viernes, 31 de julio de 2020

EL ACABOSE.


Si no fuera porque nos sucede “la mala hora” y un círculo de vicisitud incesante, podríamos saber qué dejar en el testamento a las generaciones futuras. Incluso los notarios han inventado cláusulas generales de advertencia para que no nos tomemos en serio el trámite. Una cosa es lo que se da y otra lo que se recibe; cuidado con eso. Tampoco es que hayamos conocido época sin su apocalipsis “prêt-à-porter”. Y, aunque cada cual lleve en el bolsillo su apocalipsis privado, el que nos está tocando a rebato es el que pagamos todos, o sea, el público que, al parecer, es una de las coberturas universales de la Seguridad Social.
El letrero de que ya hay lotería de navidad nos está advirtiendo de la existencia de los sueños individuales y de que la idea de esperanza humana tiene mucho de mercantil y de premio gordo. Es una aspiración tan líquida que, su mayor júbilo se despierta buscando la forma que pueda contenerla sin perder gota. Miguel Ángel le decía a Vittoria de Colonna: “te quiero como la materia a la forma”. Sin embargo, es una búsqueda particular que renuncia a los grandes sueños. Jung, sugería que se podían tener dos tipos de sueños, el individual o el arquetípico. En algunas comunidades distinguen entre “grandes sueños” y “pequeños sueños”. Los primeros son los que influyen o incluyen a familiares, clanes, conciudadanos, etc., mientras que los pequeños sueños se refieren en exclusiva al propio soñador.
En cierta ocasión, hace años, alguien preguntó a un viejo indígena de la Amazonía ecuatoriana qué pensaba de los “apachi” o blancos y de su forma de vivir. Tras varias observaciones respondió que no le parecía en absoluto extraño que estuviéramos perdidos y angustiados porque nadie comprende –de su comunidad se entiende- cómo alguien puede dar su voto a otro para que gobierne sin saber qué ha soñado esa persona. ¿Cómo es posible admitir que otro mande sin saber si ha tenido “grandes sueños”? Pensaba el indígena, con buen tino, que nuestro patrón cultural, aparte de ser materialista hasta lo patológico, está basado en los “pequeños sueños” y, “claro, así os va la vida”, decía.
Mucho antes que Freud, nuestro Cervantes escribió que “el sueño es alivio de las miserias de los que las tienen despiertas”. Dicho así, cuando estamos en el corazón del nuevo apocalipsis y sabedores de que jamás nos faltará uno que echarnos a la boca, ¿Cuál es nuestro gran sueño? Porque miserias no faltan en nuestra particular existencia. Las miserias son los apocalipsis de bolsillo, o de “prêt-à-porter”. Son el 18,5% de destrucción de nuestro Producto Nacional Bruto, que sobre todas las cosas es bruto y está despierto. Pero lo que necesita el “gran sueño” es el apocalipsis de alta costura que se está hilvanando con unos virus que hacen de pedrería, y unos hilos de hielo derretido que hacen de pespuntes. Mientras no nos convoquemos a un aquelarre de grandes sueños, no vamos a poder conjurar el acabose. Ya nos vale.  

 

martes, 21 de julio de 2020

Apunte breve sobre "Retrato" de Antonio Machado.


“Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero”.
Ninguna de las estancias que contienen los dos primeros versos de “Retrato” de Antonio Machado me aviva la curiosidad con tanta saña como lo hace la idea de maduración del limonero. Es posible hacer parada y fonda en la infancia y sonsacar de ese “divino tesoro” que se va para no volver, las mieles de la inocencia. La infancia siempre será un divertido “velatorio”; cuarto preparado para velar a perpetuidad, tanto cuando se duerme como cuando se despierta. Quede sobreseído todo cargo contra la infancia por ser una de las formas de mayor pureza que el ser humano adopta. Y, al decir “adopta”, sugiero que la infancia pueda ser también una elección hecha desde los columpios del asilo. Don Antonio envuelve su infancia en un delicado papel poético y la deposita, con suavidad, en el recuerdo. Ante él se postra y recita su añoranza poniendo sobre el reclinatorio los billetes del último viaje, sospecho que a sabiendas de que sólo hay un viaje.
El patio es otra estancia que, a su vez, tiene un huerto que, a su vez, es claro. Tales dibujos, ya tengan olores y sonidos involucrándose en el lienzo o la sombra alargada del final de la tarde, incitan más al rescoldo de la siesta que a la llamarada de la curiosidad. Parecen balnearios de la memoria, aposentos de reposo o sanatorios asoleados contra toda vigencia. Para quedarse, para estar, para ser…, basta la necesidad, quizás porque escribo en verano, del frescor aquietado que un patio andaluz envuelve. En la memoria pueden ser las en punto de la tarde a cualquier hora del día, es la máquina del tiempo en grado sumo; ninguna época le está vedada. Ni siquiera aquellas en las que no se estuvo, ni se estará. Tendría su Oriente y su Occidente en simbólico diálogo y una permanente conversación visual bajo una cuidad diáfana en la que un huerto es un vergel raro o, tal vez a propósito, otra muestra de que todo crece. Y, sin embargo, no deja de ser un recreo o más bien un mirador al filo del acantilado que toda mirada entrenada supone. Un “desde allí” y jamás un “hasta aquí”. Una sala de estar, eso es.
Pero en medio del estatuario lo único que se mueve es el limonero y es para madurar. La vida de un limonero dura como la de una persona, más o menos. Lo único que pasa en el patio, en el huerto claro, en su infancia si me apuran, es que madura el limonero. Y la madurez tiene su intríngulis, su altivez, el soberbio orgullo del que se siente adulto, aunque, algún día habrá que aceptar que para ser un buen adulto se ha de seguir en la edad del pavo. Por eso la maduración resuena en toda su infancia, al menos en toda la infancia que le cabe en el verso, como un asombro definitivo y único. Porque, pienso, que llegar a la plenitud de la vida, sin haber envejecido, que eso es cabalmente la madurez, no puede servir para reñir con la voz arrogante y seria de un adulto al uso.  Mejor sería poder entregarse al engaño hermoso o a la historia incitante y llena de fantasía y, mientras, alcanzar la suficiente altura para coger el limón que amarillea casi en la copa. Eso sería dar el estirón, que es un síntoma de inmadurez y casi de ingravidez y, quizás, la atalaya desde donde se ven mejor las dos alturas, la de la infancia y la adulta. Yo creo que el limonero era un espejo.

