lunes, 20 de enero de 2020

INFELICIDADES


“Cuando te has leído psicopatología de la vida cotidiana, sabes que la vida cotidiana es psicopatología”. La maldición de la felicidad pesa sobre las estanterías de medio mundo mucho más de lo que ha pesado en todos los siglos precedentes. El mundo emocional es, al parecer, un goloso nicho de mercado (nunca entendí bien cómo en este modelo de nicho, en lugar de ir a morir, se va a estar más vivo). El consumo emocional es un hecho. Lo malo del asunto es que tenga que ver más con el mercado que con las emociones. De cualquier modo, el mito de la felicidad ha ido cambiando a lo largo de la historia. Hoy estamos en un descrédito de las emociones negativas como la tristeza, la preocupación excesiva, la queja, la crítica. Provenimos de un pasado no muy lejano con una concepción eudaimonista de la felicidad por la cual resultaba ser el premio a la virtud; es decir, que tiene una naturaleza moral y no psicológica. La felicidad no era entonces la aspiración humana, sino la salvación en el más allá. Concebir esta salvación antes de la muerte, con el visado de las renuncias y padecimientos presentes, se convertía en una felicidad en diferido, una suerte de estado prefeliz que despejaba al dolor de todo sufrimiento. Hambre que espera hartura no es hambre.
Y en esto, las religiones comienzan a desvanecerse en un magma oleaginoso que se va impregnando de las partículas de la ciencia, de los postulados de la filosofía, de la movilidad de cada religión, de la información en tiempo real, del acceso universal a la cultura, del hiperrealismo y de la autonomía del individuo. Llegados a esto, las preguntas empiezan a quedarse sin respuestas estancas y marcadas. Por eso la felicidad ya no puede quedar relegada a un más allá y adquiere cuerpo de deseo inmediato. Probablemente vivamos en un tiempo en el que hemos desechado la idea de David Hume: “Ningún hombre sería infeliz si pudiese alterar sus sentimientos… Pero la naturaleza nos ha privado de este recurso. La estructura y la constitución de nuestra mente no dependen más de nuestra elección que las de nuestro cuerpo”. Si tal enunciado tuviera alguna fuerza en la cultura cotidiana, el negocio se habría ido a pique, pero no le interesa al humano quedarse vagando en el desamparo de su carácter y concibe la esperanza de cambiarlo para no tener que llegar al paraíso después de morir, sino antes.
Lo cierto es que la actualidad nos sitúa ante una terrible encrucijada. Si está vedada la felicidad para todo aquél que crea que puede alcanzarla a través de los demás, si está garantizada la infelicidad para todo el que piense que la reciprocidad ha de ser determinante, no digamos para quienes prescindan de los otros, pues entonces la condición es de autosuficiencia y en tal cumbre “hay que situarse por encima de sí mismo para dominarse, por encima de los demás para no esperar nada”.  Por eso, tal vez, hoy más que nunca haya que invertir el mito de la caverna de Platón como propone María Zambrano. En este mito el hombre vive dentro de una gruta encadenado a un mundo de ficción del que se libera al salir de la cueva; sin embargo, para Zambrano, el que vive en la realidad, está a la intemperie, deslumbrado, desamparado y solo y necesita el hogar, guarecerse de nuevo en la caverna, protegerse con el sueño. Ella lo dice así: “Entrar en el sueño es entrar bajo el sueño, o más bien por el sueño en un lugar subterráneo, en una gruta (…), caer en el regazo de la vida madre que todo lo permite, dejar de atender el juego impuesto por la realidad”. Esta alteración radical del mito de la caverna determina la existencia de verdades-ficción que poseen las ensoñaciones, la poesía, el Arte, el deseo, la intuición. Las verdades absolutas no están fuera –en la realidad-, sino que forman parte de la ficción acogedora de la gruta; es decir, del ser.
Por eso urge, frente a la idea superficial de felicidad, aprender, como hacen algunas mujeres, a llorar con la suavidad de una regadera en un jardín y regar la raíz de todo lo que crece.  

domingo, 29 de diciembre de 2019

FELICIDAD PROVISIONAL Y CON CARGOS.


