martes, 11 de junio de 2019

Flamencos en Hacienda


           
En muy pocas décadas se ha pasado de un turismo reservado a las élites a otro de carácter más popular. En poco tiempo, además, bajo el paraguas del mismo concepto, se han adoptado nuevos modos de hacerlo. Hablo, naturalmente, de sociedades desarrolladas. Hacer turismo es una actividad cada día más común y, al mismo tiempo, con más posibilidades. Hoy se puede hacer turismo dentro de tu propia ciudad y apuntarse a alguna actividad lúdica cada fin de semana. No es indispensable tener vacaciones o, ni siquiera, contar con un fin de semana. Basta poner mirada de turista para acercarse a las cosas cotidianas. En buena medida, el placer que nos proporciona viajar viene de esa actitud turística y no tanto de las novedades que tal o cual destino nos proporciona.
            Hoy, como he tenido libre toda la mañana, me he propuesto hacer turismo en la Delegación de Hacienda. Para la ocasión, chanclas y riñonera. El dinero lo he distribuido entre varios bolsillos, se puede imaginar uno por qué. Por entrar no cobran entrada porque se supone que ya la tienes pagada de oficio y porque Hacienda somos todos; aunque unos más todos que otros. Hay que decir que está en estos momentos en plena campaña de la Renta; época análoga a la de anillamiento de flamencos en las lagunas de Fuente Piedra o de berrea en Cazorla, valgan los ejemplos. Sorprende, nada más entrar, la gran cantidad de “stand” a los que puedes acudir. Esto es la “feria de las imposiciones”, diríamos. Grandes masas de flamencos zancajean por los contornos y, de uno en uno, beben algo en los mostradores de donde salen anillados y es cuando empiezan a berrear.
            Está haciendo una mañana estupenda (“haciendo” es el marido de “hacienda”, que hubiera dicho cualquier niño jugando con las palabras. Véase que la mujer de “haciendo” hace más que el marido, aunque barra para adentro). Están muy organizados en todos los sentidos. Para que el turista de ocasión no visite la Delegación en día corriente, siempre hay eventos concretos fechados para cualquier día del año y están expuestos al público en un “Calendario General del Contribuyente”. Es muy curioso, a juicio de este turista. Las fechas no marcan el día concreto en el que ha lugar el evento, sino el final de los periodos en los que tienen lugar los acontecimientos. Anoto unos cuantos porque suenan divertidísimos. Por ejemplo: el 31 de mayo finaliza el plazo para la “declaración anual de cuentas financieras de determinadas personas estadounidenses”.  Ojo: “determinadas” personas, ahí es nada el suspense que suscita esa actividad, no lo nieguen. ¿Quiénes serán esos “determinados”? Otro ejemplo: el 1 de abril termina el periodo para presentar la “declaración informativa sobre clientes perceptores de beneficios distribuidos por instituciones de inversión colectiva españolas, así como de aquellos por cuenta de los cuales la entidad comercializadora haya efectuado reembolsos o transmisiones de acciones o participaciones”. Creo que ese día, seguramente, habrá un concurso de análisis sintáctico. No me lo pierdo.
            Tengo que admitir que el turismo por Hacienda es fantástico y puede serlo aún más si uno se involucra en todas las actividades que tienen programadas. De momento, voy a hacer un pequeño alto en el camino y a tomarme la consabida cerveza de turista en parque temático. Le pregunto a un funcionario por los bares. ¿No ha visto usted que los “bares” le presionan por todas partes? Tiene razón.

              