 

lunes, 20 de julio de 2020

REAL PRESUNCIÓN DE INOCENCIA


Felipe González se entretuvo hace unos días en reclamar para el monarca la presunción de inocencia. Lo hizo con la lengua de pana vieja que tuvo en sus días promisorios. Aquella era una lengua de mucho peso como para mantenerla en alto todo el tiempo que le duró el poder. O sea, que le ha quedado una lengua de trapo y, a juzgar por las cosas que dice, de trapo de afilador. Si lo que quería era defender el régimen monárquico se le pueden prestar argumentos de mayor altura. Él sabe que la inviolabilidad constitucional del rey en el fondo es estrictamente una presunción de culpabilidad. O una cosa o la otra.
El artículo 56.3 de la Constitución dice: “La persona del rey es inviolable…”, lo que quiere decir que el administrativo de hacienda, la directora del banco, el barrendero, la desempleada, usted y yo, somos violables. Nos pueden violar, una y otra vez, a todos porque para eso somos iguales ante la ley y ante la violabilidad. Podemos traer doctrina y jurisprudencia para marear la perdiz, pero la Constitución es lo que dice y no podemos zafarnos del sentido propio que poseen las palabras. Sencillamente estamos abocados a interpretar la norma de acuerdo con la imposición general del artículo 3 del Código Civil. Y, aunque viniera bajando las escaleras con una boa de plumas por único vestido, moviendo sus caderas, moviendo su cintura, la persona del rey es inviolable, no hace falta que me lo digan, naturalmente. No se puede estar más de acuerdo con esa norma. La persona del rey y cualquier persona han de gozar de inviolabilidad, salvo que se opte voluntariamente por un placer sádico. Ahí no me meto, allá cada cual.
Al margen del truculento jueguito que la palabra propicia, la presunción de inocencia a la que apela Felipe González, que tan ampliamente beneficiado ha salido de ella, no puede significar otra cosa que el levantamiento de la inviolabilidad constitucional. Ya que el precepto jurídico impide la irrupción del poder judicial para juzgar, al menos dejen que la sanción moral o el juicio popular dictamine lo que le venga en gana a modo de opinión inocua, porque, para colmo, tampoco puede traducir esa opinión en un voto que ponga o quite rey. A Felipe González hay que recordarle algo que el pueblo tiene  meridianamente claro y es que entre un inocente y un presunto inocente hay una distancia que, al recorrerse, te deja el culo al aire. Y, claro, con el culo al aire, hay que prohibir severamente la violación, no vaya a ser que en cabeza vacía se confundan las cosas.
De modo que, con acierto, en lenguaje coloquial, cuando te dicen “presunto” ya tienes las tres cuartas partes de la condena encima y más de media chirigota compuesta para carnavales si se trata de un rey inviolable. Pero es que, más allá de la hermenéutica jurídica del artículo 3.1 del Código Civil en relación con el 56.1 de la Constitución, los legos en materia legal están haciendo en sus opiniones profanas un ejercicio interpretativo muy técnico sin saberlo. Prescindiendo de la polisemia del concepto de “inviolabilidad”, no me digan que el contexto informativo de los últimos meses en contraste con el contexto desinformativo de las últimas décadas, no hace encajar la opinión pública en la sistemática jurídica de las leyes, en la sistemática de la historia de la monarquía o de los Borbones o de España. No vayan a decir, también, que la realidad social del momento en que han de aplicarse las normas no estimula la sabiduría popular de entender anacrónica e impropia la figura de la inviolabilidad en un sistema democrático o que pretende serlo. Y, en cuanto al espíritu y finalidad de la irresponsabilidad penal del monarca, todos sabemos cuál es, de ahí que la presunción sea inversa y, al mismo tiempo, sin consecuencia jurídica. Felipe González está defendiendo lo contrario de lo que dice o tiene muy mala leche.

jueves, 9 de julio de 2020

DISTANCIA EMÉRITA.


Cualquiera sabe qué es eso de poner distancia. Parece que es una medida de alcance mundial con lo distante que es el mundo, dicho así con toda la grandeza de la palabra “mundo”. Personalmente, debo confesar que el mundo me cae a mucha distancia, si a lo que me refiero es al globo terráqueo. No digamos si me pongo a tener en cuenta a Fontenelle y su pluralidad de los mundos. Mundos debe haber muchos y de unos estoy más lejos que de otros. Pero no es de los mundos de lo que quisiera hablar, sino de la distancia. Aunque hay tanta distancia entre un Botín y un botón, que son dos mundos distintos por próximos que estén en el espacio. Parece mentira que el empleo más humilde en la banca sea el de “botón” y en la cima esté el “botín”. Puede ser que nos estén recomendando otro tipo de distancia, porque la “social”, lo que se dice la “distancia social”, es muy antigua y la veníamos manteniendo a rajatabla como mundanos que somos.
Lo que quieren imponer, creo, es espacio entre las personas, tierra de por medio, que es lo que recomendaban las abuelas para los noviazgos inconvenientes. Ahora parece que todos caminamos por la calle como novios o novias inconvenientes. Lo peor del asunto es que, más que ponernos a distancia del otro, nos estamos poniendo distantes del otro. Como inconveniente profesional que soy debo advertir, por pura experiencia, que no es imprescindible mostrarse distante para guardar la distancia. De hecho no hay amor más cercano que el desterrado. Sin embargo, nos está quedando el soslayo, el reojo, la tirantez y la displicencia. De tanto insistir en que “mirar” se convierta en sinónimo de “sospechar”, estamos acabando con los prójimos. Tiempos difíciles para cumplir los mandamientos.
Se guarda distancia de manera muy variada. Por ejemplo, usted coloca un “Majestad” al tratamiento y, por más campechano que se sea, la persona queda Corinna arriba, Corinna abajo, muy a trasmano. Tanto como si le pillara en República Dominicana. Tiene su guasa lo de “República” como para aposentar las reales posaderas con tranquilidad mayestática. No es menos mayestática toda distancia que hay entre la opinión pública y la publicada. No sabemos muy bien si el vástago VI empezó a ponerse distante o empezó primero a poner distancia; pero es muy visible que se trata de un espacio que une, no que separa. Porque, a pesar de su alianza con el vasallaje rojo, los azules tienden a azularse y lo sacrificios por mantener una corona o una Corinna pueden hacerse de muchas maneras. No hay que ser emérito para darse cuenta.    
El espacio no está sino en nuestra mente, si le hacemos caso a Kant. Y, si le hacemos caso a Einstein en su teoría general, entonces podemos ir silbando la relatividad con las manos en los bolsillos, sin mancharnos ni quebrarnos. Es decir; lo importante no son los dos metros, sino lo lejos o lo cerca que queramos estar de los otros. No habría manera de enmascarar la distancia si viniéramos entrenados en la empatía. No habría tapaboca que no fuera transparente a la sonrisa del espíritu, cuyos labios deben ir de mundo a mundo. Cada uno es un mundo, ya se sabe. Y hay muchos mundos por mi calle, por tu calle y por otras calles. No te calles.
 