Trátese o no de un sueño, padezco recuerdos de acontecimientos que jamás han ocurrido. Son tan nítidos y tan explícitos que no se distinguen en nada de los verdaderos. No sé cuándo son de una clase o de otra y, a decir verdad, esta excentricidad me permite tener un pasado extraordinario. Tampoco puedo saber si tener un pasado extraordinario me hace bien o me hace mal. Sí que me pregunto si el pasado forma parte de la realidad o de la fantasía. En la misma medida que todo pasado no está, no puedo tocarlo, no lo vivo ahora y aquí, tiene algo de fantástico con independencia de si ha tenido lugar o no. Le basta constituirse en presente para adquirir vida. Y no sólo adquiere vida lo que del pasado se recuerda, haya o no pasado, sino lo que no se recuerda del pasado. Tiene el presente, por tanto, una porosidad inherente; es decir, unos vacíos que, al rellenarse, le dan volumen. Cuántos más recuerdos, más gordo es el presente. Otra cuestión es si es de obesidad mórbida o simple corpulencia. Consciente de tal fenómeno, cabe preguntarse si, de vez en cuando, nos van cambiando adrede nuestros propios recuerdos y, de esta forma, propiciarnos un presente ajustado a ellos. A los efectos, nada importa que hayan pasado o no. Lo que importa es lo útil que puede resultar.
Algo así  me sucede con las ideas. No sé si son propias o ajenas. Si, por ejemplo, no me hubieran dado a conocer un calendario, me sería imposible reconocer un domingo o un miércoles. Se nota que es domingo –digo- y se nota por la simple suma de personas que lo notan a raíz de una imposición del domingo, pero el domingo no es natural, no brota de ningún manantial ni cae de ningún cielo. Así es también el “cólico frenético” en el que se ha convertido el tiempo de navidad. Este presente que, como todos, es neutro, si no fuera por la porosidad o, lo que es lo mismo, por la imposición, nadie lo notaría distinto. Los comportamientos y las actitudes se adoptan por efecto de “algo” que nos es dado –no sólo es calendario- y que se inocula a través del deseo humano de medir, de contar o de clasificar, pero el último día del año pinta igual que el primero y, sin embargo, no se felicita el año un 7 de junio. Eso quiere decir que nos preparan para que, cuando suene el pito, hagamos todos lo que corresponda.
En estas fechas lo que corresponde es desear felicidad usando, como por costumbre se usa, el plural expresivo: “Felicidades”. Pero es que el término viene revisándose continuamente al margen de la propia experiencia. La felicidad ya incluye el sufrimiento necesario para tomar consciencia cierta de ella y, además, la propia y somera consciencia es ya felicidad. Las distintas derivas definitorias no te dejan ser infeliz. Se trata de una felicidad “académica”, no de una felicidad del hombre de carne y hueso, del hombre que trabaja, que ama, que envejece, que come, que vive. Así como lo académico no permite que quede alguien al margen de la inteligencia y ha creado distintos tipos para que nadie quede excluido: “inteligencia cognitiva”, inteligencia emocional”, inteligencia ejecutiva”, etc.,  con la felicidad sucede lo mismo. Prescindo de las distintas intenciones con las que se felicita. Yo, por ejemplo, no me dejo felicitar si no es en presencia de mi abogado y, todo el mundo sabe que, llegado el seis de enero por la tarde, todo mortal queda en “felicidad provisional y con cargos". Sean Felices, no se lo piensen, no lo sueñen, no lo recuerden: ¡sean!

