viernes, 25 de octubre de 2019

OTRAS VÍCTIMAS DEL RÉGIMEN.


           
Los repetidos intentos de las generaciones de paz por resarcir a las víctimas de la represión del oprobio continuado chocan, una y otra vez, contra una denodada resistencia incapaz de avenirse a la simple condición de “buena persona”. ¿Qué rara enfermedad es esa que impide reconocer el dolor ajeno y no permitir una mínima sanación simbólica? ¿Desde qué resorte psicológico mana la objeción a que lo humano sea humano? ¿Cuál puede ser el origen de la esclerosis social y del inmovilismo intelectual de anchas capas de ciudadanos nostálgicos y reaccionarios? Tal vez aquí haya que aclarar que los reaccionarios y los nostálgicos habitan en cualquier parte del arco ideológico. Por acción o por reacción, unos y otros están impedidos. Ello no importaría si no se hubieran convertido en el peor muro de contención para el progreso de la humanidad.
 
 
            La realidad es infinitamente más prolija que el ojo de la cerradura por el que se la mira. Ni siquiera el análisis de ninguna sociedad puede abarcar la enorme cantidad de elementos que intervienen en su construcción, así que tengamos un poco de calma en el asunto. No es apelar a la equidistancia, desde luego, pero sí a la ecuanimidad y a la perspectiva. Yo sé bien dónde estoy y por qué, por eso mismo me puedo permitir decir sin sonrojo que hay buenas personas en todos lados de la misma manera que hay malas personas en todos lados. Un poco de respeto por las víctimas no viene nada mal en ningún caso. Al decir “en ningún caso”, es en “ningún caso”.
            Aquellos que fueron imbuidos de propaganda o cuyas mentes fueron deliberadamente estrechadas con machacona cultura de sacristía y folklore, aquellos a los que se les negó el libre pensamiento y se les confundió durante años la idea de buen ciudadano con el comportamiento sumiso, aquellos que no tuvieron la oportunidad de escuchar que los símbolos vacíos, desprovistos de argumento y sentido son instrumentos de exclusión cuando no de odio, aquellos que vivieron desleídos en el régimen líquido de la época y eran ellos mismos el mismo régimen, aquellos que no fueron responsables de su propia ignorancia, aquellos, digo, también fueron víctimas de lo mismo y nunca se habla de ellos.
            El flujo de la historia no nos sitúa en ninguna parte, sino que nos traslada, nos va moviendo. La historia es dinámica, por más que nos empeñemos en sacar fotos fijas. En el río de Heráclito, también nosotros nos dejamos, vencidos, arrastrar corriente abajo a la velocidad que el agua lleve y, quizás nos estemos volviendo régimen laminar o turbulento, pero régimen. No seamos las otras víctimas de las que nadie hablará mañana.  

viernes, 4 de octubre de 2019

POLITICOIDES EN SUBJUNTIVO.


           
Al baile de los cortesanos le sienta muy bien el subjuntivo, de hecho esa danza de vacíos y oquedades es más imaginativa que cierta, no hay más que asomarse con el oído afilado para saber que, mientras unos se mueven con los sones de un vals y ofrecen su brazo o su cintura para completar la pareja, el solicitado o la solicitada acepta con movimientos de rock and roll y cada cual baila su música sin apenas rozar el sentido del compañero de baile.
            Demasiada Corte para tan poco salón de baile. Demasiado matiz lingüístico ese del “subjuntivo” para que puedan comprenderlo quienes se creen siempre en el “indicativo”. No es ya que la incertidumbre sea consustancial al modo subjuntivo, sino que la coreografía es de una inconsistencia nunca vista, lo que la reputa para el espectáculo de un circo pongamos por caso, pero nunca para un auténtico Arte; el Arte de lo posible que es la política, por si no se habían dado cuenta.
            Como son vacíos contra vacíos, pues se traspasan sin verse ni mancharse y quedan las músicas con muchísimo más cuerpo que los danzarines de humo invisible. Se creen pluscuamperfectos y no han llegado a condicionales y, ya entrados en esta harina, lo contemplado es “petafísica”, que no es otra cosa que una metafísica de quiosco que en boca proporciona un retrogusto saltarín y juguetón, pero absolutamente nada más.  
“Compratítulos”, “copiatesis”, “pistolero”, “bienmandado” y “paleomarxista” conforman la espuma de un sistema en escombros que demanda más altura y más cuerpo. A veces, para el baile, da igual la música, con tal de que todos bailen la misma o sepan en qué modo verbal se está jugando. Se ha rebasado la frontera de la mediocridad hacia abajo y estamos en la “inferiocridad”. Por primera vez en la reciente democracia española todos los líderes poseen una característica común: restan votos a sus partidos en lugar de sumarlos.
Suerte que las conjugaciones encuentran acomodo a lo largo de cualquier tiempo, sea para bien, sea para mal; pero siempre encaja la historia en un molde único e inamovible, aunque la hermenéutica haga verla desde muchos lados. Nos contentamos con que no se use el imperativo, pero ¿qué hacemos, qué hacen?     