viernes, 26 de junio de 2020

NO AL HOTEL EN GENOVESES


La Institución andaluza que nos gobierna, eso que se llama Junta de Andalucía, acaba de autorizar una quiebra en el paisaje natural de una de las mejores playas del mundo, “La Bahía de los Genoveses” en Cabo de Gata. No hace falta metáfora que dé sentido figurado a esta conjura de los necios. Firmar un papelote donde se diga que, según La Junta, se puede hacer hotel en semejante paraje, es como autorizar a Coca Cola para que empapele la Capilla Sixtina de publicidad sobre los frescos de Miguel Ángel. Quien no entienda la diferencia entre un póster de las tortugas Ninja y un fresco de Miguel Ángel, puede optar a Consejero de la Junta sin parecer extraño.  
A riesgo de quedar como “chivo explicatorio”, quisiera apuntar algunas razones de peso para oponernos a esa autorización. Las razones de carácter ecológico y medio ambiental fundamentan su calificación de “Parque Natural” y, por lo tanto, bastaría tomarlas en serio para que, los mismos que la mantienen como “Parque Natural” las respetaran. Mis razones son de otra índole, aunque conmino al lector a no eludir la potencia extraordinaria del argumento que acabo de dejar atrás. No porque no lo vaya a desentrañar tiene desperdicio alguno. Treinta habitaciones caben en cualquier rincón de la urbanizada San José,  situada a muy poca distancia.
De entre todos los efectos benéficos que proporciona la visión de un paisaje, el gozo de la tranquilidad y la elevación del espíritu que nos proporciona es el de mayor consideración, desde mi punto de vista. Y es así cuanto más sea objeto de la “intuición” y no del “querer”.  “No deseamos las estrellas, gozamos con su esplendor”. El paisaje, nos dispone tanto más a lo sublime cuanta menos relación tenga con nosotros y se aleje, a ser posible eternamente, de la agitación humana. En eso consiste en gran parte el placer que nos proporciona la naturaleza. Conseguir una percepción desinteresada, sin el menor atisbo de interactuar artificialmente, es un propósito muy cercano a las experiencias, hasta ahora, que el visitante de la zona va buscando.
A propósito del visitante habitual de la zona, convendría observar su especial predisposición para anular toda traza que lo haga parecerse al turista común. Allí el visitante es de repente viajero que para aceptar la invitación del mar a una zambullida, ha de transitar las veredas rodeadas de chumberas y esparto, hay acantilados, calas, rocas, dunas, isletas. El paisaje se africaniza, no hay coches cerca, ni asfalto, el viajero es caminante y primitivo, sobre todo, primitivo, dicho en el sentido de lo que lo sagrado inscribe en el origen del hombre. Todos han madrugado para integrarse como partículas propias del terreno. Quienes no madrugan, han de saber esperar. Aquellos que acarreen su voluntad a cuestas, ya sea en el fondo de una neverita de frigo, o en la riñonera, se podrán mover como individuos sobre la corteza terrestre, pero jamás serán contempladores de sí mismos en el estómago natural del medio y no se sentirán como un pensamiento del cosmos. Los primeros no vuelven, los otros son paisaje.
Para los que lo hemos vivido, la cooperación espiritual del espectador o del transeúnte es necesaria para la conformación del espíritu de la naturaleza. No hay naturaleza sin cooperador necesario. La ley fundamental de la naturaleza exige unanimidad en las alianzas, sin las cuales, puede construirse un Benidorm, pero nunca la “Bahía de los Genoveses”. Aquí el humano ha de dejar de ser turista y, así es. No venga La Junta a poner un banderín de helados en medio, si no quiere que les pongan una pegatina en la frente de “imbéciles”, dicho sea sin el menor respeto. Les basta con mirar  los resultados que la voluntad de José González Montoya hizo en el entorno. Desde San José a Cabo de Gata, todas las tierras eran suyas. Nunca permitió especulación alguna. Su viuda, Doña Paquita, tampoco. Gracias a esas voluntades poseemos el Parque Natural como argumento. ¡No sé cómo se atreven a contradecirlo!
 

