo, novelista, poeta, periodista, diplomático y con algún título nobiliario. Fue un franquista sobrevenido, aunque un tanto díscolo. Su fama de “vividor” fue suficientemente fundada y, curiosamente, tolerada. Sencillamente hacía gracia. Fueron muchas sus veleidades y muchos los perdones que tuvo que pedir, pero era un hombre mimado gracias a su poca vergüenza. Siempre me ha llamado la atención esa gente que tiene un don especial para hacer o decir lo que le venga en gana y caer maravillosamente a todo el mundo. Este era Agustín de Foxá.
El anecdotario franquista es riquísimo. El hecho de la existencia de censura, de penuria económica y de un dictador que concentraba todos los poderes y nadie podía hacerle sombra, es una circunstancia abonada para las anécdotas de toda clase. Si además, en ese ambiente, colocas a una persona como Foxá, la casuística se dispara. Voy a contar una de tan eminente escritor que no, por trasnochada, carece de vigencia en el sentido más sociopolítico de la actualidad. Cuentan que Franco dio una recepción en el Palacio del Pardo. Agustín fue invitado. Las copas deambularían como es costumbre en saraos y cócteles. Agustín se puso “ídem”. Se hicieron corros de próceres de la curia política que, al hilo de la relajación etílica y vanidosa, servirían a la conspiración y a la intriga como en cualquier Palacio. Foxá ya era un renglón suelto cuando le dio por acercarse a uno de esos corros en los que se encontraba el mismísimo Franco. Con voz de beodo y sin venir a cuento soltó: ¡“Su excelencia, que sepa que yo odio a los comunistas!”. Seguidamente y sin recibir atención alguna, continuó en sus tumbos alrededor del salón hasta que, de nuevo, se acercó otra vez al mismo corro: “¡Su Excelencia, que sepa que yo odio a los comunistas!”. Se dio media vuelta y siguió rondando entre espejos y tapices hasta que, una vez más, se acercó al corro y gritó. “¡Su excelencia, que sepa que yo odio a los comunistas!”. Entonces, cansado ya de lo mismo, Franco se volvió y le dijo: “Vamos a ver, Agustín, aquí todos odiamos a los comunistas”. Y Foxá, le miró fijamente y le espetó: “¡Pero yo más, Excelencia!”. “A ver, Agustín, por qué tú más”, preguntó Franco. “¡Pues porque me obligaron a hacerme falangista, Excelencia!”, y se dio media vuelta torera dejando tal lance allí en medio.
Las cosas han cambiado y por mor de las circunstancias democráticas, tal vez, estas anécdotas no se pueden repetir con la misma sabrosura. Sin embargo, en el fondo –miremos siempre en el fondo de las cosas- hay algo en esta anécdota que no es folklore y que representa perfectamente la responsabilidad que cada cual tiene para no provocar desengaños ni frustraciones que acaben engrosando, sabe Dios qué filas, sabe Dios qué bandos.  

 

 

miércoles, 26 de febrero de 2020

ANTINOTICIA


Estoy convencido de que la antinoticia constituye la realidad. Y que esta realidad es justamente lo que no se ve, lo que no se piensa, lo que no se tiene en cuenta, sino la que nos tiene en cuenta. Una antinoticia es que, con el desaire y la indiferencia de los indolentes, presiono el interruptor y se enciende la luz. Una y otra vez al cabo del día (el día es otra antinoticia), hago este gesto y muchos otros que vienen a ser el contexto de una vida corriente. Una antinoticia es Galdós, que retrata la realidad sin salirse de ella, ni por el lado de los accidentes ni por el de la imaginación. Una antinoticia es también ese Galdós fuera del foco de los aniversarios, ese que anduvo al alcance de miles de lectores mientras la actualidad no le prestaba la más mínima atención, pero que era realidad viva, contante y sonante.
Apabulla la realidad igual que al boquerón le apabulla el océano. ¿Qué será el agua?, le decía un boquerón a otro. Y nosotros andamos como los boquerones en medio de una realidad de la que conocemos partículas aisladas, pero que no dan medida del medio en el que respiramos. Cada una de esas partículas lleva en su corazón la fuerza abolicionista de la realidad y se impone su parcialidad ocultando todo lo demás, que siempre es más grande y más importante. Tal vez, para lo que estamos desentrenados es para mirar detrás de cada acontecimiento el lado antinoticia que lleva adherido. El mundo de la comunicación nos está venciendo como jamás había ocurrido, porque lleva la diabólica aspiración de convertirse en océano cuando sus límites no lo hacen más grande que una charca. El coronavirus, si algo tiene de bueno es que ha paralizado el cambio climático. Es una parálisis virtual, se entiende, porque la realidad sigue su curso al margen de los focos y los taquígrafos. Es más, la fuerza de la antinoticia viene dada por la noticia misma, que una vez se proclama anomalía da fuste a la realidad: “la excepción confirma la regla”. Y la “regla” es el contexto, la realidad, el océano.
Situados en esta perspectiva, toda la crónica política, social, cultural, etc., se erige en distracción, más o menos intencional sobre la gran masa de consumidores. Probablemente, nunca han ejercido esa función derogatoria de la realidad como en este tiempo, cuya característica ordena que, nada que no esté en las redes o en los medios existe. Y, sin embargo, la mayor cantidad de existencia, es la que queda fuera, a la espalda de la noticia o, quizás, lo que verdaderamente existe es lo que queda derogado por la virtualidad. La antinoticia es contrapunto dialéctico que se subyuga, es la pugna vigorosa que la naturaleza plantea contra la sociedad y queda aparentemente derrotada. Pero no es así. Lo que consumimos es realidad, no virtualidad. Lo que nos contiene es la parte no visible de las cosas: la salud como presupuesto de enfermedad, la paz como cubículo de cualquier alteración, la seguridad como ley conculcable, la solvencia como estatus vulnerable, la alegría como superficie serena donde pueden caer las piedras de la tristeza. Y, para tristeza, saber que, como boquerones, no nos es dado saber lo que es el agua si no nos sacan de ella y morimos de pura asfixia porque nos falte la realidad para respirar como respiramos.