lunes, 19 de abril de 2021

Ayuso bajo Umbral.

 

No es extraño que en España, dado su pintoresquismo, se nos hagan visibles las caricaturas que deambulan en los umbrales del escenario natural de la Corte. Personajes siempre hay que actúan con muchísima más enjundia que los actores principales. Salidos de la pluma póstuma del insigne Umbral, continúan haciendo méritos narrativos en el imaginario de aquellas sus columnas. Ayuso es uno de esos valleinclanescos tratados con aspiraciones a tardofranquismo, monja-alférez, Pitita Ridruejo y Sor Jerónima de la Cruz. Me da en la nariz que Paco Umbral está dictando “su libro” desde más allá del programa de Mercedes Milá. Y nos está deleitando con una figura que mejora en mucho la realidad. ¡Qué no daría yo por leer lo que tuviera que decir Umbral sobre Ayuso! Lo que es de justicia es reconocer que tenemos personaje. Y teniendo personaje, se tiene relato, novela, poesía y ensayo. Las columnas, decía Umbral, son una suerte de género en el que el escritor sacrifica parte de un ensayo, parte de la lírica y parte de la actualidad, pero quedan señales de todo ello.

Mirado así, Ayuso nace como columna propia, renunciando al fundamento de lo que representa y sin menoscabo de lo representado. Pierde los argumentos como un coche rechoncho pierde el aceite por la culata, sin que le roce lo más mínimo ninguna contradicción, porque ese no es el juego que se trae, si es que se trae alguno. A ella le basta con que el coche le lleve a donde quiera, atascos incluidos. En España no queda ya nadie que le ponga atención a un argumento, ni falta que hace. Eso lo sabe Ayuso sin haberlo aprendido, de pura sabiduría socrática y asilvestrada. No tiene más que darse un paseo por taquilla y los espectadores, tan voyeurs como han sido siempre los lectores de ABC en el parque del Retiro, se le agolparán para pedirle un autógrafo, como el que se encuentra de golpe y porrazo con Eva Perón en la cola de la verdulería.

De su donaire folclórico le queda, como resbalado, una pátina lírica que la expone entreverada de Lorca, con perdón del Federico que la padeciera, y sin llegarle a la suela de los zapatos a Yerma, pero sí a Margarita Xirgu en el papel de madre de la novia en “Bodas de sangre”, porque su actuación se la está creyendo desde el primer instante, como figura maternal que no deja de oler nunca una tragedia. Ignora que la tragedia es ella. Cerril, negra y tupida, puede sonreír cuando propone una caña y, ya se sabe lo que ocurre en este país de bares cuando se nombra la caña; que todos pican. A la charanga y la pandereta le hacía falta una bailaora descalza de la que se dijera lo que se decía de Lola Flores: ni sabe bailar, ni sabe cantar, pero hay que ir a verla. Su figura es un acontecimiento, un hito, un subgénero en el género de Madrid.

Es el pasado el que, con ella, vuelve a la moda, al presente. Nos quejábamos de la memoria histórica, y resulta que nos está devolviendo el blanco y negro. Da igual el bando, porque para pasar por miliciana hay que admitir que posee el punto rebelde al que le viene estupendamente el color republicano pintado en gama de grises. Posee esa mirada retrospectiva que lleva en las pupilas el velo negro que le cubría la cabeza y los collares a doña Carmen Polo y, para colmo, nos trae la comisura pícara de una corista del teatro chino. En política no se ha visto ninguna Isabel tan completa desde Isabel la Católica y, aquí estamos, pensando todos los días: ¡si Umbral levantara la cabeza!  


domingo, 18 de abril de 2021

La erótica de la estafa.