lunes, 15 de junio de 2020

TABÚES


Entre las obras que no he escrito ni escribiré en este siglo hay una vastísima cartografía del tabú. Puede ser que las grandes obras, aun sin ni siquiera un esbozo mínimo, estén siempre haciéndose –como le sucede a Dios-. Llego a imaginar que la anatomía humana esconde un órgano en forma de baúl en un lugar remotísimo al que se puede llegar sólo por inmersión y entrenamiento. Sería un pedazo de víscera unida, quizás por un microscópico hilo, a la boca y con la función de cerrarla a tiempo. El impulso que tensa el hilo y lo contrae retiene con un automatismo reflejo la tinta con la que se tendría que escribir. La ardua hazaña de llegar hasta el baúl requiere no tener que subir a respirar cada cinco minutos, dosificar las fuerzas, y el empeño de un guerrero al que se le ha encomendado rescatar los ojos de un animal mitológico que tengan el poder de ver en las tinieblas.
Los tabúes tienen la costumbre de pasear sin sombrero, pero no pierden la ocasión de mostrar cortesía, quitándoselo cada vez que coinciden con alguien que los reconozca. En el fondo de ese baúl viven profusamente como anotaciones infinitas de un mundo fingido y que, en cambio, es tan mundo como el mundo consumido o que nos consume. Con la misma facilidad que tienen los líquidos para adaptarse, se agrupan por clandestinidades. Tejen el entramado de confidencias afines formando verdaderas familias de secretos. Los que comparten la triste indiferencia del desprecio son como espejos de goma, elásticos, aleatorios y leales al escondite que les ha tocado. Cada modulación ensancha o adelgaza, conservando la tensión de volver a su estado natural, pero la conciencia no lo resistiría. La conciencia se encapsula en una piel cristalina, cuya permeabilidad es mayor cuanta más hondura alcance. En la superficie es rígida, impermeable y hermética. En el baúl constan restos de conciencias que llegaron a asomarse.
Otras veces, ya en posesión de los ojos del animal, ojos que ven en las tinieblas, ojos que no tienen el hábito de arrodillarse, ojos con la verdad al cuello, la retracción que el tabú impone es el cuidado del otro. El tabú, como prohibición sin ley, posee su naturaleza o, mejor dicho, es naturaleza. El fascismo de la naturaleza es mayor que el de cualquier sociedad y, atendida esta contrariedad, quien tenga en sus manos los ojos del animal mitológico, con tal de no violentar, calla. ¿Pero qué pretende, entonces, la escritura si no ser un disparo inmortal que va haciendo la muerte de las grandes comodidades del alma? ¿Acaso Dios no está haciéndose? Pues su muerte, también. He aquí uno de los tabúes de la obra que no he escrito ni escribiré. No es bastante con rechazar la idea de que “muerto Dios, se acabó la rabia”, sino que el combate entre los diferentes tabúes es la prueba de que ninguna rabia se acaba y, mucho menos cuando puede verse en la oscuridad.
Al margen de la esencia del tabú, puede observarse la actitud que lo explica. Su fatalismo es una maldición con dos cabezas. Mientras una no deja de mirar a las convenciones, la otra se centra en la conciencia.  Puesto que en el descenso nos encontramos con la paradoja de Zenón con su flecha que no llega, pero que en realidad sí llega, estamos en situación de escoger con libertad cualquiera de ambas soluciones, siempre y cuando sepamos que ambas soluciones son auténticos problemas. Y es por ese tamiz por donde se quedan atrapados los tabúes en el fondo de la víscera o del baúl. Lo sé porque, sin llegar, me he asomado. Y, al hacerlo desde el balcón de la memoria biológica, se vuelve en “yo clandestino” hacia la superficie o bien te conviertes en inadaptado. Menudo bicho.      

              

sábado, 13 de junio de 2020

ABIERTO AL MONÓLOGO

Acabo de coincidir conmigo en el ascensor de mi casa. Ha sido horroroso. En primer lugar porque mi casa no tiene ascensor. Y, si en un primer momento pensé que se trataba de un mal sueño, imagínense el espanto de saber que no. No ha sido un reconocimiento paulatino, sino instantáneo. De pronto, frente a frente, he podido acusar el fondo de tranquilidad que sostiene el terror de la situación; la serenidad en un lado y la tempestad en el otro y ambos estados compartiendo el mismo aspecto. No es plato de gusto, puede jurarse, la coincidencia a traición, cuando no había hecho más que ir a por el pan calentito del día.
Yo vengo de la panadería, no elucubres, pero a saber de dónde vienes tú, le he dicho. Pues vengo del campo, me ha soltado, de recolectar domingos y, con lo que traigo, casi llego a un año sabático. Si aún pudiera acudirse al lenguaje taurino sin incurrir en tropelía, diría que eso ha sido un pase de desprecio, del que se sale desorientado y sin saber qué ha pasado.
Desde luego no da el tono para una conversación de ascensor al uso, pero eso no me ha impedido entrar en sofocón y empezar a darme aire con un folleto. ¿Crees que abanicarse con el programa de festejos es una forma de estar en el mundo de la cultura?, me ha preguntado de golpe. Pues no sé, he balbuceado. La cultura ha dejado de ser concepto para convertirse en comodín o en idea.
¿Y no se te ha colado en la espuerta ningún martes, ningún jueves? ¡Cómo renunciar a las excepciones, si uno quiere confirmar las reglas! Además, para que sea sabático el año, ha de contener sus trazas de laboriosidad. Un sábado no es un festivo “puro” al estilo del domingo, sino una aspiración o una anticipación, lo que viene a ser mucho más lúdico por esperanzador que el propio día festivo. El domingo es un objeto de consumo; el sábado, en cambio, es un deseo. El confinamiento, por ejemplo, ha estado repleto de domingos y, por eso, nos hemos agotado. Hay un importante “tedium vitae” en la ejecución del ocio que no lo hay en su planificación. Lo que se prometía como una pandemia renacentista o, en cierto modo, enciclopedista, ha devenido en paréntesis a secas. Si es verdad que los grandes acontecimientos del mundo tienen lugar en el cerebro, no se explica que tanta gente aburrida no hayan dado lugar a una nueva explosión de arte, ciencia, espíritu o pensamiento, salvo que no se hayan recolectado a propósito algunos lunes o miércoles con que aderezar los domingos.
Entonces tu recolección hay que tomarla como una predicción, creo. ¿Cómo saber cuándo se entra en hastío? Pues porque te metes en más de una semana sin enamorarte, eso es definitivo. Cuando reservas el gozo para más tarde como si el tiempo fuera abundante. Cuando te conformas con la felicidad de las piedras y aceptas la ausencia de dolor como único destino. Cuando renuncias al furor en favor de la lucidez y persigues aniquilar los demonios para acabar con la rabia y no rascas la piel fina del globo por tal de no saber nada de la fealdad divina de la naturaleza. Las realidades telúricas no conducen al pesimismo, sino al humor. Esa es la risa sardónica de Sade, que contempla la vida como una comedia y no como una tragedia, como un encuentro entre Apolo y Dionisio. Se entra en hastío cuando no procuras que la naturaleza se salga con la suya bajándole los humos a los pomposos ideales. Por eso el campo da tantos domingos, porque constituyen la natural esencia de los flujos. Y la vida, si es algo, es fluir. No me mires así, me dice sin una mínima mueca de aprecio. Hoy es el día internacional de la mala sombra, ¿vas a dar el pregón?  Yo sigo abanicándome, antes de que llegue el domingo y me pille desprevenido. Encantado de conocerte, me digo, y salgo hacia la izquierda, siguiendo las indicaciones de salud mental.    

viernes, 5 de junio de 2020

CARTILLAS DE RAZONAMIENTO.