sábado, 3 de agosto de 2019

LAS INFANCIAS


Sucede solo en verano y todos los veranos, como ejemplo del eterno retorno. Si el calendario comienza sus cuentas, a mí no me llegan hasta que, un día cualquiera, aletargado tras la comida, me siento a reposar vencido, y un hilillo de sudor circunda el cuello lacio como una promisoria soga de ahorcado, o como la señal húmeda por donde ha de cortar el verdugo mi cabeza. Invariablemente este episodio me hace despertar con dos certezas. Una es que ha llegado el verano una vez más y otra es que, a juzgar por el inquietante desasosiego con que me levanto, aún conservo un esmerado cariño por mi cabeza. No es que tenga mucho valor, sin embargo, creo que pegada al cuerpo tiene algo más.
El verano nos trae el mar y el mar nos trae la infancia. Claro es que, por alguna licencia de la costumbre, todos creamos tener detrás nuestra, una infancia. Nada más falso que limitarnos a una. Todos tenemos varias infancias totalmente distinguibles. Una vez que maduras, las vas pegando todas para darles un solo cuerpo y, dices que vas a ella como el que va a un solo territorio. En verano, la infancia a la que retornamos es la de los grandes castillos imperiales hechos de arena fina. Castillos con espléndidos torreones almenados donde siempre había una princesa prisionera y una terrible grieta por donde empezaba a desmoronarse el torreón. Iba uno a ultramar a cargar el agua y se venía bañado y con hambre. Una vez hice un foso enorme para que cupiera todo el Mediterráneo y que el castillo quedara en medio infranqueable. Cuando vi en un mapa por primera vez Córcega y Cerdeña, me dije: ¡Caray, se lo ha currado el niño que sea! ¡Ya veremos cómo resiste la ola del melillero!
En el fondo, lo que hay en la infancia es una sucesión ininterrumpida de actos iniciáticos porque, si hay algo que la define es que todo sucede por primera vez. Es el tiempo del asombro y los grandes descubrimientos. Más tarde, la lucidez será el devenir de las constantes repeticiones de la realidad; pero, de momento, toda la vida que nos va viniendo es nueva y la vamos estrenando. El amor no cuenta, porque siempre sucede por primera vez, una y otra vez. Es esta una dulce infancia que no es pasado, sino el presente veraniego de nuestro pasado infantil.
Poseemos otra infancia cruel y trágica que, por influencia de una visión adulta, no alcanza el fundamento que debiera. Cuando de niño perdí la bola de un helado de fresa por culpa de un infantil movimiento, sentí lo que España al perder sus colonias en el 98 y, si la época dio para configurar una ínclita generación alrededor de una realidad adversa y depresiva, yo también lloré tórridamente la pérdida sin una mota de lirismo en las lágrimas. La tragedia fue cierta, brava, dramática como para un bebé es la pérdida de una madre que ha ido a la cocina a llenarle el biberón de agua. Hasta que una madre no vuelve quinientas veces, la pérdida es segura y desoladora. Yo aspiro este verano a ser de mayor un niño y tomarme un helado de fresa con dos bolas.   

 

sábado, 20 de julio de 2019

EL CIGARRO DE DESPUÉS.