 

Ahora que todos somos enmascarados y que la inercia histórica nos tapa la boca, estamos en mejor disposición que nunca para hablar sin ser notados. El tapaboca es tan solo una modulación del ser del mundo humano. Ni siquiera es un accidente, sino una metáfora social. Por eso hay que aprovechar las distorsiones de voz en beneficio del anonimato para dejar caer, como el que tose nerviosamente, que cada época contiene su estafa. A cada generación le tocaría destruir los prejuicios de la anterior y, no solo desintegrar un átomo. Sería enormemente instructivo conocer qué dirán de nosotros, pasados unos siglos si, por circunstancias, los timos de nuestra época no se hubieran acumulado a los suyos. Todavía nos cuelga en nuestro tiempo el principio activo del romanticismo, que es el enamoramiento como forma homeopática del amor. Y seguimos aquejados de sus efectos secundarios, aun cuando no debieran haber aparecido. No nos deshacemos de ellos porque, antes de que el romanticismo nos hiciera tocar la lira, fue la biología la que nos hizo poner los ojos en blanco. Así es que no se puede.

Siempre, como diría Nietzsche, resulta difícil romper un lazo, pero cuando se hace, en su lugar crece un ala. No se asusten los impíos, porque para la literatura las alas pueden crecer en los adentros adonde tantas expediciones habría que hacer, una vez nos hubiéramos provisto de la debida escolta. La historia nos pone grilletes, secuestrando con la animosidad de un delincuente cada tiempo y cada idioma. El patriotismo, por ejemplo, es una forma de nombrar al imperialismo, un eufemismo que tiene que ver más con el abuso de lo mío que con el uso de lo nuestro. La verdad es un subterfugio de moralistas, intelectuales y políticos para encumbrar la mala prensa que tiene la mentira, como si cada mentira no tuviera dentro su carga de verdad o cada Quijote no tuviera su Sancho, o cada Madame Bovary su Madonna.  El bien es una intención, nada más, en boca de quienes entendemos bastante mal casi todo. La honestidad, es una oportunidad de ganarse aplausos y hacer triunfar la vanidad por encima de todos.

La historia, en sus etapas, necesita sus parábolas y sus símbolos, por eso los crea. Nos corresponde a todos saber que son teselas de un mosaico, casi siempre dialéctico y fracturado, oponiendo un bien a un mal, un blanco a un negro, en una composición binaria demasiado boba. Esas terribles y funestas cuotas de la mitología histórica, que fracturan con total negligencia la realidad, sólo provocan una producción enfermiza de ideologías. Y los extremos, me tocan. Ser demócrata es una manera milagrosa de ser bueno. El totalitarismo ha engullido todos los males y nos proporciona la gran coartada para subsistir en el terreno angelical y decente. Ser demócratas nos blanquea. Como a nuestros propios ojos, nos blanquea sentirnos víctimas, que es una manera impuesta de evitarnos la consciencia de que simplemente somos espectadores, cuando deberíamos ser protagonistas. La realidad no es ya poliédrica, sino “infiniédrica”. De otra manera habría que sucumbir a las palabras de Adorno que dijo literalmente: “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Menos mal que, pese al fundamento de la idea, no se ha sucumbido a su onda expansiva, porque es verdad que Auschwitz es el mayor atentado contra la lírica jamás perpetrado. De todo se deduce que los fundamentos no son nunca unívocos, como una sola columna no puede sostener un templo. Y, luego, para no dejar de tocar la lira, aunque en la partitura se mezclen las notas de todos los sonidos de la orquesta, cada cual que escoja su instrumento. Todas las notas hieren, la última nota, mata.  

lunes, 12 de abril de 2021

Literatura en la Red.

No sé si sucede en otras culturas o en otros países, pero por esta parcela de Europa seguimos practicando la siesta y la tertulia como dos modos distintos de acabar una comida. Ambas formas, bien miradas, persiguen el único fin de distender durante un rato las rigideces del horario. De igual manera que el pequeño sueño puede llevar nuestro pensamiento hacia lugares y relatos inconsistentes, la tertulia es un modelo excepcional para hablar de todo y no hablar de nada. Esto último se comprende muy mal por los extranjeros. No acaban de entender que en una tertulia no haya un orden del día o un tema preestablecido. No saben que la esencia de una reunión así, es precisamente el desorden y la anarquía, sin que lo dicho por cualquiera sea jamás tenido en cuenta, bien en la siguiente tertulia o, incluso, en la siguiente intervención. Cualquier tertuliano tiene tantas oportunidades de desdecirse como intervenciones tenga y, en última instancia nada queda registrado ni cerrado.

