viernes, 26 de junio de 2020

NO AL HOTEL EN GENOVESES


La Institución andaluza que nos gobierna, eso que se llama Junta de Andalucía, acaba de autorizar una quiebra en el paisaje natural de una de las mejores playas del mundo, “La Bahía de los Genoveses” en Cabo de Gata. No hace falta metáfora que dé sentido figurado a esta conjura de los necios. Firmar un papelote donde se diga que, según La Junta, se puede hacer hotel en semejante paraje, es como autorizar a Coca Cola para que empapele la Capilla Sixtina de publicidad sobre los frescos de Miguel Ángel. Quien no entienda la diferencia entre un póster de las tortugas Ninja y un fresco de Miguel Ángel, puede optar a Consejero de la Junta sin parecer extraño.  
A riesgo de quedar como “chivo explicatorio”, quisiera apuntar algunas razones de peso para oponernos a esa autorización. Las razones de carácter ecológico y medio ambiental fundamentan su calificación de “Parque Natural” y, por lo tanto, bastaría tomarlas en serio para que, los mismos que la mantienen como “Parque Natural” las respetaran. Mis razones son de otra índole, aunque conmino al lector a no eludir la potencia extraordinaria del argumento que acabo de dejar atrás. No porque no lo vaya a desentrañar tiene desperdicio alguno. Treinta habitaciones caben en cualquier rincón de la urbanizada San José,  situada a muy poca distancia.
De entre todos los efectos benéficos que proporciona la visión de un paisaje, el gozo de la tranquilidad y la elevación del espíritu que nos proporciona es el de mayor consideración, desde mi punto de vista. Y es así cuanto más sea objeto de la “intuición” y no del “querer”.  “No deseamos las estrellas, gozamos con su esplendor”. El paisaje, nos dispone tanto más a lo sublime cuanta menos relación tenga con nosotros y se aleje, a ser posible eternamente, de la agitación humana. En eso consiste en gran parte el placer que nos proporciona la naturaleza. Conseguir una percepción desinteresada, sin el menor atisbo de interactuar artificialmente, es un propósito muy cercano a las experiencias, hasta ahora, que el visitante de la zona va buscando.
A propósito del visitante habitual de la zona, convendría observar su especial predisposición para anular toda traza que lo haga parecerse al turista común. Allí el visitante es de repente viajero que para aceptar la invitación del mar a una zambullida, ha de transitar las veredas rodeadas de chumberas y esparto, hay acantilados, calas, rocas, dunas, isletas. El paisaje se africaniza, no hay coches cerca, ni asfalto, el viajero es caminante y primitivo, sobre todo, primitivo, dicho en el sentido de lo que lo sagrado inscribe en el origen del hombre. Todos han madrugado para integrarse como partículas propias del terreno. Quienes no madrugan, han de saber esperar. Aquellos que acarreen su voluntad a cuestas, ya sea en el fondo de una neverita de frigo, o en la riñonera, se podrán mover como individuos sobre la corteza terrestre, pero jamás serán contempladores de sí mismos en el estómago natural del medio y no se sentirán como un pensamiento del cosmos. Los primeros no vuelven, los otros son paisaje.
Para los que lo hemos vivido, la cooperación espiritual del espectador o del transeúnte es necesaria para la conformación del espíritu de la naturaleza. No hay naturaleza sin cooperador necesario. La ley fundamental de la naturaleza exige unanimidad en las alianzas, sin las cuales, puede construirse un Benidorm, pero nunca la “Bahía de los Genoveses”. Aquí el humano ha de dejar de ser turista y, así es. No venga La Junta a poner un banderín de helados en medio, si no quiere que les pongan una pegatina en la frente de “imbéciles”, dicho sea sin el menor respeto. Les basta con mirar  los resultados que la voluntad de José González Montoya hizo en el entorno. Desde San José a Cabo de Gata, todas las tierras eran suyas. Nunca permitió especulación alguna. Su viuda, Doña Paquita, tampoco. Gracias a esas voluntades poseemos el Parque Natural como argumento. ¡No sé cómo se atreven a contradecirlo!
 