martes, 4 de junio de 2019

Cumpleaños


           
Cumplir años es una vulgaridad tan ordinaria como cualquier función orgánica indispensable para continuar vivo. Incluso, si se me apura, el mismo hecho de estar vivo es una vulgaridad. Es transitoria, eso sí, pero vulgaridad al fin y al cabo. Es decir; es una impertinencia de menor cuantía si la comparas con la vulgaridad de no estar vivo. Porque esa es otra; la ordinariez de la muerte no impide la ordinariez del temor que nos suscita, cuando a mi entender lo verdaderamente inquietante puede ser un verso a destiempo. No digamos ya una indiferencia inesperada o una promesa vacía; esas sí son marcas en el agua de extraordinario valor inquietante. No solemos anotarlas ni aún en los días de balance. Eso no es nada grave si se cae en la cuenta de que debemos recordar siempre que las peores cosas han de olvidarse, unas veces por activa y otras por pasiva.
            Cumplir años no tiene mérito alguno frente al mérito de cumplir con lo prometido o cumplir un sueño inalcanzable o, más aún, cumplir con la extraordinaria tarea que nos exige el sentido común de incumplir de vez en cuando, como corresponde a un mínimo de condición humana. El tiempo no nos hace y, por eso, no es causa de existencia, sino consecuencia de ella y, de cada cual depende teñir el tiempo que instaure de un solo color o de muchos. Por eso, cuando llega el día de un cumpleaños, lo que sí felicito es saberme uno de los colores de su tiempo; pero eso ocurre sin fecha, sin tiempo y sin vulgaridad. A veces, lo celebro siempre.    

miércoles, 22 de mayo de 2019

Fallece Eduardo Punsét

           
Acaba de fallecer Eduardo Punsét, con el mismo sigilo que pronunciaba sus divulgaciones. Hemos de dar por seguro que su rizada cabeza de querubín le proporcionará el pasaporte adecuado para sentarse al lado de los justos, ya que no es tiempo de que sea para un cuadro de Leonardo Da Vinci. Se caerán bien y D. Eduardo nos esperará con toda la ciencia aprendida para contarla.
            Su viaje por la política me hizo conocerlo en 1994 cuando presidía la fundación “FORO” a la que pertenecí. Con esa fundación me presenté como candidato a las elecciones al Parlamento Andaluz, en coalición con otra fuerza política. De su figura sólo emanaba el objetivo del estudio y el conocimiento, objetivos principales de la fundación. Estuvo destinado a transmitir entusiasmo por la cultura y por enseñar que la realidad es una tupida red de hilos entrelazados todos con todos. No por otra cosa su programa –relegado a la madrugada- se llamaba “Redes”.
            Con él aprendimos que “el alma está en el cerebro” y “el viaje al amor”, por ejemplo. Aprendí con él que, frente al imperativo de la vulgaridad de las muchedumbres y de la mediocridad de los tiempos, cualquier persona tiene una misión que cumplir frente a tanto lodazal. Que más vale ponerse manos a la obra que adocenarse y quejarse por la densidad de los hechos. Aprendí que la ardua tarea de cumplir con la misión no puede torcer la curva que dibuja una sonrisa. Enseñaste tantas cosas, Eduardo, que temo falte tiempo para aprenderlas todas.
            Pocas veces, muy pocas veces, la ciencia y la política pierden a la vez una guía por un fallecimiento. También pierdo un Maestro o quizás no. D.E.P. 

miércoles, 20 de marzo de 2019

A USTED SE LE NOTA QUE NO LO HAN MATADO NUNCA.

A usted se le nota que no lo han matado nunca, -me dijo de repente poniendo una voz que me sonó a disparo retroactivo-. No lo tengas tan claro, -le dije-, me gusta teatralizar y vivo intermitentemente en pose de ficción o de realidad. Pues no te han matado nunca ni en ficción ni en realidad –insistió con el aplomo del que sabe lo que dice- y se te ve a leguas. Cualquiera que se cruce contigo se dirá: “a éste no lo han matado jamás” y continuará su camino convencido. Contrariado pensé en la intromisión que supone tal convicción en la intimidad ajena y me limité a preguntarle en qué basa tal disparate. Es obvio por tu modo de escribir novelas y por cómo pronuncias la palabra “aguacero” con ese acento tan vuestro de los vivos perpetuos. Mira, no, por ahí no paso –comencé a contradecirle- me han matado tantas veces como veces me han vivido. Narraría en este momento varios episodios que recuerdo bien y otros tanto que he olvidado si me ofrecieras confianza y no te hubiera perdido el respeto. Resulta que tengo por costumbre no hablar con personas extrañas y, mucho menos, andar respondiendo a muertes que me endosan o me quitan sin un mínimo de vergüenza. Si quiere usted puedo disimular –me dijo con más severidad si cabe- y afirmar que no hay quién le entienda. También puedo decir que no hace falta que se explique más, de sobra es conocida mi circunstancia sometida, pero no me conformo con la condición de extraño. Si alguien me conoce es usted. Puede que no tengas nada de razón –comencé a pensar en voz alta- y es inquietante admitirlo. Para mí es una sorpresa que me hables, cuando en verdad no hago otra cosa que escucharte.
Le hablo desde el mismo instante de mi concepción, bien lo sabe usted. Tiene que acordarse de ese principio porque lo normal no es eso. Lo que es costumbre o, mejor dicho, ley natural, es venir al mundo primero y tras un tiempo más o menos breve comenzar a hablar. Usted sabe que nacer y hablar fue todo una sola cosa. Fue usted el responsable único de tal tropelía. Y si no fuera porque de un modo misterioso y por un súbito cambio de criterio me salvó de aquel terrible aguacero, cuando en realidad nadie me había visto, nadie me había oído y nadie sabía de mí, no le haría ni caso, entre otras cosas porque el que no es nadie, poco caso puede hacer. Después me coloca usted en la impúdica tarea de narrar sus andanzas ¡y me lo hace a mí!, que no soy dueño de saber hasta cuándo y cómo he de vivir. Llevo muchas muertes, compréndame. No hay decencia en encomendar a un personaje la obra de escribir, a su manera, una novela sobre su propio autor e, injustamente, pasear su omnipotencia en cada cuerda floja que es un renglón. Yo le mato y ahí se queda.         