En el curso de una de esas tertulias o, quizás, en el curso de alguna siesta, alguien tuvo la osadía de hablar sobre la literatura en las redes sociales. Y, entre libaciones de gin-tonic o, tal vez, entre voces de documentales de la dos, se oyó decir que fulanito era un vanidoso y que, pagado de sí mismo, se creía más de lo que era. Inmediatamente deduje que ignoraba lo que es un escritor y una red social. Vamos a ver: la argamasa con la que trabaja un escritor es la vanidad, sobre todo los poetas. ¿Qué puede escribir un poeta si no cree de verdad que es el mejor poeta del mundo? ¿Acaso un escritor se puede permitir pensar que lo que escribe ya estaba escrito antes, o que lo que dice es ya sabido por muchos? Y en tal supuesto, ¿no estará convencido de que su manera de decirlo es la mejor? Ciertamente esa vanidad es el escalón necesario para salir a la palestra, es decir; darlo a conocer como escrito, novela, poema, ensayo, etc.  

Si un escritor de antes hacía descansar parte de su recompensa espiritual en el anhelo de saberse entendido por el corazón tímido de un lector lejano, hoy, con la inmediatez que las redes propician, a duras penas nos damos cuenta de que existe aún esa especie y no nos permiten verla. Lo corriente es la exhibición y algo así como el “buenrollismo literario”. Este enjambre propiciatorio de “likes” y “corazones” constituye una tupida red laberíntica de confusiones y, por supuesto, la manifestación más superflua de que queremos que nos quieran. Para eso escribía García Márquez, así lo dijo. Se podría decir que hay un tanto más de vanidad en querer que nos quieran que la que hay en querer querer. Sin embargo, la vanidad del escritor tiene de antemano todas mis indulgencias, aunque sólo sea por aquello de que lo que nos hace tan insoportable la vanidad ajena, es que hiere la nuestra. ¿Se habrá entendido que no quiero que hieran la mía?

Benavente contaba que un viejo escritor decía: “No hay duda, estoy en plena decadencia; ya no tengo más que amigos y admiradores”. Es una estupenda tesis que igual encaja perfectamente en una tertulia que en una siesta, pero que, aunque el desdichado escritor la desmienta a renglón seguido, hoy tiene más fundamento que ayer porque los amigos y admiradores pueden fingir radicalmente su condición tapándose en las redes con un aluvión de “me gusta” y no haber practicado la autenticidad. Comportamiento que no deja de ser un alimento saciante, o lo que es lo mismo; un alimento que nos quita el hambre, pero no nos engorda. Y, si lo que no mata, engorda y no nos está engordando, resulta que nos está matando. ¡Otro gin-tonic, por favor, que me estoy despertando!

 

martes, 30 de marzo de 2021

La elegancia de Lisístrata.

Mi concepto de elegancia tiene mucho que ver con la decadencia o con la estética del vencido. Los perdedores son gentes que salen victoriosas, al menos en el ámbito de la compasión o en la órbita de la lástima. ¿Cómo tenerle lástima a un ganador? ¿Y esa elegancia de los muertos? ¡Son inimitables! “Los que mueren son siempre los demás”, decía Duchamp, y también decía que “la posteridad es una de las formas del espectador”. ¿Pero qué mira el espectador, sino una representación perfecta de la pérdida; es decir, de la derrota? Y, aunque no esté muy claro que la muerte sea derrota alguna vez, no hay nadie que consiga quedarse vivo en la posteridad. Y si lo hiciera, sería un insulto a la elegancia de los muertos.

Por fortuna no es imprescindible morir para investirse del glamour de la decadencia o del vencido. Por descontado que la elegancia de la que hablo no es visual al modo que tienen las estatuas de mármol de serlo en medio del jardín de un Palacio de Versalles, ni es sonora como lo puede ser la Misa en Si menor de J. Sebastian Bach. Más bien es una elegancia moral.  Es un donaire que emana de la actitud doblegada y desprovista de estima.