lunes, 15 de junio de 2020

TABÚES


Entre las obras que no he escrito ni escribiré en este siglo hay una vastísima cartografía del tabú. Puede ser que las grandes obras, aun sin ni siquiera un esbozo mínimo, estén siempre haciéndose –como le sucede a Dios-. Llego a imaginar que la anatomía humana esconde un órgano en forma de baúl en un lugar remotísimo al que se puede llegar sólo por inmersión y entrenamiento. Sería un pedazo de víscera unida, quizás por un microscópico hilo, a la boca y con la función de cerrarla a tiempo. El impulso que tensa el hilo y lo contrae retiene con un automatismo reflejo la tinta con la que se tendría que escribir. La ardua hazaña de llegar hasta el baúl requiere no tener que subir a respirar cada cinco minutos, dosificar las fuerzas, y el empeño de un guerrero al que se le ha encomendado rescatar los ojos de un animal mitológico que tengan el poder de ver en las tinieblas.
Los tabúes tienen la costumbre de pasear sin sombrero, pero no pierden la ocasión de mostrar cortesía, quitándoselo cada vez que coinciden con alguien que los reconozca. En el fondo de ese baúl viven profusamente como anotaciones infinitas de un mundo fingido y que, en cambio, es tan mundo como el mundo consumido o que nos consume. Con la misma facilidad que tienen los líquidos para adaptarse, se agrupan por clandestinidades. Tejen el entramado de confidencias afines formando verdaderas familias de secretos. Los que comparten la triste indiferencia del desprecio son como espejos de goma, elásticos, aleatorios y leales al escondite que les ha tocado. Cada modulación ensancha o adelgaza, conservando la tensión de volver a su estado natural, pero la conciencia no lo resistiría. La conciencia se encapsula en una piel cristalina, cuya permeabilidad es mayor cuanta más hondura alcance. En la superficie es rígida, impermeable y hermética. En el baúl constan restos de conciencias que llegaron a asomarse.
Otras veces, ya en posesión de los ojos del animal, ojos que ven en las tinieblas, ojos que no tienen el hábito de arrodillarse, ojos con la verdad al cuello, la retracción que el tabú impone es el cuidado del otro. El tabú, como prohibición sin ley, posee su naturaleza o, mejor dicho, es naturaleza. El fascismo de la naturaleza es mayor que el de cualquier sociedad y, atendida esta contrariedad, quien tenga en sus manos los ojos del animal mitológico, con tal de no violentar, calla. ¿Pero qué pretende, entonces, la escritura si no ser un disparo inmortal que va haciendo la muerte de las grandes comodidades del alma? ¿Acaso Dios no está haciéndose? Pues su muerte, también. He aquí uno de los tabúes de la obra que no he escrito ni escribiré. No es bastante con rechazar la idea de que “muerto Dios, se acabó la rabia”, sino que el combate entre los diferentes tabúes es la prueba de que ninguna rabia se acaba y, mucho menos cuando puede verse en la oscuridad.
Al margen de la esencia del tabú, puede observarse la actitud que lo explica. Su fatalismo es una maldición con dos cabezas. Mientras una no deja de mirar a las convenciones, la otra se centra en la conciencia.  Puesto que en el descenso nos encontramos con la paradoja de Zenón con su flecha que no llega, pero que en realidad sí llega, estamos en situación de escoger con libertad cualquiera de ambas soluciones, siempre y cuando sepamos que ambas soluciones son auténticos problemas. Y es por ese tamiz por donde se quedan atrapados los tabúes en el fondo de la víscera o del baúl. Lo sé porque, sin llegar, me he asomado. Y, al hacerlo desde el balcón de la memoria biológica, se vuelve en “yo clandestino” hacia la superficie o bien te conviertes en inadaptado. Menudo bicho.      