sábado, 21 de diciembre de 2019

CONJETURAS


Hay días que amanece sin esperar a nadie. Hoy, por ejemplo, en cuanto he conseguido desprender de las retinas los escombros del último sueño, descubro que la claridad ha madrugado. Hoy es una claridad tamizada de lluvia fina; es decir, impregnada del último éxito de Luís Landero, uno de los libros de mayor éxito del año que termina y que yo no he leído. Los títulos parecen importantes porque nos llaman y lo hacen por nuestro nombre, que es como el título del libro que somos todos. Casi todo tiene ya nombre y, ni que decir tiene, eso le da existencia. Oí decir que la depresión existe porque tiene nombre, cosa muy de pensárselo a raíz de que vivimos permanentemente a lomos de conjeturas y torres más altas han caído. Sin ir más lejos, hoy se hace público el premio otorgado a una joven (Marithania Silvero)  por refutar una conjetura matemática de hace treinta años. Una idea que establecía la creencia de que dos familias de nudos matemáticos eran equivalentes. Le hubieran preguntado a cualquier hijo de vecino y se habrían cerciorado de que nunca dos familias han sido equivalentes. ¿O ustedes cenan con la familia consanguínea con la misma gracia que con la política? Esta es otra muestra de los efectos que tiene la política sobre cualquier cosa que toca.
El propio nombre de “conjetura” debió inaugurar el día de su invención un abismo cósmico y una terrible ignorancia universal que, sin embargo, en vez de caer en el saco del relato mistérico, aparece en el de la aceptación científica, no sé si se han dado cuenta. En su raíz etimológica lleva algo de “lanzar” o de “arrojar” como quién tira una moneda hacia atrás en la Fontana de Trevi, sin reparar en que el efecto característico consiste en volver y no en quedarse. A mí me parece que absolutamente todo debiera pensarse, hablarse, escribirse o clasificarse bajo el inmenso título de “conjetura”. Ese sería el título de un libro en blanco que escribiera para lectores autodidactas. Y como tiene nombre de mujer sería perfecto, conjeturo.
Toda inteligencia despierta con la mañana, dicen los Vedas. La mañana llega cuando estoy despierto y hay en mí un amanecer. Tal vez, algún fragmento de los escombros del último sueño, sin desprenderse aún, llevaba el dibujo de un amanecer levemente lluvioso y he confundido el sueño con la vigilia como Descartes cuando fundó el método. El desasosiego de la conjetura se hace extremo al mirarme al espejo, dónde compruebo que algún impostor se ha apoderado de mi imagen reflejada y, al verme, me devuelve una conversación imposible, un carácter desconocido, un sentimiento anómalo, una emoción invisible y unas ideas ajenas. No puedo probar nada de lo que digo y no puedo dejar de estar seguro. La conjetura así vista es una variante del síndrome de Capgras, pero aplicado a ese otro que me imita en el espejo y que he descubierto en cuanto le he quitado el nombre. Peor es el impostor que no necesita espejo, pienso. Sin espejo y sin nombre a ver quién aguanta su biografía. Los objetos y las personas son más interesantes fuera de sus lugares propios y los nombres son lugares donde unos días llueve finamente y otros días hay nudos que me son muy familiares cuando están en la garganta. Conjeturas, digamos.       

 