Me resulta muy elegante Casandra, una belleza de la mitología griega a la que el dios Apolo ofreció el don de la profecía a cambio de su virginidad. Casandra incumplió su trato y Apolo la maldijo escupiéndole en la boca. Conservó su don profético, pero también recibió la maldición de que nadie creería jamás en sus profecías. Porque me siento a menudo Casandra, cuando se cumplen los vaticinios que nadie creyó, puedo valorar la belleza que encierra callar a tiempo un “yo lo sabía”, que tiene un añadido moral sobre el “ya te lo dije”. El añadido moral es a la elegancia lo que los complementos a la alta costura.

O la elegancia de Plácido, ese personaje de Berlanga que caricaturizó y fustigó la campaña franquista que tenía por eslogan, “siente un pobre a su mesa”. Una obra maestra que destapa las sucias conciencias burguesas de la época y que, aparte de las excelencias cinéfilas, enseña que la dignidad tiene siempre mejor porte que el dinero o la posición social. Basta estar en posesión de la “mirada estética” para darse cuenta de que la estética es moral o no es. De ahí que poco valga la elegancia del preso ajusticiado por un motivo razonable, ya que la justicia en ese caso no derrota, sino que se limita a castigar sin que tal condición alcance mínimamente a disminuir o aniquilar la fechoría o el delito cometido. Tal agresión campa a sus anchas, vagando a través del tiempo, cuando no a través de los otros, quitándole dignidad y, por tanto, elegancia al reo.

La obra “Lisístrata” de Aristófenes, convertida en el doble símbolo del esfuerzo organizado a favor de la paz y exponente del primer alegato feminista, contiene a mi juicio el paradigma de otro símbolo de elegancia sublime. Lisístrata, cansada de no ver a su marido porque siempre está guerreando, propone al resto de las mujeres de la polis la solución perfecta que consiste en la abstención sexual. A pesar de las reticencias iniciales, esa propuesta se propaga a las mujeres de ambos bandos. Los hombres, acostumbrados a la exaltación de la moral al final de la batalla en el lecho conyugal, entienden que su vida ha cambiado y, su moral es tan baja durante la huelga, que ni siquiera hay batallas. El clima es tan tenso entre los hombres como entre las mujeres. Finalmente se firma la paz entre Atenas y Esparta. Las mujeres –según es costumbre interpretar- han ganado. Sin embargo, he aquí la elegancia suprema: la prevalencia de la naturaleza a la par que la de la paz. En los hombres de esta obra se da una mera apariencia de derrota, porque su dignidad es ser manifiestamente portadores de la victoria definitiva de las leyes naturales. No han sucumbido a las mujeres, sino a la naturaleza y, por complemento del vestido, la paz. No digo más, pero es bellísimo.  

 

viernes, 26 de marzo de 2021

Ejercicios de libertad.

A veces hago ejercicios de libertad de pensamiento por el corredor de mi casa. Tengo que decir que se quedan en meros ejercicios de calentamiento. No tengo memoria de haber jugado nunca de titular. En esos entrenamientos puedo pensar en la derogación de las vanguardias como si, de verdad, hubieran sucedido. Pero puedo pensar, también, que las características de un tiempo se limitan a ser simplemente un relato y todas las vanguardias están presentes, con o sin relatos. El sistema feudal, por ejemplo, no cuenta nunca para referirse a las compañías energéticas o a las de comunicación. Parece que la épica haya cedido terreno a la burocracia, pero a mí me da por pensar, en mis ejercicios, que sólo ha cambiado la lanza del héroe por el gris marengo del traje de chaqueta. O que el terrible duelo del que sólo podía quedar uno vivo, ahora, en lugar de en campo abierto, se practica en hoja de reclamación abierta y las pistolas o las espadas son los hilos de razones que unos y otros esgrimen sobre el terreno.