lunes, 21 de enero de 2019

EL RÍO Y YO.


           
Imagino el desahogo infinito de las aguas de un río al verter su caudal en el océano. No porque su esencia sea líquida o moldeable a los avatares de su recorrido, el camino es menos intenso. Si su cuerpo posee la elasticidad y la facultad de adaptarse no es en menoscabo de los accidentes del terreno, que bien permanecen inalterables, sino en perjuicio de sí, pues, de otra forma, hubiera embarrancado sobre el primer promontorio y, sin embargo, esa facultad de disimulo de su cuerpo líquido, le obliga de continuo a proseguir se interponga lo que se interponga.
            No puede hacer más que seguir su natural destino, sin ninguna libre voluntad por imponer. Lucir el brillo cuando un alto sol se desparrame, o ennegrecer sus escamas al caer la oscuridad, revolver la cadera en el codo angosto del montículo, o descansar en la ensoñación de un lago manso. Mas si de tal suerte de fatalidad está templado, aún es peor saber lo que vendrá. El surco de su viaje está marcado y cada golpe reclama su atención anticipada. Es el precio por desembocar limpio.
            Este chocar, arrastrar, salpicar o caer desde el lecho plácido y previsible por un salto encrespado, o reventar su textura en un millar de partículas contra una roca, por más que hermosee el paisaje y sea estímulo de arrullos y paraísos, supone la momentánea herida que ha de sanar después al retomar el apacible cauce. Pero en lo más íntimo del agua, la memoria guarda el troquel de cada trauma y, aunque lánguida y extendida señoree en los remansos del camino una suave lentitud de paz o un leve gorjeo de juvenil desenfado, en los espejos de sus entrañas se ven las cicatrices.
            El fluir de la corriente no compone oratoria alguna, ni se desvela por su boca la salvaje trayectoria que va mojando. Su discurso está en los ojos de quién lo observa, y, a fuerza de mirarse, está mirando.    

