jueves, 9 de junio de 2022

LA MUJER SERPIENTE.

Una de las grandes experiencias que marcan la vida, es haber tenido la oportunidad de vivir en un bloque de pisos ubicado en el mismo recinto ferial. El hecho en sí sería irrelevante si no fuera porque frente al balcón habían montado la caseta de la “mujer serpiente”. Con el mismo colorido sensacionalista que cualquier atracción, se anunciaba en un mural la pintura de una bellísima dama de pestañas kilométricas, pendientes de zafiro y peinado cinematográfico. Tenía los labios muy rojos con un rictus picarón que, talvez, protegía e insinuaba al mismo tiempo una lengua bífida. Seguidamente, obviando por completo el cuello, el resto del cuerpo era la escamosa piel de una serpiente. Pequeñas bombillas parpadeaban a la hora elegida en el interior de los ojos, entorno a la joyería y ribeteaban el perfil del cuerpo, mientras, haciéndose paso entre sirenas, bocinas y llamativos timbrazos, los altavoces anunciaban el “gran fenómeno de la naturaleza”. ¡Pasen y vean! ¡La mujer serpiente! ¡Científicos de todo el mundo han estudiado este fenómeno! ¡Una mujer con cuerpo de serpiente! ¡Puede hablar, pensar, comer, como cualquier mujer, pero ha nacido con cuerpo de serpiente! ¡Lo nunca visto! ¡Por solo 50 pesetas, estará ante el más grande fenómeno de la naturaleza!

Desde el observatorio de nuestra terraza podíamos ver largas colas de personas de todas las edades esperando para obtener la entrada y pasar al receptáculo. Para un niño de doce años, una fila que estaba compuesta con innumerables adultos, era prueba suficiente de que aquello no podía ser un engaño. La perspectiva de los años siguientes nos enseñó a saber que todo engaño suele presentarse con letreros luminosos y eslóganes altisonantes. Por ejemplo: “hacienda somos todos”. La presencia, a pocos metros de nuestra casa, de tal extrañeza, nos iba seduciendo hacia el deseo irrefrenable de ir a ver con nuestros propios ojos ese hecho fantástico. Nos quedábamos dormidos con la letanía de la mujer serpiente metida en los oídos y no cesaba hasta bien entrada la madrugada.

Me había vuelto bastante pesimista frente a la posibilidad de que nos llevaran a satisfacer la curiosidad infantil, que es la más intensa de las curiosidades. Sin embargo, allí estábamos una tarde cualquiera, haciendo la cola para sacar las entradas. Recuerdo con bastante nitidez haber pensado cómo escapar ante un ataque imprevisto o cómo congraciarme con aquella mujer y caerle todo lo bien que pudiera para tenerla de amiga y pasearla con una correa en el patio de recreo y así recabar el asombro de todos mis compañeros. Lamentaba no haberme llevado la flauta dulce con la que hacerle bailar, como a una cobra, la única melodía que sabía tocar: “Frêre Jacques”. A medida que se acortaba la fila delante de nosotros, crecía el nerviosismo. Estuve muy atento a las personas que iban saliendo y concluí que venían transformadas.

Nos hicieron pasar a una sala en penumbra donde nos recibió una especie de reina zíngara ataviada de abalorios destellantes. Nada más que una gran urna, iluminada por dentro y ocultada tras un cortinaje, había en el habitáculo. La maestra de ceremonia, con solemnidad circense, nos preguntó si estábamos preparados para ver el mayor acontecimiento que jamás produjo el mundo. No antes de haberme asegurado de dónde estaba la puerta de salida, cuántos pasos serían necesarios para alcanzarla y cuántos segundos tardaría, pude sentirme preparado.  Se apagó la luz de la urna y la penumbra se convirtió en oscuridad cerrada. Nos apercibimos de que el cortinaje había sido descorrido. Supuse que todos los ojos estaban tan abiertos como los míos y, de pronto se hizo la luz. ¡Allí estaba y viva! La mujer serpiente movía la cabeza, los pómulos, las cejas, los labios y nos escrutaba al público con unos ojos venidos de los más profundos misterios del globo. ¿Cómo te llamas? –preguntó la zíngara-. Me llamo Ashi, -dijo la serpiente con una vocecilla rara que se asemejaba a un silbato ferroviario de doble sonido-, y continuó diciendo: es un nombre persa que quiere decir “verdad”. Me alimento de insectos, de pescado crudo, gusanos de seda para que no se caigan las escamas, larvas de mosca para la vista y en mi cumpleaños me dan un café migado de pan tostado para celebrar. Dile a este respetable público cómo te lavas, Ashi, –volvió a preguntar la presentadora-.   Por desgracia no tengo brazos –respondió- y necesito que me ayuden todas las mañanas. Soy muy coqueta y me gusta maquillarme, pintarme los labios y los ojos, peinarme con trenzas o tirabuzones, pero echo de menos un marido que por lo menos sea pitón. Esta respuesta produjo carcajadas instantáneas que no comprendí durante mucho tiempo y sirvieron para descongestionar la tensión mágica que soportaba el ambiente.