Lo mismo que hay que equilibrar los ejercicios de elasticidad, tonificación, fuerza, agilidad, coordinación, etc., yo hago esfuerzos por abolir la intransigencia del pensamiento único y permito, con cierta sorna intelectual, que se diviertan mis neuronas pidiendo divorcios a granel de las muchas otras con las que están en matrimonio “sináptico”, o entonando el “son tus cacúmenes, mujer los que me sulibellan”. Una neurona, en cuanto se queda libre, se pone que da gusto verla. Por eso es solicitada y abordada desde otras muchas pretendientes y se puede observar cómo son constructoras de otras realidades hasta ahora invisibles. Yo nunca había pensado –por falta de soltura neuronal- que lo único que se ha hecho vírico de verdad es el virus, cuya apabullante solidez espero que haya relegado por mucho tiempo al término “viral” a su sitio. Así que pongo el pensamiento a correr por la banda y, en cuanto suelto rigideces, me percato de que, a la sombra de algunas neuronas, brillan otras verdades muy ocultas que nos demandan luz y voz.

Como en todas las épocas, una cosa es calentar y otra muy distinta es salir al campo a jugar. Yo, cuando estoy preparado y completamente sudado, me doy cuenta del cansancio y de la suerte de no haber corrido el peligro de una partida oficial. Dejar el pensamiento al aire libre y ventilado, sólo puede hacerse en el corredor de la casa, cargando con el peso de la paradoja, que es un ejercicio de halterofilia filosófica. Me da por dejar libre la idea de que la mentira tiene muy mala prensa, o que vivimos un tremebundo acoso contra la naturaleza humana, sin percatarnos de que la yerba acaba siempre rompiendo el ladrillo. Pienso que “el Señor de estas tierras” nunca ha descabalgado. El surrealismo convive –no hace falta mucho esfuerzo para verlo- con el romanticismo, con el simbolismo, con el expresionismo y sin abandonar un momento el realismo. Se me ocurren consejos sin estrenar y sin avales de ninguna agencia mundial de homologación de consejos. Un día tuve una idea oficial, pero no quise contarla para no perderla. Dedico tres días a la semana a hacer abdominales con los tres pesas civilizatorias tan denostadas: “sentido común”, “buen gusto” y “cultura general”. Otro día diré para qué; hoy no es bueno atreverse, como siempre.     

  

 

domingo, 14 de marzo de 2021

PRISA Y LEVEDAD

La vida va más deprisa. Una generación no son treinta años como dijo Ortega. Los postes del tendido eléctrico viajan a más velocidad que el propio tren. La rapidez es la moda que más está durando. Recordamos el futuro como si fuera ayer. El pasado queda por delante y, en lugar de ser memoria, es destino. El ámbito temporal de la ley coincide con su derogación. Hay libros de menor vigencia que un diario. El medicamento se toma antes de la enfermedad y la tristeza es ya un síntoma de una vida sin preocupaciones. Veinte años no son nada sólo en los tangos y cualquiera puede dejarlos pasar entre desayuno y desayuno. La ley de la gravedad no es tan grave. Mañana no será así.

El discurso es el eslogan, la cultura un espasmo. La opinión es un tratado, la verdad es un tic. El aprendizaje es arcaísmo, porque la vanguardia es saberlo todo sin apenas haberlo aprendido. Las respuestas están huérfanas de preguntas. El éxito es un aplauso con su correspondiente fracaso al final del mismo acto. Pasar por la vida es ir dejando muescas en el espacio virtual; así nadie renuncia a su propia ausencia. La tabla de multiplicar corre un peligro inminente. La ley de la levedad y la fuga designa a cada persona como un “o lo que surja”, que es la desaparición del propósito y el triunfo, por fin, de la bagatela.

Borges imaginaba, con un diáfano optimismo de ciego, una época futura, muy futura, en la cual todo hombre produce su propio arte o el arte que necesita. Cada persona produce su filosofía, su pintura, su religión, su música y, después, cuando se muere, se destruye todo. Se entiende que cada persona es perfecta y puede cubrir sus anhelos sin recurrir al pasado. Cada hombre es su propio Shakespeare, decía, o su propio Rembrandt, eso sería lo ideal. No cabe pensar en Borges sin suponerle imbuido en un tiempo laberíntico repleto de parsimonias al estilo hindú. Tener el poder de imaginar una época muy futura es, a todas luces, una obra de lentitud, que hace con el tiempo lo que el alfarero con la arcilla.