A la sombra de un buen silogismo refrescan todas las conclusiones, por decir algo. Más o menos así lo exigía un profesor de derecho romano en sus exámenes: “concluyan lo que quieran, lo que me importa es el razonamiento”. En nuestro sistema judicial son los fundamentos los que avalan el fallo y el sistema legislativo precisa de exposición de motivos para argumentar la ley. No puede defenderse una tesis sin el preceptivo estudio. No hay sistema filosófico que no esté precedido de un ramaje racional hilvanado sin solución de continuidad. Sin embargo, el problema adquiere una titánica envergadura cuando se repara en que siempre se acude a la razón para negar la validez de lo que la razón descubre y, por lo tanto, tenemos que fiarnos de la razón para comprender que no debemos fiarnos de ella. Un conocimiento que no tenga el respaldo de la intuición, puede caminar mientras no se repare en que no tiene pies. Y los hay sin pies ni cabeza. Eso sucede cuando la intuición, no sólo no acompaña al razonamiento, sino cuando se opone a él.
El interés clasificatorio que nos ha caracterizado a las personas, diferenció a los seres vivos entre “racionales” e “irracionales” y metió a los humanos en el primer saco. Aparte de ser una de las clasificaciones más prematuras que he conocido, con un mínimo de técnica aplicada haría prosperar una recusación general, pues no se puede consentir ninguna clasificación proveniente de un juez que es parte. Si la clasificación hubiera partido de una libélula, cuya perfección en el vuelo es mayor que la de un helicóptero, o de un ruiseñor, cuyo canto es un silogismo armónico de conclusiones musicales sin parangón, hubiéramos tenido que admitirlo y convivir con ellos en el mismo talego. Pero es más que dudoso que un ser vivo pueda ser racional cuando usa sus razones para destruirse, salvo que en eso consista precisamente la racionalidad, en destruir al destructor. En ese caso, no tengo nada que decir y el ruiseñor se habría percatado.
El proceso racional es así un adorno de una voluntad original que ancla su génesis vaya usted a saber dónde. A partir de esta sospecha, todo hilo argumentativo es esclavo de un deseo o de un interés, consciente o no, que es anterior y, sobre todo, más potente que el propio razonamiento. No obstante, lo humano consiste en justificar, como pedía el profesor de romano: “da igual lo que usted diga, pero razone”. Y eso es muy peligroso porque, llegados a un punto, a mí me importa más lo que se diga que lo que se razone. “Los sueños de la razón producen monstruos”, decía Goya. O, dicho de otro modo, lo humano es el humanismo, tenga o no el respaldo de un ejército de razones armadas hasta los dientes. Y lo humano es todavía mistérico, mágico y sagrado de donde emanan sensaciones, emociones, intuiciones y trascendencias inclasificables. ¿O es que no nos hemos dado cuenta de que, por más fundada que esté la última sentencia de la manada en el caso de Pozoblanco, el fallo es un fallo, que, acaso, atente contra el humanismo con razones goyescas, por decirlo así?
Distribuidas entre la población las “cartillas de razonamiento”, a cada uno le ha correspondido un número de razones igual que a los otros, pero los cupones, antes de ser arrancados para su uso, han de contener los silogismos de cosecha propia para alcanzar validez plena. Siendo, en principio, razonamientos dispares que atienden intereses y voluntades particulares, pueden ser intercambiados, uno a uno, en función de las necesidades de cada portador. El mercado de cupones, es decir, de razones, tiene, según lo visto, un funcionamiento idéntico al que tiene el tráfico de mercancías y está sometido a la ley de la oferta y la demanda. Todos venden y todos compran, unas veces al alza, otras a la baja, según se paguen, según la moda, según interese y, no sé si hay razones para esto, pero si las hay, no las compro.  
    

viernes, 29 de mayo de 2020

CASI AMAPOLA


A partir de alguna edad inconfesable los asombros no son frecuentes, salvo que perviva el entusiasmo por la observación. Se entra en esas edades en las que “arden las pérdidas”, que bien diría Antonio Gamoneda. Todo ardor trae calor a la par que luz, aunque sea a través de “la muerte de luz que me consuma”, que iba buscando Lorca. Es decir; las gallinas que entran por las que salen. Tantas pérdidas arden, que no cabe perder de vista su rastro. Al fin y al cabo, las pérdidas van alumbrando el camino. Todo lo que se pierde es porque antes se ha ganado. Y en la natural sedimentación de la memoria, capa tras capa, la vida se va aposentando con delicada finura sobre los asombros que fueron en su día la clave de lo que se aprendió. Al principio, una fascinación sucedía a otra y el acontecer inesperado fundamentaba nuestra sorpresa: el primer ladrido, el primer limón, el primer mar, el primer luto, la primera belleza… Muy poco después, la saña del eterno retorno desamparó a la sorpresa y nos legó el prejuicio de tanto repetirse. Hay un preladrido que nos priva del asombro del ladrido, un prelimón, un premar, un preluto, una prebelleza…, es la carga de hastío que soporta la inocencia perdida.
La pose que la certidumbre otorga congela el alma. Se paga el peaje de la seguridad con el estancamiento. Las arrugas que en la piel escriben “los versos más tristes esta noche”, son los surcos y caballones con el que el campesino ordena la siembra, para que no rebase las lindes del bancal ni broten tallos de vida silvestre. No es a fuerza de cultivar cebollas como Miguel Hernández escribe su nana. La buena vida va a exigir el eufemismo, el mirar las cosas desde el lado nunca visto, no resignarse a la pérdida porque, sobre todo, es hueco para anidar nuevos asombros o nuevos aconteceres inesperados. La rebeldía de la naturaleza reivindica la rebeldía del corazón que mira y que siente y si, en mitad del cultivo asoma el blasón de un combate, hay que estar preparados para ver lo que trae, si una mala hierba, si una pincelada de arte en el lienzo del campo. Hay que tener rebeldías sin estrenar para ver lo segundo o para maravillarse.
Quizás la revolución consista en amar la belleza que no existe aún; esperar la sorpresa o buscarla, mejor inventarla. “Se miente más de la cuenta / por falta de fantasía: / también la verdad se inventa”, dijo Antonio Machado o “San Antonio de Collioure”, como lo rebautizó Jorge Gillén. Aquí la palabra revolución conserva todo su sentido astronómico. Es un movimiento que acaba en el mismo sitio que empieza, habiendo dado una vuelta completa. Es el giro que da la rueda del carro de las tormentas, donde está escrita la palabra “libertad”, según la leyenda. A la rueda del carro le pasa lo mismo que al río de Heráclito, nunca pisa el mismo camino mientras siga avanzando. Por eso el Arte es en esencia actitud que, al final del camino, va a ser plagiado por la naturaleza. Así es que, cuando sentimos una genuina emoción de belleza al pensar una amapola, sorprende no precisar de ella como amapola en sí, mientras lo que llevamos en el corazón, quizás más allá del corazón, es una “casi amapola” cuya vanidad irreductible consiste en saberse menos mortal y, eso es un invento, pero también es verdad.          