Cuando miras mucho tiempo a una mujer serpiente, la mujer serpiente se apodera de ti. Creo que, por eso, me fui reptando hasta casa y me enrosque en la cama para dormir. En mis ensoñaciones de esos días pude serpentear por las aceras de la ciudad y usar un poder hipnótico con mi sola mirada. Fuera de los sueños y figuraciones empecé a desayunar café migado para celebrar mi cumpleaños todos los días y, sobre todo, por sentirme dichoso de ser una de las pocas personas que, a lo largo de toda la historia de la humanidad, han podido ver con ojos mortales lo nunca visto, valga la paradoja.

A los tres días de aquel acontecimiento, como era costumbre, bajé a hacer un poco de compra por encargo de mi madre a una tiendita atendida por una señora a la que teníamos apodada “la espiritual”, porque su figura esbelta y alargada parecía salida de un cuadro de “El Greco”. A ciertas horas de media mañana la clientela se agolpaba  tanto dentro de la tienda como en la puerta, y nos dábamos  “la vez” conforme íbamos llegando. Después de esperar un buen rato –creo que ya solo había dos clientas por delante- quedé paralizado cuando escuché una vocecita semejante a un silbato ferroviario de doble sonido que pedía: un cuarto de mortadela “mina” bien despachada, una lata de leche condensada y una barra de pan.  

 

    

 

miércoles, 19 de enero de 2022

CONTAMINACIÓN PUBLICITARIA

¿Qué cantidad de contaminación publicitaria somos capaces de soportar? ¿Cuánta energía mental se destina a desechar la propaganda que vierten las marcas en el espacio público y privado? ¿Para cuándo un estudio que se interese por el comportamiento cerebral habituado a resistir la carga del torrente continuo de intromisiones en nuestro íntimo pensar? ¿Para cuándo un sistema democrático que permita al ciudadano elegir dónde, cuándo y por quién puede ser abordado?

La expresión de “contaminación publicitaria”, según se ha consagrado en los últimos años, se refiere al tipo de contaminación que parte de todo aquello que rompa la estética de una zona o paisaje. Un concepto que requiere un análisis detenido. Es razonable otorgar importancia a la idea de ruptura en sí misma. La publicidad no sólo invade haciéndose presente, sino que lo hace quitando de en medio o dificultando la atención destinada a otra cosa. Desvía la atención sin pedir permiso. Lo primero que fractura es la continuidad visual o auditiva, pero mucho más importante que eso es la fractura atencional o, dicho de otro modo, interrumpe el desarrollo reflexivo o el diálogo intrapersonal cuando no interrumpe el diálogo interpersonal. Insisto en que se trata de un asalto que nadie ha pedido y, mucho menos, esperado. Observamos que, a diferencia de generaciones pasadas, un nuevo modo de pensar se impone. Es un modo “interruptus”, bien por las intromisiones comunicativas que provienen de los teléfonos móviles, como de la dispersión informativa que generan las redes sociales o el mismo internet. Sin embargo, a estas interrupciones le suponemos un grado de aceptabilidad que dimana de un cierto voluntarismo. Al fin y al cabo, la compra y la tenencia de un Smartphone es relativamente potestativa. La publicidad, en cambio, prescinde totalmente de nuestras voluntades y cercena un espacio de libertad individual, lo que constituye una sencilla y clara falta de respeto. Hay una doble agresividad explícita en los anuncios. Por un lado, las técnicas publicitarias son cada vez más depuradas e incorporan creativos modos de acaparar la atención rápidamente, se esté haciendo lo que se esté haciendo. Por otro lado, además del carácter invasivo, la abrumadora cantidad de estos reclamos comerciales  han convertido las ciudades en auténticos estercoleros visuales, los espacios de internet en basureros sin reciclar, las televisiones y las radios en emisiones publicitarias, y desencadenan tal número de desatenciones por minuto que el resultado, me temo, es que ha impuesto un modelo de pensamiento entrecortado.