Lo que sentí no es algo que pueda interesarnos para nada. Si al encender el pequeño extremo del cigarro me vino el olor de los tilos o la imagen de un enorme ciprés inclinado hacia un cerezo en flor, qué importa. Si al elevar la mirada hacia la nada, con la ayuda de una hebra desdibujada y ascética, encontré el alma llena de gladiadores y a la antigua memoria levantada y eufórica aplaudiendo el espectáculo, no es algo que pueda interesarnos para nada. Cuando el asedio del humo, insustancial y pulcro como los placeres más excelsos, despliega la compañía cálida de un abrazo de abuela y la elegancia del gesto de un sabio invocando a la luna o a la piedra, cierro momentáneamente los oídos, el tacto y el lenguaje y, si se clausuró el tiempo, no es algo que pueda interesarnos para nada.
Casi siempre se ensancha inconsistente el lejano recuerdo de un velo como el de Maya, etéreo y vaporoso, insinuante y vigilante tímido que se ruboriza por el paso romántico de unos latidos satisfechos, y eso no le incumbe a nadie. El precipicio es indiferente al ensueño y éste es indiferente, a su vez, a toda caída. A un solo paso está la dicha y la batalla de soledades y de indolencias, al alcance de una sola respiración que baste para ambos está la ciudad de las sombras. Yo me derramé en el vacío que va dejando la lluvia sobre el humo de la habitación y, líquido ya, apuré otra respiración de melancolía y sentí que no es algo que pueda interesarnos para nada. Cada mirada es una lejanía y por cada tristeza hay un dios rogado, y en cada ruego me  desprendí de todos los nombres para quedarme vagando en la nada como el centro equidistante entre dos extremos vacíos.
Después el viaje, otra vez, por el camino incandescente que va desde los llanos del deseo a la cumbre del hastío, una calada más y un extravío menos. El paraíso te sorprende por asalto en medio de una niebla de tabaco y de ausencia, no todas las ausencias huelen a tabaco, pero sí a mujer. No es algo que pueda interesarnos para nada. Si en la última parada, transcurridas cinco o seis eternidades a pecho, inauguré de nuevo mi voz y, otra vez, un olor de ciruelas o de plumaria se instaló concreto y preciso, o el retrato en sepia del profeta de hielo se hizo claro augurando tu porvenir y el mío, eso es que se llegó a las cenizas y no es algo que pueda interesarnos para nada.       

miércoles, 17 de julio de 2019

LA MONÓTONA HUMANIDAD


A menudo se establecen y se institucionalizan categorías de mezquindades humanas que no son capaces de superar la línea de la corrección política. Esta es una suerte de totalitarismo implacable, a modo de censura y autocensura, que van adquiriendo las características de “puritanismos tramposos” y “tabúes lingüísticos”. Posiblemente, asentado este entorno envolvente, el secreto y el silencio constituyan, “una de las más grandes conquistas de la humanidad”. En el fondo de ellos no creo que habite serenamente verdad alguna, sino heroicamente. Son los que Zweig llamó “héroes secretos del espíritu”. No recuerdo exactamente a qué clásico griego atribuir su frase de que “la naturaleza ama ocultarse”. Lo estrambótico de la modernidad es que se haya virado del noble ejercicio de la búsqueda de la verdad al laborioso empleo de esconderla, con el único propósito de no levantar sospecha.
En este clima globalizado, cuando la superabundancia de información y el conocimiento-total están al alcance del bolsillo gracias al móvil, se debería haber consagrado el mayor de los aprendizajes humanos que consiste en haber aprendido a no tener razón. A poco que se observe cualquier cosa de la que digamos que es “verdad”, se desprende que una característica  principal es su movilidad. Las verdades son dinámicas y, por pura constitución, depositarias de infinitos pormenores. Una fantasía o bien una mentira son objetos acabados, terminados, sobre los que ya no caben más preguntas ni indagaciones. En cambio, imaginemos el rayo de luz que cruza del postigo al sillón y veremos con él un número indeterminado de partículas en suspensión, diminutas a nuestros ojos; pero que sometidas a análisis con métodos espectrales exhaustivos se obtiene el anchísimo universo de un continente por partícula y sobre las que eternamente pueden recaer toda clase de preguntas. En la verdad no pueden agotarse los detalles.
Por eso, el perspectivismo, como método de observación que varía la posición del sujeto sobre el objeto, deja a la “cosa en sí” intacta en su formulación estricta de realidad completa. La “hostil cerrazón de los cejijuntos y la derretida secuacidad de los boquiabiertos”, apabullan la verdad de que todos los puntos de vista –quiero decir: puntos desde donde se observa y describe la realidad- instituyen con mayor precisión una verdad que nunca se deja atrapar por un solo costado, por más empeño que le pongan en anular las posiciones que no sean las suyas. En un mundo así, es menos heroico morir por una idea que tratar de comprender las ideas de los demás; más aún cuando las ideas de los demás, por exigencias del guion, quedan expresadas en el silencio o en el secreto.

jueves, 11 de julio de 2019

LA VERDAD NECESARIA.