martes, 19 de mayo de 2020

SE PROHIBE EL CANTE


No seré yo quien se aventure a nombrar la verbena de la Paloma en tiempos de sogas y ahorcados. Sin embargo, en la famosa Zarzuela de Tomás Bretón ya se nos adelantaba que “las ciencias avanzan que es una barbaridad”. Algo de zarzuela tiene nuestro tiempo y, no digamos, de verbena. Estamos en un punto en el que cantas una zarzuela o te la cantan, no hay otra. Afinar constituye un aprendizaje urgente, pero no es todo. También hay que saber poner el canto en escena. Una buena pieza en la escena puede esconder mucho oído y al revés, un fenomenal gorgorito tapa muy bien un buen navajazo. Cada uno tiene su público y sabe muy bien qué parte ha de preponderar. Por eso es que hay que andarse listo y salir de casa ya con la nota bien dada y con la entradilla en la punta de la lengua. A poco se acerque o nos acerquemos, como mínimo, hay que soltar el estribillo porque quien canta primero canta dos veces.
Lo terrible de los tiempos de hoy es que todo el mundo lleva en la boca la misma zarzuela. Y, como cada esquina ha compuesto su verbena, nadie sabe por dónde va a venir el canto a dar el cante. En toda época ha preponderado una música, pero era una hegemonía compartida con una panoplia más o menos nutrida de muchas otras. En España se colgaban letreros en las tabernas que decían: “se prohíbe el cante”. ¡Con cuánta nostalgia se echa de menos hoy esa leyenda! Más que nada porque, habiendo muchas más tabernas, el cante es el mismo una y otra vez. Nada extraña tampoco servir de confidente a un conocido que, con disimulo y discreción, te secuestra del grupo y con aire de contubernio se aproxima a tu oído para cantarte la canción secreta por lo bajini y empieza: ¿Dónde vas con mantón de Manila? ¿Dónde vas con vestido Chiné? Y, a partir de ahí, todo lo que se te ocurre pensar es delito.
Aquello del Príncipe de Lampedusa: “que todo cambie para que todo siga igual”, es un viejo propósito político convertido en circunstancia del presente y que, también tiene su predicamento en las tabernas de hoy. Son ellas, las que han cambiado de apariencia, pero siguen concitando la concurrencia de la verborrea, el cacareo, la veleidad, las borracheras de elocuente asertividad, proferidas principalmente por la pereza intelectual tan extendida. Esas tabernas han colgado en sus pórticos de entrada el cartel de sus nombres. Son: “Instagram”, “Twitter”, “Telegram”, “Facebook”, “WhatsApp”, etc. Tabernas a las que se entra ya con la botella en la mano y a medio beber. A diferencia de las clásicas, en estas nuevas se entra ya con la embriaguez de casa, y cada cual puede exhibir si su tablón es de roble o de contrachapado.
Con todo progreso se gana algo y se pierde algo. Todo lo que se ha ganado en rapidez se ha perdido de romántica parsimonia. Son tiempos extraños que nos ha dictado a golpe de decreto universal “el monotema” y está añadiendo un extraño fenómeno que podría llamarse “urgencia a largo plazo”, que es una urgencia que se nos va caducando en las manos y en las tabernas, de cuya cuenta da el tabernero cuando las recoge del suelo en forma de cáscaras. La zarzuela es española, pero la música es universal y parece que los compases suenan igual. Es la llegada del “hombre monótono”, un hombre con un solo idioma, una sola cultura, una sola religión, un solo modo de pensar, un solo tema del que hablar. Se echa de menos a los que, en estas verbenas callan, son atletas del silencio y campeones del misterio humano. Y, tal vez, debiéramos aprender todos nosotros la fina filosofía que tenía el viejo Llimona, el cual al recibir una carta con el timbre de “urgente”, la metía sin abrir en el bolsillo y afirmaba: “mañana lo será más”. En fin, que me voy “a lucirme y a ver la verbena, y a meterme en la cama después”.        