De este modelo que nos hace vulnerables, nos está quedando un sesgo cognitivo que nos impulsa continuamente a retomar el punto mental en el que estábamos, pero lo más grave es que en un número de veces muy alto nos hace abandonar la inercia intelectual que teníamos. No cabe duda de que hay una malévola fabricación de demandas espurias y bastardas que basan su eficacia precisamente en el impacto personal que ocasione la técnica publicista, en lugar de basarlas en las necesidades libremente pensadas y elegidas. Lo peor no es que nos tomen por tontos, sino que nos están haciendo tontos. Es decir, tal es su densidad y simultaneidad, que el cerebro experimenta una sobreestimulación innecesaria  por causa de un flujo de datos de tanta magnitud que lo obliga a un esfuerzo permanente para procesar primero y para desechar después. No olvidemos que para separar el grano de la paja tenemos que contar con que hay siempre más paja que grano. Ansiedad, nerviosismo, angustia, estos son sólo algunos de los resultados. Otros pueden ser, falta de concentración, incapacidad para el desarrollo del pensamiento propio o escasa profundización. Limitaciones que, a poco que se observe, se extienden cada día más.

Si queremos ver cine, entramos en una sala en la que apagan las luces, se aíslan todos los sonidos circundantes, casi dejamos de ver a nuestros acompañantes y apenas podemos hablar con ellos, so pena de tener que aguantar algún reproche. Las salas de museo eliminan distracciones superfluas y dejan expuestas las obras en espacios diáfanos dispuestos para concentrar la atención del visitante. En el teatro, en un concierto, en una conferencia, son innumerables los ejemplos que persiguen eliminar, con buen criterio, todo cuanto pueda distraer la atención de su objetivo principal. No sucede así en las ciudades. Un experimento realizado en la ciudad holandesa de Eindhoven concluyó que una persona que quiera dar un paseo por su centro histórico, acaba viendo más publicidad que elementos culturales. No sólo se ha desalmado la idiosincrasia de una ciudad a manos de unos desaprensivos vendedores, sino que se asalta el espacio público por manos privadas y contra la voluntad de quienes no han podido elegir nunca qué es lo que querían. Esta es otra asignatura pendiente de la democracia. Barrunto que para solucionarlo tendremos que recurrir a una buena campaña publicitaria.           

 