miércoles, 4 de diciembre de 2019

SOLEDAD


A menudo he creído sentir que la soledad se emparentaba con el silencio, con la oscuridad o con el vacío. Unas veces hija de algún aislamiento y otras veces hermana de alguna quietud de espíritu, la soledad se ha presentado como una especie de abandono. No es que haya ido hacia ella, sino que, como una bruma sutil ha emparamado todos los trozos de realidad que están a la mano, haciéndolos ajenos y desconocidos. Los objetos con los que se convive huyen de su propio aspecto y se van quedando huecos y desleídos. He tenido la sensación de que todo cuánto hay fuera de uno mismo se desata en una feroz batalla por conseguir la desaparición y la indiferencia de la persona en soledad. Pero también he pensado que esa misma pugna la libran, con igual ferocidad o mayor, todos los mundos que han venido orbitando en el universo interior de cada cual. Hay una desbandada masiva de “yoes” en retirada que persiguen descoser la red que somos y que hemos ido anudando “ego a ego”.
No creo que estas disquisiciones sobre la soledad hayan pertenecido en algún momento al gobierno del entendimiento o al de algún  razonamiento de tipo proposicional, sino que atiende más bien a una inconsistente forma de negligencia o de pereza de ánimo. Es una vaguedad, por así decirlo, que no se ha detenido a pensar por qué el pensar se detiene.  Tiene lugar en el contexto líquido o gaseoso de los espacios que van dejando las verdaderas ideas. Éstas, como cuerpos físicos y consistentes, numerosas o escasas, establecen líneas de relación entre ellas, sin poder evitar las ranuras o huecos que tales trabazones propician. Ahí es donde anidan las roñas de la flojera mental, que comportan la fuente de la sabiduría de tópicos o la umbría del conocimiento. Por eso, a veces, se cree creer en algo o se tienen sensaciones, como la que he descrito sobre la soledad.
No es verdad que los objetos persigan conseguir una indiferencia del solitario. Lo cierto es que, al contrario, se convierten en proyecciones íntimas del observador que, provisto precisamente de una radical intimidad, se incapacita para establecer un diálogo con el objeto y, en su lugar, establece un monólogo. De tal manera que, todo cuanto acontece alrededor queda mudo en beneficio del relato interior, desvivido en hablarse a sí mismo y en endosar a cada pedazo de realidad el cuerpo histórico de su vida en relación al objeto. Cada cosa va a experimentar su existencia sólo en la medida que recupere la parte más honda de su vínculo con el sujeto, lo que la va a convertir en única e inefable. Por eso, la soledad, lejos de constituir un aislamiento, es una relación tan profunda con las sensaciones y sentimientos que se despiertan, ya sean tristes o alegres, que son indecibles y, por eso mismo, solitarios. De una verdadera emoción de arte o de belleza emanan soledades, como emanan soledades de una enfermedad o una desgracia. No significa que se esté solo, sino que se es solo. En cuanto la conciencia se hace lúcida; es decir, abierta a la luz, quedan completamente iluminadas todas las soledades y ellas son los “yoes” y las voces que, paradójicamente, nos dan compaña.       

martes, 19 de noviembre de 2019

EL SILENCIO INHUMANO


A poco que se ausculte un silencio descubrimos que, allí donde hay algo callado, tiene lugar una verdad. Hay que prestar, entonces, atención a lo que se oye cuando nada se hace oír, incluyendo la escucha de uno mismo. No importa si ese silencio ha de deber su entidad moral a su persistencia como silencio o, por el contrario, ha de cesar para alcanzarla. Lo que ahora importa es la naturaleza del silencio en relación con la verdad. No existe vínculo alguno entre el silencio y la mentira porque nadie fabrica una mentira para callarla, eso es contrario a su condición más íntima (algún día hablaremos de la intimidad de las mentiras). El silencio no puede mentir. ¿Acaso el silencio incrustado en la piedra de las catedrales no conforma una verdad solemne? ¿Puede el silencio profundo de una casa ordenada encubrir el frío de la estancia? ¿No es el Maestro el silencio mismo que, allí donde está, todo deja de sonar indiscretamente? Maeterlinck escribió acertadamente que “lo que se recuerda de un ser al que has amado profundamente no son las palabras que ha dicho, sino los silencios que se han vivido juntos”.
La importancia del silencio, que va más allá de la aniquilación del ruido, es gracias a la relación amorosa que tiene con la verdad. No parece casual que el género del silencio sea masculino y el de la verdad femenino. Es verdad también que todo silencio alberga su verdad; pero no toda verdad tiene su silencio, lo que da medida de la superioridad de lo femenino en cuanto a su naturaleza independiente. No sabemos quién engendra en quién, pero el fruto es siempre de una heroicidad de combate, como corresponde a las verdades desnudas. A partir de ahí, la tensión entre el silencio y la verdad es a muerte: paradoja que siempre se resuelve bien cuando la verdad no basta para el fin de la bondad.  
Yo, que entro en mí de puntillas para no despertar a nadie que me habite, si por algún traspiés de repente despierto a alguien le digo lo que Kafka le dijo al padre de un amigo al que despertó al entrar en casa: “Por favor, considéreme usted un sueño” y continuo en silencio buscando mis verdades. Una vez halladas –sólo se manifiestan en modo silencio o en modo pregunta- me como la carne que rodea al hueso y rápidamente planto la semilla para ver si crecen más silencios o más verdades, es decir; si tienen vidas, porque las verdades muertas no cuentan, como no cuentan los silencios muertos.
El silencio no pertenece a lo humano. Reparemos en el silencio del dolor, de la noche, del desierto, del erotismo, del frío, de la distancia o del color azul, por ejemplo, y señalemos que todos son el mismo secreto anidado en el tuétano de todas las cosas que no somos nosotros. Ni siquiera el lenguaje carece de una carga de silencio, y no porque lo trascienda, sino porque lo sustenta. El silencio es el suelo del ruido, la profundidad de todo lo que ya estaba, el lugar del que venimos y, necesariamente, el eterno destino que es como decía Rilke “un silencio como cuando cesa un dolor”. Es, por tanto, el hogar que solo es sentido como tal cuando ya es demasiado tarde: cuando ya se ha perdido.  No nos pertenece, como no nos pertenece la verdad que la ceremonia del silencio nos hace conocer. ¿Y si no es humano, qué es? Guardaré silencio.    
 