La gravedad o la levedad, según el lado del que se mire, es la costumbre de la prisa. Al igual que el último rey de Portugal, don Manuel, cuando supo que un embajador a quien debía recibir en palacio se apellidaba Porras y Porras (“porra” significa en portugués el pene) podríamos exclamar: “¡Lo que molesta es la insistencia!”. Es decir; hay una fogosidad atmosférica que propicia el salto de un pensamiento a otro sin hilo que lo conduzca y, claro, una idea sin el consiguiente baño de muchas otras, una idea a secas, no moja. La prisa y la sequedad no son buenas compañeras del cultivo y lo que vivimos es una insistente impregnación de ambas.

Ninguna estalactita se da prisa en acabar su columna, a pesar de la claridad de sus fines. En cambio, va construyendo el relato gota a gota, cediéndole a cada una de esas gotas el protagonismo colaborativo que debe, sin menoscabar la profundidad que el abismo de su existencia requiere. Se trata de una estrategia que tiene el tiempo para evitar que la fragmentación sea hegemónica. Y también es una estrategia de la estalactita para evitar que se pierda la gota; todo un ejemplo. Por eso “nunca tengo prisa, no tengo tiempo”.   

 

martes, 9 de marzo de 2021

Belchite-Serrat


 

Zaragoza también fue mi tierra. De allí proviene el grueso de mi aprendizaje como persona independiente. Guardo recuerdos que, a pesar del tiempo transcurrido, están tan pegados a mí como los de ayer mismo. El aprecio que siento por mis amigos de entonces y que hice allí es indestructible. A la circunstancia de la juventud se une la personalidad nobilísima del maño.

Tengo grabada en la retina la imagen de la Plaza del Pilar, el parque grande, la Lonja o La catedral de La Seo. De sus pueblos, Calatayud y El Monasterio de Piedra o Caspe. De todo eso ha quedado en la memoria el sedimento tranquilo de un tiempo pasado que, a mi parecer, siempre fue mejor. Pero me traje, y ya para siempre, el revolcón de una historia tremenda que muestra Belchite, el pueblo fantasma que se asienta sobre los escombros de sus paredes. Quedan intactas las ruinas que le propició la guerra civil. Sobrecoge el peso monocolor que, a no ser por una torre que permanece erguida, camuflaría todo el pueblo en el paisaje recio donde se asienta.

Al espectro leproso de sus paredes hay que sumarle un escaso muestrario de pequeñas reliquias de lo que fuera realidad un día. El ojo sucio de una muñeca con el color de la tierra, la mitad de un pomo de alguna mesita o de algún cajón, la correílla de un zapato, una hebilla, un ladrillo pintado de verde y sobre el verde una mano de blanco. Todo está bañado por el silencio ominoso de bombas y gritos sordos adheridos a cada piedra. Y, mientras transitaba, más en espíritu que por mi propio pie, un enorme monstruo invisible no me quitaba ojo de encima. Han querido dejar el cadáver al socaire de la modernidad y ni un soplo de la nueva época le alcanza.


Hace años se lo leí a Manuel Vicent y ahora quiero contarlo yo. Es una de las muchas historias reales que podrían contarse de los habitantes de Belchite. El pueblo fue tomado por los dos bandos durante la guerra, ganado y perdido puerta a puerta y cuerpo a cuerpo. Próxima a la última batalla, unos padres mandan a su niña, que se llamaba Ángeles, a decirle a sus tíos que están tomando el pueblo los nacionales, pero cuando llegó a la casa de sus tíos, muy cerquita de su propia casa, el bando de los nacionales ya los habían fusilado, a ellos y a otros. Frustrada y aterrorizada volvió a su casa y se encontró con que sus padres también habían sido matados. Desolada y con toda su familia exterminada salió corriendo bajo el fuego, dejó atrás el pueblo, siguió el camino que los raíles del tren le marcaban hasta llegar a Barcelona.

Años más tarde, esa adolescente se casó con un catalán anarquista y represaliado. Se llamaba Josep Serrat, y vivieron entre gentes vencidas. Tuvieron un hijo que se les haría artista y muy famoso. Joan Manuel Serrat, lleva décadas cantando a Hernández, a Machado, a la paz, al amor, a la belleza, a la mujer que yo quiero, al Mediterráneo, a Penélope y hoy puede ser un gran día; plantéatelo así.