sábado, 15 de enero de 2022

Al abrigo de la candela

Aliviados del peso de la mañana y esperanzados en un dulce sueño nocturno, las tardes de invierno se prestan a un sillón orejero desde el que observar el crepitar de la leña en una chimenea. Quienes hemos observado el curso de un fuego con  placidez ceremonial y hemos puesto los cinco sentidos al servicio de la serenidad reflexiva que suscitan las llamas, sabemos que la encina ribetea el fuego de un azul verdoso, mientras que la madera de olivo intensifica los amarillos o el eucalipto los naranjas. La encina parece cuartearse desde dentro en un ardor volcánico, haciendo nacer la lumbre desde las entrañas y se expande craquelando con lentitud la piel del tronco, como si una invasión de carcoma encendida buscara salida. Las danzarinas azules bailan con poca altura a lo largo de todo el escenario al compás de un tempo “andante”. Con una marcada parsimonia hindú la danza va dejando un dibujo en la pieza que nos recuerda a un panal, y al deshacerse la madera, se derrama una miel luminosa y caliente que viene a cubrir cada ascua con un mantón incandescente. El olivo no es así de flemático. El brío de su ardor, tan pasional como un amor de juventud, también es más alto que el de la encina y se ciñe al tronco como cinturón de corriente eléctrica que se empeña en estrangular al leño. Los personajes amarillos y alargados se cimbrean unos contra otros, se golpean y se separan o se besan y seguidamente se enfadan. A veces hemos visto cómo uno de esos personajes, de pronto empieza a crecer y a crecer, hasta llegar a una altura soberbia y, con la misma rapidez, una vez humillados los otros convivientes, se desvanece hasta la desaparición. Suele preceder a la fractura del palo. Es una fractura seca y rápida como la de un hueso descalcificado. Y cuando, a tenor de la simultaneidad de las fracturas del ramaje pequeño o la casual armonía de la de los mayores, hacen sonar a la par sus “quejíos”,  a mí me parece escuchar una fragua donde se empiezan a componer martinetes. El fuego del olivo es más una candela de Lorca que el de la encina, que es más de Dickens y no podemos llamarla candela. El eucalipto, en cambio, despliega un velamen desigual de un naranja muy intenso. Si entornas los ojos para fantasear con ese juego vívido y colorido, nos podemos encontrar frente a una batalla naval con el horizonte teñido, presagio de un día ventoso, o bien con el horno de San Pedro cuando hace galletas en los días de aburrimiento. Su movimiento es más cabriola que danza y sólo decae su frivolidad cuando evoca la hoguera inquisitorial ajusticiando a un perro. Su temperamento es colérico y su afán es acabar cuanto antes. El tempo “vivace” de su ritmo, lejos de soliviantar el ánimo, recuerda que los demonios de la vida son paralelos al genio, y tan tendentes a la acción como es preciso para la virtud. Es la naturaleza sin complejos y en movimiento en apariencia aleatorio, que compone una performance exacerbada y loca. Los crujidos de su quema son tan imprevistos como si los hubiera compuesto el propio Erick Satie y fueran ejecutados por Nietzsche con una marimba prestada. El fuego eterno del infierno tiene que ser de eucalipto. Parece calentar la tarde con un resquemor de conciencia y abrigar desesperanzas sin que dejen de ser serenas. La desesperanza aliada con la serenidad es una resignación, pero el naranja encendido del eucalipto es un clamor de rebelión y una biografía de Stefan Zweig vibrando igual que sus letras. Por eso el trashoguero siempre es de encina, el suelo de olivo y el techo de vigas de eucalipto, para que nada falte, para que nada sobre, y las apacibles tardes de invierno hipnoticen con el colorido de un cuadro de Kandinsky.            

 

sábado, 4 de diciembre de 2021

ALGORITMO TOTAL

Imaginemos que los avances tecnológicos van a perfeccionarse tanto que podrán extraer del pasado reciente y, tal vez remoto, cuanto haya acontecido. Que la realidad pormenorizada de cada época, de cada espacio, de cada persona, ha quedado cristalizada en mosaicos totalmente ultimados. Fórmulas altamente poderosas accederán a los mapas y a las capas que la historia va sedimentando a lo largo del factor tiempo. Cada esquinita de una calle o de un edificio será una enciclopedia detalladísima de todo lo que sucedió en su entorno. Imaginemos también que la tecnología no sólo descubrirá los aconteceres situándolos en el espacio y en el tiempo, sino que detectará lo que cada individuo ha dicho a lo largo de toda su vida, con quién ha hablado, qué ha pensado antes de hablar, qué ha sentido, cuáles han sido sus emociones, cómo han intervenido éstas en su pensamiento. Podremos saber con una búsqueda sencilla, a golpe de clic, las razones o los elementos que han ido interviniendo con mayor fuerza en la formación de una idea, de un apasionamiento, de un amor. Sabremos desbrozar un abundante trenzado de líneas selváticas que constituyen el amasijo de elementos determinantes de nuestro comportamiento y del comportamiento de los otros y, también, del comportamiento colectivo. A los menos románticos les valdrá la maquinita para ir alejando la culpa de algún ídolo o de sí mismos y se afanarán en seguir alguna línea influyente hasta alcanzar un punto de confluencia que les satisfaga. En cambio, a los más románticos, les valdrá para mostrar el rostro de su alma ante el primer cruce de ojos con su amada o amado. Les valdrá, digo, como artilugio garante de las verdades más elementales del corazón y que, por costumbre siempre han sido abandonadas a la decisión azarosa de las margaritas. Sabremos que nos quiso sin recurrir a los pétalos. Pero sabremos, también, de los sentimientos impostados, de los impuros, de las ideas prestadas y los comportamientos interesados. Sabremos que nos quiso, sí, pero que fue un querer reactivo a la composición bioquímica de una determinada hormona, cuyas emanaciones han venido destilando una suerte de historias bélicas entre familias religiosas, o ideológicas, o étnicas que conforman nuestro ideal reproductivo para el mantenimiento de un equilibrio global que incluye todo el universo. Sabremos que somos presos de un determinismo cerril que, lo mismo que propaga una epidemia, pone toda su voluntad en el embeleco dulce de los ojos que enamoran. De modo que conoceremos que el enamoramiento venía teledirigido desde la misma formación del mundo y que, una vez cuajado en el gesto mínimo que para la historia cósmica es el beso, contendrá, mientras nos abandonamos al entramado de labios, lenguas, salivas y pasiones que tenga lugar, las claves de todo el porvenir. Imaginemos, entonces, que por culpa del “algoritmo total” no habrá cabida para las libres y pequeñas amistades particulares entre tu cuello y mi boca. En ese mismo instante en que quede abolida la libertad a manos de un decreto tecnológico irrecurrible, habrá que inventar una energía subversiva. A mi parecer, esa energía sólo puede provenir del deseo o de la risa. “El deseo florece, la posesión marchita todas las cosas”. La risa, con toda seguridad, desarmará las reglas incalculables de la fórmula sabelotodo, porque la rebeldía de la risa, además de traer otras lógicas superpuestas, es su fuerza expansiva y contagiosa. Aunque esto es sólo el deseo simple de reír que el algoritmo maldito ha descubierto y que, imaginemos, forma parte de una imaginación ordenada por millones de pequeñas circunstancias confluyentes que, si no fueran tan indeseables, darían risa y eso es una cosa muy seria, ¿no creen?     