jueves, 14 de mayo de 2020

EL NOMBRE SALVAJE DE LAS COSAS


Estamos a un paso de llamar a las cosas por su nombre. Es el paso que media entre la civilización y el salvajismo, entre la contención educada y la barbarie. Todas las cosas tienen un nombre salvaje y un nombre culto. La distancia es la misma que va del gruñido al imperativo. Lo primero, a pesar de su primitivismo, tiene la fuerza de la naturaleza de su parte y, así, pone en el bufido un recurso de alivio indiscutible. La vida suele gritar ante una herida. Los practicantes de artes marciales saben, también, que alguna fuerza de más se añade al golpe si se acompaña de algún alarido. De modo que, el daño que sentimos y el que hacemos sentir, suele conducirse de un chillido tan original como el pecado de los fieles. Lo segundo, el uso del imperativo, puede ser una escultura del grito, una alfarería que tornea el barro del ruido para hacerlo sonido e investirse de la dignidad de contar con el otro, aunque sea para mandarle.
Del grito a la palabra es tanto como de la realidad al símbolo, de los hechos a su representación. Habíamos inventado el contexto para desenvolvernos dentro del medio alegórico. No es sólo un modo de perspectiva que subjetiva la realidad y la personaliza, sino un instrumento al servicio del confort, la paz y la fraternidad. A fin de cuentas, como dijo alguien, la cultura sirve para no gritar cuando el avión se está cayendo, acción que dice bastante del pasajero al mismo tiempo que no desquicia a los acompañantes. Hablando se confunde la gente porque cada persona ha troquelado el nombre de las cosas en función de sus vivencias, sus aprendizajes y sus decisiones. Pero es una confusión de culto que, mientras nos tiene aturdidos en una red de significados y significantes, destila sus efectos sedantes que acostumbran a venir de la mano de los matices. Los matices son como los muelles del colchón, preparados para amortiguar la caída y adaptarse al cuerpo que lo presiona. Los matices tienen también la función amable de tapar el gruñido. A cambio, la naturaleza permanece inalterada mientras que los humanos creemos que la herida es menor o que la herida no existe. Algunos matices pinchan, como algunos muelles, pero no matan.
Ahora, sin embargo, estamos situados a la orilla de las cosas, observándolas, contemplándolas. Roto el espejismo de los nombres, destruida la elasticidad de los matices, apenas queda nada que sirva de asidero para hacernos las preguntas necesarias. Nos hemos vuelto seres más reales que simbólicos cuando lo propio del arte es no tolerar lo real. Si el anhelo imperial no resiste la mentalidad provinciana, el aullido del “homo lupus” aún menos y, si la apelación a la humanidad fue un ardid para desocuparnos del humano, también hay que admitir que durante siglos nos hemos cobijado con su abrigo. Hay un retorno de las cosas. Cada vez es más desleído el colorido hasta un punto tosco de grises. Nos va quedando la incertidumbre de las cosas que, a base de gruñidos, están emergiendo llamadas por su nombre. La herida es más herida cuando sangra que cuando se la nombra. El golpe es siempre más fuerte cuando impone su criterio de ley natural despojado de matices. Todas las cosas tienen, insisto, un nombre salvaje y un nombre culto. A fuerza de heridas y de golpes, sobre todo de golpes, muchos son los que pretenden llamar a las cosas por su nombre salvaje. Tal vez, una melodía de aullidos esté afinando un canto. Atentos.     
  

      

martes, 5 de mayo de 2020

DIAGNÓSTICO


Desde que el bicho se ha hecho viral nos ha entrado a todos como una especie de título médico que nos ha venido por la simple función de respirar. Yo mismo he adoptado el hábito de enroscar el fonendoscopio a mi cuello para ir a tomar café, lo que ocurre es que no encuentro cafetería abierta, por eso no me han visto. Otros, como en las barras de bar hay desolación y vacío, apoyan el codo en el mostrador de su móvil o de su ordenador y, desde ahí, imparten su magisterio o diagnostican en grupo, que es una novísima manera de diagnosticar. El caso es que estamos de suerte por vivir en un país donde, si hay un problema jurídico, todos los habitantes son jueces, si hay un problema monetario, todos son ecónomos, si un problema de fauna, todos zoólogos. No es que sea extraordinario, sino que es un prodigio natural al alcance sólo de unos pocos países. España es uno de ellos.
No sé muy bien si la opinión generalizada sobre un asunto, lo convierte en actual o, al contrario, que la actualidad es el origen de la opinión generalizada sobre ese asunto. Sea cual fuere el origen, si la gallina o el huevo, la libertad de opinión hay que defenderla a capa y espada. Una opinión, al día de hoy, alcanza una difusión ultramarina en el mismo instante en que el dedo hurgador da la orden a través de una tecla. Es una opinión viajera que rebasa los límites y fronteras que, hasta hace pocas décadas, eran infranqueables por el común de los opinadores. Aun así, la libertad de opinión es un bien indiscutible en sociedades democráticas y abiertas. Además, también hay que reconocer como riqueza aquellas otras opiniones que nos llegan desde los confines del mundo. No sólo es patrimonio nuestro derecho a opinar, sino nuestro derecho a oír las opiniones de los otros.
Pero la defensa a ultranza hay que hacerla a condición de que la opinión no venga con afán de invadir parajes que no son suyos. El conocimiento posee sus gradaciones. Si el saber fuera un cuadrilátero y sobre él, un púgil llamado “opinión”, combatiera contra otro llamado “duda”, habría que invalidar el combate porque no están en el mismo peso. La opinión ha rebasado el peso de la duda por inclinación, probabilidad o convicción y la vence levemente decantándose hacia un lado, sin olvidar nunca que la inclinación, la probabilidad o la convicción no constituyen obviedades o certezas. La opinión es una duda que se desnivela hacia un lado, pero que todavía no se cae. La ambigüedad, prima hermana de la duda, se resuelve por la opinión con una “preponderancia”, nada más. Sin embargo, en el mismo cuadrilátero, tampoco pueden combatir y por la misma razón, la “opinión” con la “certeza”. No están tampoco en el mismo peso. De ahí que lo criticable no sea en absoluto la libertad de opinión, sino la intromisión indebida de aquellas que pretenden ocupar el sitio que no les corresponde.
Después de todo, y como llevo el fonendoscopio que hace a mi cuello distinguido, me voy a tomar la licencia de una mínima auscultación de la salud social, tras la larga exposición a tan abundante material informativo de estos tiempos recientes. Y es que el número de patologías sociales, llámense grupos de “infoxicados” es directamente proporcional al número de “infoxicaciones” que circulan con total libertad. Pero, -esto ya lo diagnostico como “medicum repentinum”- de igual forma que los agentes patógenos, a fuerza de penetrar en un cuerpo biológico lo acaban fortaleciendo, el cúmulo de despropósitos informativos acabarán por robustecer el sistema social inmunológico. Siempre habrá quien vaya a comer al mismo lugar que las moscas, pero ya no contagiarán tanto. Es sólo una opinión.        