              

sábado, 13 de junio de 2020

ABIERTO AL MONÓLOGO

Acabo de coincidir conmigo en el ascensor de mi casa. Ha sido horroroso. En primer lugar porque mi casa no tiene ascensor. Y, si en un primer momento pensé que se trataba de un mal sueño, imagínense el espanto de saber que no. No ha sido un reconocimiento paulatino, sino instantáneo. De pronto, frente a frente, he podido acusar el fondo de tranquilidad que sostiene el terror de la situación; la serenidad en un lado y la tempestad en el otro y ambos estados compartiendo el mismo aspecto. No es plato de gusto, puede jurarse, la coincidencia a traición, cuando no había hecho más que ir a por el pan calentito del día.
Yo vengo de la panadería, no elucubres, pero a saber de dónde vienes tú, le he dicho. Pues vengo del campo, me ha soltado, de recolectar domingos y, con lo que traigo, casi llego a un año sabático. Si aún pudiera acudirse al lenguaje taurino sin incurrir en tropelía, diría que eso ha sido un pase de desprecio, del que se sale desorientado y sin saber qué ha pasado.
Desde luego no da el tono para una conversación de ascensor al uso, pero eso no me ha impedido entrar en sofocón y empezar a darme aire con un folleto. ¿Crees que abanicarse con el programa de festejos es una forma de estar en el mundo de la cultura?, me ha preguntado de golpe. Pues no sé, he balbuceado. La cultura ha dejado de ser concepto para convertirse en comodín o en idea.
¿Y no se te ha colado en la espuerta ningún martes, ningún jueves? ¡Cómo renunciar a las excepciones, si uno quiere confirmar las reglas! Además, para que sea sabático el año, ha de contener sus trazas de laboriosidad. Un sábado no es un festivo “puro” al estilo del domingo, sino una aspiración o una anticipación, lo que viene a ser mucho más lúdico por esperanzador que el propio día festivo. El domingo es un objeto de consumo; el sábado, en cambio, es un deseo. El confinamiento, por ejemplo, ha estado repleto de domingos y, por eso, nos hemos agotado. Hay un importante “tedium vitae” en la ejecución del ocio que no lo hay en su planificación. Lo que se prometía como una pandemia renacentista o, en cierto modo, enciclopedista, ha devenido en paréntesis a secas. Si es verdad que los grandes acontecimientos del mundo tienen lugar en el cerebro, no se explica que tanta gente aburrida no hayan dado lugar a una nueva explosión de arte, ciencia, espíritu o pensamiento, salvo que no se hayan recolectado a propósito algunos lunes o miércoles con que aderezar los domingos.
Entonces tu recolección hay que tomarla como una predicción, creo. ¿Cómo saber cuándo se entra en hastío? Pues porque te metes en más de una semana sin enamorarte, eso es definitivo. Cuando reservas el gozo para más tarde como si el tiempo fuera abundante. Cuando te conformas con la felicidad de las piedras y aceptas la ausencia de dolor como único destino. Cuando renuncias al furor en favor de la lucidez y persigues aniquilar los demonios para acabar con la rabia y no rascas la piel fina del globo por tal de no saber nada de la fealdad divina de la naturaleza. Las realidades telúricas no conducen al pesimismo, sino al humor. Esa es la risa sardónica de Sade, que contempla la vida como una comedia y no como una tragedia, como un encuentro entre Apolo y Dionisio. Se entra en hastío cuando no procuras que la naturaleza se salga con la suya bajándole los humos a los pomposos ideales. Por eso el campo da tantos domingos, porque constituyen la natural esencia de los flujos. Y la vida, si es algo, es fluir. No me mires así, me dice sin una mínima mueca de aprecio. Hoy es el día internacional de la mala sombra, ¿vas a dar el pregón?  Yo sigo abanicándome, antes de que llegue el domingo y me pille desprevenido. Encantado de conocerte, me digo, y salgo hacia la izquierda, siguiendo las indicaciones de salud mental.    

viernes, 5 de junio de 2020

CARTILLAS DE RAZONAMIENTO.