 

martes, 19 de octubre de 2021

Premio Planeta a Carmen Mola

La realidad no permite hacer descansar una mirada estupefacta. No teníamos bastante con saber que, en cuanto abres los ojos ya no vuelves a cerrarlos nunca más, sino que el asombro es uno y perpetuo. “La Bestia” de Carmen Mola gana el controvertido Premio Planeta con una extravagancia en la barriga. “Extravagante” proviene del verbo latino “extravagari” (errar o vagabundear fuera de los límites). Parece que va a ser indiferente si se trata de unos asesinatos como pretextos para una novela histórica o un ejercicio literario de valor estilístico encomiable. Con estas circunstancias tan prosaicas que merodean el concurso, la novela está sucediendo fuera de la novela. Vagabundea la historia fuera de los límites que el libro marca. Jorge Díaz, Agustín Martínez y Antonio Mercero ya son personajes de una valiosa historia a disposición de cualquier novelista.

Es un relato que, con la excusa del Premio, sacrifica la literatura tanto como reputa el sentido comercial de la firma. Eso no comporta ninguna sorpresa tratándose del Planeta. Que sean tres los autores de una obra hace recordar el chascarrillo de Agustín de Foxá sobre el matrimonio: “es una carga tan pesada que hay que llevarla entre tres”, decía. Para añadir “chicha” al asunto, tres hombres, cuyo número no puede aspirar a la paridad por pura ley matemática, se solapan bajo el nombre de una mujer. Les hacía falta el punto femenino por aquello que no le pasó desapercibido a Goethe: “lo eterno femenino nos impulsa hacia lo alto”. Y, viendo la cuantía del Premio, no podemos decir que no ha sido un gran impulso, aunque dividan un lamento entre tres para recordar a Descartes cuando aseguraba que “una obra escrita por un solo individuo es siempre mejor que una escrita por varios”. Un Premio repartido entre uno es siempre mejor que repartido entre tres, de ahí el lamento.

También habrán querido dejar patente que se necesitan tres hombres para escribir como una mujer, pero el experimento se las trae. Si escribir, como decía María Zambrano, consiste en defender la soledad parece que, en este entuerto, no hay defensa que valga porque la soledad es un paisaje humano que no admite intromisiones. No es concebible que salgan renglones dóricos cuando se lleva ya un párrafo corintio y algún otro jónico.  Y, aunque cada estilo aportara su virtud: fuerza, sabiduría o belleza, con un alma se basta el Arte para ser infinitamente humano. Lo otro es jugar, como han declarado ellos, pero con el arte no se juega como no se juega con ningún parto. Hay en cada obra una extraordinaria exposición humana propia de un tremendo proceso de sangrado, expiación, sacrificio, superación y pensamiento que, a poco que intervenga un mínimo consenso, queda desposeída de autenticidad. Sin esa ingenuidad todo lo que puede quedarnos es pura técnica que aspire a fabricar sonetos perfectos escritos desde una inteligencia artificial. ¿Diremos que es también artificial la emoción que provoquen?