domingo, 8 de abril de 2018

UN PENSAR RASURADO

Alcanzar verdades ontológicas sobre la realidad cotidiana no es un asunto exclusivo de la filosofía reconocida y, si bien es verdad que la entidad del pensamiento se acepta mejor cuando se  cubre de una cierta seducción lingüística, también hay que admitir que, fuera del lenguaje, hay verdades incontestables de uso diario como la de que “cuanto menos me afeito, más duran las cuchillas”. A primera vista se trata de una pretensiosa evidencia con mayores aspiraciones de las que podría suponerle cualquier lector desocupado; sin embargo, ha sido desechada como parte de la “ley de la naturaleza doméstica” una y otra vez, sin que tal elusión pueda clasificarse entre las conscientes o inconsciente, sino entre las idiotas. No es así, y se pueden hacer comprobaciones de distinta factura. Una de esas comprobaciones es precisamente la factura del Mercadona que a poco que se repase canta tal conclusión. No basta con que la frecuencia de compra sea menor, eso puede llevar a engaño; hay que dudar, pues esa es el eslabón más fuerte del método filosófico y elucubrar si cabe la posibilidad de que se hayan comprado en otro sitio, por más que en estos tiempos casi todo el mercado sea Mercadona (de ahí su nombre premonitorio). Que estas disquisiciones puedan pertenecer al mundo sensible o al mundo ideal no es cuestión discutible ya que mis cuchillas llevan incorporada una mesilla de gel suavizante y, por eso, Platón no dudaría en incluir esta realidad en el primer mundo. Tampoco es una acción banal sin consecuencias planetarias de primer nivel, pues de tal axioma se colige que, con poco que pongamos de nuestra parte, tenemos la capacidad indiscutible de interceder en la obsolescencia programada de los materiales afeitándonos cada tres días en lugar de cada mañana. Otro protocolo de verificación es la observación directa de los objetos que, al parecer es simple porque consiste en mirar las cuchillas en el cajón de las cuchillas; pero hay que incluir, querámoslo o no, la cuantificación del tiempo y eso requiere haber leído a Kant y saber que la entidad “tiempo” no pertenece más que a la condición mental humana, lo que complica la cosa gravemente. Esta formulación admite, sin duda, dificultosas derivaciones de cuya trascendencia no voy a hablar en este apunte porque, por ejemplo, se podría determinar que “cuanto menos me afeito, más duran las cuchillas siempre y cuando no las use para cortarme las venas” ya que las cuchillas que cortan venas son de un solo uso y eso todo el mundo lo sabe.

miércoles, 4 de abril de 2018

Mujeres:costumbrismo y tradición.


Bajo el señuelo de la tradición se nos cuela la antigüedad y el antaño. Hay una distancia insalvable entre lo simbólico y lo costumbrista. Lo primero alude, apunta, sugiere y se expande en la conciencia, buscando, si cabe decirse así,  el tamiz subjetivo y personal. Lo segundo impone, dogmatiza, impregna y, sobre todo, acusa y condena su transgresión. Buscar, por tanto, en las raíces, aquellos botones de muestra que ilustren, enseñen y expliquen el “status” social contemporáneo parece obligatorio en una sociedad sana. Traer a la modernidad las esquirlas de la historia es hacerle el relato de su existencia y es mostrarle el camino que se ha hecho ya y que por haberse superado, puede mirarse así desde el hoy. Es esa una de las misiones de la tradición. Sin embargo, cuando lo que se sustancia es el retorno de comportamientos cuya pretensión es modelizar valores agotados hace tiempo, estamos en otro asunto que bien puede llamarse retroceso. La sociedad que pierde perspectiva sobre los abundantes matices que cuelgan del término “tradición” ya no es tan sana. Cuando se permite la visibilidad de la imagen de una Virgen, eso es tradición; pero cuando se le condecora, es antigüedad y reacción. Sobre todo es despropósito que obvia el doloroso mensaje que le llega a toda mujer, en cuanto a la exaltación de lo que fue en su día una coacción sexual contra la condición femenina. Si se recuperan los discursos que devalúan a una mujer frente a otra por el hecho de haber roto la telita vaginal, alguna regresión estamos soportando; las mujeres más. Y cuando las mujeres regresan un peldaño, los hombres regresamos dos, como dicta la casuística de la historia. Pudiera ser que, como efecto colateral, se vayan sutilmente instalando hábitos de recriminación, sanción moral e incluso, como en el caso reciente de una soldado arrestada por no asistir a los actos religiosos del día de la “Inmaculada Concepción”, sanción reglamentaria. No resulta aceptable admitir sin una mínima voz de repulsa la difusión, sacada del oscurantismo medievo, de una moralina que por alabar una condición –la virginidad- está degradando lo que jamás debió degradarse. El poderoso patrimonio pedagógico de la tradición no puede esconder sibilinamente arcaísmos y anacronismos de otras generaciones y no porque su tiempo esté agotado, sino porque la sensibilidad común debe estar a la altura de los tiempos. Siendo verdad que los miembros de una generación no tienen como carácter distintivo el ser contemporáneos (el vivir en el mismo tiempo), sino el de ser coetáneos (de vivir del mismo modo el tiempo), la tarea de la sociedad sería la de incorporar los símbolos y las tradiciones a la generación coetánea y no a la inversa: que las tradiciones nos lleven al  modo de vivir de sus épocas.