A la sombra de un buen silogismo refrescan todas las conclusiones, por decir algo. Más o menos así lo exigía un profesor de derecho romano en sus exámenes: “concluyan lo que quieran, lo que me importa es el razonamiento”. En nuestro sistema judicial son los fundamentos los que avalan el fallo y el sistema legislativo precisa de exposición de motivos para argumentar la ley. No puede defenderse una tesis sin el preceptivo estudio. No hay sistema filosófico que no esté precedido de un ramaje racional hilvanado sin solución de continuidad. Sin embargo, el problema adquiere una titánica envergadura cuando se repara en que siempre se acude a la razón para negar la validez de lo que la razón descubre y, por lo tanto, tenemos que fiarnos de la razón para comprender que no debemos fiarnos de ella. Un conocimiento que no tenga el respaldo de la intuición, puede caminar mientras no se repare en que no tiene pies. Y los hay sin pies ni cabeza. Eso sucede cuando la intuición, no sólo no acompaña al razonamiento, sino cuando se opone a él.
El interés clasificatorio que nos ha caracterizado a las personas, diferenció a los seres vivos entre “racionales” e “irracionales” y metió a los humanos en el primer saco. Aparte de ser una de las clasificaciones más prematuras que he conocido, con un mínimo de técnica aplicada haría prosperar una recusación general, pues no se puede consentir ninguna clasificación proveniente de un juez que es parte. Si la clasificación hubiera partido de una libélula, cuya perfección en el vuelo es mayor que la de un helicóptero, o de un ruiseñor, cuyo canto es un silogismo armónico de conclusiones musicales sin parangón, hubiéramos tenido que admitirlo y convivir con ellos en el mismo talego. Pero es más que dudoso que un ser vivo pueda ser racional cuando usa sus razones para destruirse, salvo que en eso consista precisamente la racionalidad, en destruir al destructor. En ese caso, no tengo nada que decir y el ruiseñor se habría percatado.
El proceso racional es así un adorno de una voluntad original que ancla su génesis vaya usted a saber dónde. A partir de esta sospecha, todo hilo argumentativo es esclavo de un deseo o de un interés, consciente o no, que es anterior y, sobre todo, más potente que el propio razonamiento. No obstante, lo humano consiste en justificar, como pedía el profesor de romano: “da igual lo que usted diga, pero razone”. Y eso es muy peligroso porque, llegados a un punto, a mí me importa más lo que se diga que lo que se razone. “Los sueños de la razón producen monstruos”, decía Goya. O, dicho de otro modo, lo humano es el humanismo, tenga o no el respaldo de un ejército de razones armadas hasta los dientes. Y lo humano es todavía mistérico, mágico y sagrado de donde emanan sensaciones, emociones, intuiciones y trascendencias inclasificables. ¿O es que no nos hemos dado cuenta de que, por más fundada que esté la última sentencia de la manada en el caso de Pozoblanco, el fallo es un fallo, que, acaso, atente contra el humanismo con razones goyescas, por decirlo así?
Distribuidas entre la población las “cartillas de razonamiento”, a cada uno le ha correspondido un número de razones igual que a los otros, pero los cupones, antes de ser arrancados para su uso, han de contener los silogismos de cosecha propia para alcanzar validez plena. Siendo, en principio, razonamientos dispares que atienden intereses y voluntades particulares, pueden ser intercambiados, uno a uno, en función de las necesidades de cada portador. El mercado de cupones, es decir, de razones, tiene, según lo visto, un funcionamiento idéntico al que tiene el tráfico de mercancías y está sometido a la ley de la oferta y la demanda. Todos venden y todos compran, unas veces al alza, otras a la baja, según se paguen, según la moda, según interese y, no sé si hay razones para esto, pero si las hay, no las compro.