De la italiana anónima Elena Ferrante se dijo que “lo maravilloso de no conocer su identidad es que te puedes centrar en sus novelas”. A mi estupefacta mirada, lo que le parece maravilloso es justamente lo contrario, que por conocer la identidad o identidades de Carmen Mola, uno puede centrarse fuera de sus novelas en un relato fantástico que no tiene nada de fantástico, y que me está provocando la idea de recomendar que lean la obra de tres en tres, como está mandado.   

 

martes, 24 de agosto de 2021

DE HUEVOS Y CÁSCARAS.

Uno de mis maestros más entrañables ha puesto un huevo. En su día se hizo famoso el de Colón, que no es más que una formidable prueba de sentido común. Pareciera que es cosa de gallinas, pero la realidad es que hace falta ser muy maestro para traer al mundo alguna cosa con toda su cáscara. Mi maestro entrañable, a fuerza de pasarse la mano o el ala por la cresta a modo de pensador gallináceo, tuvo una sensación en la boca del estómago muy sugestiva. Ya sabemos que el estómago de un pensador gallináceo está recubierto de paredes de uralita y pinturas rupestres. En ese entorno es fácil –pensarán ustedes- augurar que uno está a punto de poner un huevo. No andan muy equivocados, lo difícil es el mantenimiento de la uralita y encontrar quien la repare en fin de semana.

 A pesar de las buenas condiciones, engendrar un engendro no es cosa de cualquiera porque se necesita, como le ocurre a cualquier huevo, tanto trato con el mundo exterior como con el mundo solitario-solidario. El resultado va a depender de la alimentación, como todo el mundo sabe, del estado físico y psíquico del portador y, sobre todo, de una ridícula conciencia de gallina sobrevenida, vedada para la mayoría de los mortales. En general, hay una rima latente en todo pensante entre la alimentación y las pinturas rupestres del estómago. Cuando descubres que esa rima es consonante –palabras de mi maestro entrañable- te conviertes en ponedora. Para ese desenlace tan fecundo no es suficiente la ingesta de pequeños gusanos y larvas, lombrices, babosas, arañas, etc…, que son la base natural de la formación fisiológica de cualquier cerebro original, hay que añadir la medida justa de cocina “gourmet” que se presenta en sacos de “pienso”.

Con todo, mi maestro entrañable, describe el proceso de elaboración y puesta del huevo como algo todavía más complicado que lo expuesto aquí. Los poetas saben cuándo la línea de un cuello rima con erotismo sin acudir a la métrica ni a la gramática. Mi maestro entrañable sabe que, al igual que toda palabra precisa de su silencio, cada alimento precisa de su ayuna. Pensar y saber lo que uno piensa de verdad no es posible si únicamente se acude al pensamiento ajeno y no adquirimos la habilidad de aislarlo y expulsarlo de los recodos que los nuestros genuinos albergan. En cada pliegue de nuestro estómago de uralita hay briznas de amianto contaminante y venados heridos en las pinturas por flechas que no hemos tirado nosotros. El flujo incesante del pensamiento ajeno, unido a la pirotecnia publicitaria que se ha erigido en magma cultural para la incultura, posee el diabólico efecto de detener y ahogar los pensamientos propios. Según Schopenhauer, que es maestro sin ser entrañable, “…el sistema de nuestros propios pensamientos y conocimientos pierde su unidad y su conexión permanentes cuando con tanta frecuencia los interrumpimos arbitrariamente para hacer sitio a una serie de pensamientos totalmente ajenos”.