 

lunes, 28 de octubre de 2019

"ESPAÑOLISMO": ESE RÉGIMEN.


           
El franquismo es algo maravilloso porque tiene todo el pasado por delante, que diría el maestro Borges. Aquello no es que viniera para quedarse, sino que siempre estuvo como un aceite –tipo santo óleo- ungiendo desde siempre una forma de ser que no levanta cabeza. Es el franquismo el que pone a Franco y no al revés y, es evidente que va poniendo nombres a cosas iguales, que son distintas porque tienen nombres distintos. Primero el nombre y luego todo lo que dé de sí. Ha sido desde tiempo inmemorial una cruzada continua contra el humor, contra el buen humor. De esa triste condición ha nacido el cachondeo y el gracejo cuyo mérito es camuflar el sentimiento trágico de la vida y sobrevivirla, pero en lo más hondo está lo “jondo”, que es más de lo mismo. Decía Don Antonio Gala algo así como que el andaluz inventó el cante jondo para poder quejarse a gusto. Y el franquismo, que nos viene de los Reyes Católicos, nos ha impuesto la seriedad de un guardia civil sin graduación poniendo una multa, o la de una monja alférez abriendo un misal.
            Cada español lleva en el pecho la mancha heredada de la bala que mató a su antepasado. Y en la pronunciación se nota el compás de cada bando; pero al prestar atención resulta que la melodía es la misma. El sentido del pensamiento (llámese aquí pensamiento a algo que no lo es) se afana en señalar al otro como el destino ideal para descargar la ira acumulada de tantos siglos de rancia catolicidad. Una catolicidad formal que ha superado con creces la catolicidad material y que ha vivido para bendecir apariencias en lugar de esencias. Pues ese antiguo “pensamiento único” ha sido el único modelo del que han bebido los unos y los otros, por eso es triste esta época en la que cómodamente podemos tomarnos un whisky con quién, en un momento dado, puede mandarnos al paredón.
Precisamente es ese gusto por las apariencias el germen de las dos Españas. No son los bandos clásicos determinados por la tipología política al uso, sino la lucha encarnizada de lo auténtico contra lo impostado, de las esencias contra las apariencias y aquí nadie cree necesitar más entendederas que las que tiene (el bien mejor repartido del mundo es la razón: todos creen tener bastante) porque el otro es siempre pura apariencia y, entonces, no es un igual.
Cada vez que la modernidad ha hecho intentos por levantarse o los aires de la Europa desarrollada han sido invocados desde alguna esquinita de España, era la mentalidad de casulla, de hisopo y de peineta la que imponía su impronta de Isabel y Fernando sobre la mesa. Sobre una mesa que se proclamaba cristiana y que renunció al salvoconducto para la eternidad: el amor. Don Antonio Machado, a través de su “alter ego” Juan de Mairena, consciente de esta anomalía generalizada y que proviene de tan lejos, propone una educación para la “contemplación”.  El “Santo de Collioure”, como lo rebautizó Jorge Gillén, deseando que se supere la hegemonía del pragmatismo y el cinetismo, propone siete reglas para esa educación, de las que sólo transcribiré la última: “Yo os enseño –en fin-, o pretendo enseñaros, el amor al prójimo y al distante, al semejante y al diferente y un amor que exceda un poco al que os profesáis a vosotros mismos, que pudiera ser insuficiente”. Claro que mentar el amor en clave política es de Quijotes y los Quijotes son muchos españoles y muy españoles, Rajoy dixit.    
           