           
Es tiempo de inquietud radical por temor a que en cualquier momento las matemáticas nos den el susto definitivo. La vacua esperanza desmedida que tiene Occidente en el pensamiento binario, en el maniqueísmo, en el racionalismo simple, puede fracturarse de repente en cuanto el universo nos dé una nueva orden.  Jacques Derrida alertaba de que las matemáticas no son lógicamente ciertas. Ponía ejemplo: 12 x 0 = 0 y 13x 0 = 0, de lo que lógicamente se sigue que 12 = 13. Hasta en las matemáticas se han instalado “verdades necesarias”. Curiosa expresión ésta de “verdad necesaria” cuyo último significado pone el protagonismo en la necesidad antes que en la verdad.
            Cierto paralelismo de inquietud lo hay con la gramática, cuyas galerías encierran cortes y delimitaciones de la realidad. Las palabras llevan dentro una vocación de constreñir y, sólo cuando el receptor se acerca a ellas con la intención de expandir el significado, sirven como una mera aproximación. Pero, digámoslo claro, la realidad se queda fuera. Tal vez, debamos prestarle más atención a la realidad del lenguaje en lugar de a la realidad que pretende describir. Algo así son las preocupaciones de Sánchez Ferlosio en toda su obra. Por eso es tan difícil entenderle si no es con la mente de todo el cuerpo.
            En el caso de las matemáticas, la preocupación emergente, tal y como nos ha apuntado Noah Harari en su obra “21 lecciones para el siglo XXI”, tiene por objeto lo que el desarrollo simplista de la ciencia y la tecnología puede alcanzar sobre las emociones humanas, por ejemplo. Mi regla de tres es que “la ciencia es a la cultura lo que las matemáticas es a la erudición”. Es decir; si la futura regencia va a descansar en algoritmos externos capaces de comprender y manipular las emociones humanas con incluso más tino que lo hiciera Shakespeare, no queda más amparo humanitario que acudir a la Cultura para resguardarnos y al concepto de “verdad necesaria” para salirnos de él. La Ciencia, escrita así con mayúscula, debe venir en nuestra ayuda con la implacable determinación de poner el “cero” de Derrida en el sitio que le corresponde: expandido en lo que llamamos universo.  
            En el territorio del lenguaje, sin embargo, el orden dominante de la realidad ha quedado históricamente a las puertas de palacio. Las cosas son los límites del hombre, como dijo Nietzche. Quitando las cosas, el hombre no tiene límites y puede ser todo lo romántico que la Ciencia le ordene. Por eso hay un lenguaje que tiene la misión, no sólo de rehuir la realidad, sino de crearla y ponerla al servicio de la humanidad. La propuesta consiste en enfrentar el cuatro del dos más dos porque, en verdad, no siempre necesitamos ese resultado. Mendelssohn dijo, en 1765, que “si la prosa satisface la razón”, la poesía quiere otra cosa”. Me parece intuir que “esa cosa” que quiere la poesía es salvarnos; hagámoslo.

                  

miércoles, 10 de julio de 2019

Cuando la flecha está en el arco, tiene que partir.


Extraño mundo el de la distancia que hay entre tú y yo. Por más que un engranaje mental medie como espacio entre ambos, entre los dos siempre hay una conjunción copulativa y la más copulativa de las conjunciones. Un espacio y un tiempo, nos es dado compartir. Sin quererlo, la simple consciencia de que estás tiene muchísimo más poder que las distancias. Ellas, las distancias, carecen de significación si tú no estás, mucho menos si tú no existes. De hecho, la extensión de su campo afianza tu presencia que, como aspiración o como destino, se hace majestuosa y hechicera, altiva, desde la cumbre oscurecida de una noche ingrávida con tus ojos clavados mágicamente en los míos, ya los tenga abiertos o cerrados. Estás, desprovista de eufemismo, lenguaje o metafísica, porque no hay varios espacios, sino uno solo que nos envuelve a todos. Así que ocupas la intimidad y la extimidad, como bañada en las aguas del tiempo y a sabiendas de que nada circunstancial sucede, tan sólo la existencia a modo de consuelo completo.
              Extraña, también, la versatilidad del tiempo que nos contiene, pues siendo el tuyo, es el mío. El tiempo es el arco tensado del guerrero que prepara el destino de la flecha, y tú y yo nos parecemos mucho a la flecha preparada: estética de una potencia latente y desconocida. “Cuando la flecha está en el arco, tiene que partir”. Es indiferente el destino; nos basta con “ser” y “tener que ser” para el mismo arco, para el mismo brazo que lo tensa, para el mismo guerrero y para el mismo tiempo del guerrero que, a su vez, es flecha del mismo arco. Pero nos divierte el lenguaje y sus laberintos, escombro del pensamiento y hacedor de confusiones tan hondas que parecen leyes o dogmas. A nuestro tiempo, al tuyo que es el mío, le sobran las costuras que la filosofía le cose porque estamos, porque somos, porque partimos…