Por eso, poner un huevo, se ha convertido en una extravagancia exquisita y al alcance de muy pocos. Hay que quitarse la memoria de debajo de la cresta y encumbrar el cacareo a cima absoluta, como si fuera el ejercicio espiritual de una ayuna lingüística en pro de un vacío fecundo (lo de Cantó es otra cosa, no confundir). Paralela a tal rareza corre la suerte de saber dónde encontrarlos una vez puestos. Si no fuera porque los impostores han aprendido a imitar la cadencia de los cacareos maternales, sería fácil, pero distinguir un huero de un fecundado es casi imposible a simple vista. Y a todos hay que quitarles la cáscara.     

     

 

jueves, 20 de mayo de 2021

PREGUNTAS

 

Yo creo que cualquier pregunta lleva dentro la obligación de atenerse a la respuesta. Incluyo aquellas que se formulan como preguntas retóricas. Hasta hace poco, este sistema binario de preguntas y respuestas respetaba la entidad de cada una de las partes de la ecuación; usted pregunte lo que quiera que yo responderé lo que me dé la gana. En tal lid, ambos contendientes son libres o, al menos, deben serlo. La callada como respuesta siempre ha sido una variante consecutiva que mantenía sus diferencias con el silencio. La callada viene a ser una pared que devuelve la pregunta a su sitio con la finalidad de que se replantee. El silencio, en cambio, anula la pregunta misma. En lenguaje taurino, la callada es un capotazo y el silencio una media verónica. 

La cortesía de una pregunta estriba en no condicionar la respuesta y, mucho menos, invadirla. Hay razones de elegancia conversacional para mantener acotados los terrenos de una parte y la otra. Pero, más allá de manierismos aparentes, la esencia de una cabal comunicación exige que ambos parlantes encuentren puertas abiertas y espacios ventilados. No es ya una cuestión  de educación, sino de utilidad. Lo que resulta adecuado para una pregunta será obtener la mayor calidad de respuesta posible. Y entre las de mayor factura están aquellas que se vuelven de nuevo interrogativas o, en el más excelso de los casos, estarán las cuestiones que se reformulan de diferente modo. Puede pensarse que existe sólo una pregunta en el mundo y las demás son meras modulaciones. En algo parecido consiste el método científico de falsación que propuso Popper.  Para los buenos conversadores, la trabazón continua entre los dos miembros de la dialéctica se vuelve tan esencial como la postura, cuya inclinación coreográfica ayuda e impulsa un significado lo más completo posible. Ningún científico permite una respuesta cerrada a su pregunta. Eso los reputa como buenos conversadores, tal vez los únicos que queden. 

Las nuevas generaciones, tan imbricadas con la revolución tecnológica, han crecido en el laconismo radical que propicia el tipo test. No pueden recordar, como yo, el consabido “razone su respuesta” y análogos requerimientos para que uno se pudiera expresar “ad libitum”. No es nada despreciable el efecto reductor que se impone masivamente a partir de nuestras relaciones con la informática, cuando es usada con tal propósito. Los ordenadores no quieren largas conversaciones de salón, tal vez no puedan procesar los meandros del pensamiento ni sus ironías, ni quieran prepararse para nada que no sea trazar un diagrama arbóreo que les facilite una clasificación. Desconozco si la adaptación a tal sistema puede traer parabienes o, en cambio, comportará un esfuerzo empobrecedor. Hay razones para ambos efectos, supongo. Entre los más aplaudidos se encuentran los efectos que tienen que ver con la rapidez para, rápidamente, dejar de ser aplaudidos. La lentitud, tan velozmente añorada por perdida, sale al final victoriosa del lance. Tan pronto ha desaparecido del negocio como ha desembarcado en el ocio. En un lado pesaba, en otro aligera. 

Sin embargo, es fácil reconocer una intencionalidad diabólica en el uso de la tecnología para hacer preguntas. No hay formulario que no minimice una respuesta. Las quieren mínimas. Las más respetuosas ofrecen un elenco de tres opciones. Otras reconocen abiertamente que se ha de señalar la menos falsa o la que sea más correcta de todas. Es un ardid que descuartiza el desarrollo intelectual de cualquier pensamiento como de cualquier narrativa. Eso sin desatender el desprecio que recae sobre los fundamentos, expulsados de toda razón. Lo más seguro es que haya una pretensión de adaptar lo humano a la máquina, en lugar de al revés, y detrás de cada respuesta no haya ningún  humano recibiéndola. A mí, como siempre, me parece que no hay ninguna información en un “sí” o en un “no” si se le compara con un “depende”.