              

domingo, 27 de octubre de 2019

COMO UN GATO POR VOS.


           
Lo que recuerdo de aquella calle no eran los sones lejanos de las promesas deseadas, sino las asimetrías cubistas que me enseñaste a mirar, aún sin que hubieras llegado todavía. Todo era tenerte en cuenta en esa dimensión que iba del Arte al pragmatismo y que mostraba los lagrimales repletos de Baudelaire. No me quedaba más remedio que hacerte de gato en medio de un poema. Me quedaba quieto, no yo, sino mis inercias argumentativas y siempre en favor de esa otra forma de ego que nunca se cansa de sustentar todo el resto. De tal manera que aprendí a comprender que algo debe permanecer detenido para que algo pueda traer movimiento. Así que eras tú la que estabas y no estabas. De pronto ocupabas la avenida principal dentro del urbanismo completamente desordenado de mi mente y en un abrir y cerrar unos siglos de distancia, estabas en la eternidad bebiendo un vino muy rojo y sonriéndole al espejo, como si nada, como la que manda hacer el cosmos y la habitación al mismo tiempo. A veces, los preludios de Bach nos traían la distracción, otras era el ruido de un motor lejano que arrancaba en medio de la nada y antes de los primeros claros del alma. Entonces reparábamos que, uno contra otro, habíamos olvidado la pizza en el horno de la noche anterior y también reparábamos en que nos importaba nada el olvido o los olvidos porque la metafísica nunca era vital ni perentoria, sino recurrente y definitiva. Recuerdo también el humo, un humo dilatado que respirábamos una y otra vez y que, de tanto entrar y salir de nuestros pulmones, iba volviéndose más nosotros que nosotros mismos y la estancia se llenaba de un nosotros etéreo y omnipresente, como dioses inmanentes incrustados en todos los objetos, por ejemplo, en las pelusas del suelo o en el mismo goteo del grifo. De esos discursos vinieron las rimas y las asonancias que para mí, al menos, fue otra manera de hacerse notar la belleza líquida de los sentimientos que esparcías a tu alrededor. ¡Qué galimatías ponerles nombre! A veces, me encerraba a jugar a detenerlos y a amarrarlos dentro de una sola palabra, y, nada más abrir el juego, se agolpaba una larguísima hebra de palabras en pugna por respaldar una meritoria filología impotente y boquiabierta. Nada que fluya puede atraparse. Éramos habitaciones del planeta, recuerdo. Si tu piel, dormitorio en las horas de mar sereno, se hacía alcoba en las marejadillas. En todo tiempo, despensa de todo lo que alimenta y yo mismo, incrédulo, un corredor para unir todas las puertas, unas abiertas y otras cerradas. Así que, callejear en los versos bordados sobre la carne del tiempo que nos tuvo, no fue más que palpitar y sucumbir a la inercia de pensarte en todas las cosas; era mi forma de ser; hacerme valer como sujeto dentro de los objetos. Todo lo que me rodeaba te tenía y me tenía. A veces, pesabas más tú, otras yo, y me clavabas los ojos desde la ceniza o desde el timbre, qué sé yo. Pero ese conjunto evanescente de imágenes disipadas, apelantes, que llenaba nuestro tugurio y nuestras ansias de vos y de nos, fueron la antesala de tu llegada verdadera que me encontró aquietado como al gato del poeta y maullando que todo lo dicho es el trazo del tiempo sobre el lienzo de nuestra ensoñación: miau!