miércoles, 29 de abril de 2020

MIS EDADES


Contra toda lógica, a mí lo que me viene preocupando en estos momentos son las edades con las que me manejo. La edad de mi madurez coincide con la juventud de mis nuevos amigos, tengan la edad que tengan. En el otro lado, las amistades de mi infancia, siempre que no hayan sido rehabilitadas, son carcamales que en abundantes casos tienen muchos menos años que yo. Dicho de otra forma, mis amigos de juventud suelen ser mayores que yo y mis amigos de madurez, son casi siempre más jóvenes.
La edad con la que me acerco a los asuntos es muy importante y veo que determina el ángulo de visión. Si he de remontarme a los recuerdos de infancia, los hechos varían según infantilice o no la mirada. La menos divertida consiste en escrutar el pasado como un adulto que olvida todo cuánto el olvido deja en el vacío. Hechos e inocencias que en su día fueron enseñanzas dionisiacas de las que pertenecen, por decirlo de algún modo, al latido inapelable de la naturaleza, no pueden verse con el prisma apolíneo de la cultura porque se entristecen. La vida, cuando era un juego continuo –sólo hay algo más serio que un juego y es una carcajada- venía con sus peligros radicales. La sed era una angustia, el mimo maternal una salvación, la riña paternal la condena al infierno, el ladrido del perro una magia, la pelota una fantasía, el diente una herida mortal, las manos pertenecían al objeto, un día te disfrazabas de pirata y ya siempre tomabas la cama al abordaje. Es decir; las aventuras más apasionantes que han ido tejiendo el amplio velamen de nuestra experiencia, son las vividas con la ingenuidad de la niñez.
De a poco vamos cumpliendo años con cada vuelta que el globo terráqueo nos da en la feria del cosmos. Subidos en el cacharrito del “tío vivo” no nos apercibimos de que en cada giro tu padre te dice adiós, y el retorno infinito de las cosas de siempre, le va quitando emoción sin quitarle esencia y eso se parece mucho a la madurez. No hay mirada que resista el paso del tiempo y, tampoco inocencia que no acabe colgando el disfraz de pirata. Te quedas sin barco y sin parche en el ojo. Y como no es asunto de seguir saqueando las riquezas fantasmales del juego, una misteriosa inercia, también llamada tradición, nos pone al asalto de otros tesoros más visibles, contantes y sonantes. Así, de igual modo que quien pierde un ojo conoce el valor del que le queda, quien, en lugar de perderlo, lo gana, olvida el botín acumulado por los mares y océanos de la niñería.
Quizá sea porque llega el momento en que nos hacemos extranjeros en nosotros mismos, e ignoramos el idioma con el que la conciencia nos habla desde el país remoto de nuestra infancia, que dejamos de lado comprender para creer que entendemos. La vista se queda, pues, en la única clave que tiene, sin recordar nunca que cada edad comporta, si se la quiere trabajar, un estado nuevo de consciencia que modela el mundo de una forma distinta cada vez. De esas edades nos hacemos cargo al mismo tiempo que se hacen cargo de ellas nuestros amigos. Amigos que son tan jóvenes como las emociones infantiles con las que se aprende de verdad la aventura de la vida apasionante. Por eso, tal vez, la madurez consista en otorgar la nacionalidad al niño que nos visita, aunque venga del Caribe y traiga un loro sobre el hombro y una corte de bucaneros con regalos del otro mundo.               

lunes, 27 de abril de 2020

FIGURACIONES


 También, aunque nos pese, figúrese usted, existe un mundo de explicaciones, que si nos viene de siempre, que si es costumbre y que la costumbre se hace ley, pues bien, es tan verdad como la condición social del humano, eso se lo escuché a Don Ricardo, que era párroco de San Javier y sólo hacía vida de sacristía, muy metidito en sotana hasta para jugar a la pelota, comprometido él y todo el pueblo en sacrificar placeres, porque de lo que se trata es de ir contra el gozo, ya lo dijo no sé qué dios antiguo, “malditos los que disfrutan tranquilamente”, así nos encajamos en la modernidad, mire, poniendo a caer de un burro lo que tiramos de los cerones del nuestro y que salga el sol por Antequera porque, si ha de salir, es para que lo vean todos los ojos de la comarca, de la región y del mundo entero, los astros no lucen a escondidas porque es contranatural, como es la renuncia a la risa, a la pitanza, al baile, a la sombra en verano y a la recacha en invierno y absolutamente todo lo que se opone a la vida, a la buena vida que diríamos, que pensáramos, que me estuviera recordando las mil pesadumbres que cada hombre carga sobre sus espaldas y en chitón, que no son cosas de compartir con cualquiera porque a cualquiera hay que abrigarlo también y ponerse en lugar de no echar peso donde ya lo hay, que se le olvida eso a la explicación mayor, porque, verás, yo he descubierto que las hay mayores como menores y que uno ha de andar midiendo lo que interesa al momento como lo que interesa a la eternidad, que no es lo mismo saciar el apetito que el hambre, que darse un capricho de amor que amar a corazón abierto, que decir lo que hago que decir porqué lo hago, y, en eso, hay que tocar templado, si es que tenemos sentido musical y nos deleitamos más con el violín que con el bombo, porque los bombos suelen poner el final como los puntos en las oraciones, eso era lo que aprendía en la escuela que llevaba dentro y que, Dios quiera conservarla por muchos años, que los oídos no están de más ni de menos en gente de buen hacer y de buen vivir, y que las excusas son la calderilla de la hipocresía, también lo aprendí en mi escuela poniendo mucha atención, porque la vida, lo que llamamos vida, no tiene explicación ni sentido si no es para ponerla sobre las ascuas a hervir y que vaya evaporándose de mucho burbujear, que al fin y al cabo, el vapor viene a ser lo mismo que lo que había, pero abierto y expandido como las almas en el paraíso, si es que han de ir al paraíso, que de eso habría mucho que hablar, sobre todo dentro de una sacristía, llegado el caso, y lo digo yo, que he renunciado dos veces al Premio Nobel, una en el año 2008 y otra en el año ya pasado de 2019, cosa que anoto con mucha puntualidad en todos mis currículums y sin faltar a la verdad, por más inverosímil que se afanen los envidiosos en recalcar, por lo que he de dar próximamente a reproducir las dos cartas que cumplidamente remití a la Academia Sueca en un año y en el otro, dónde quedó explícitamente consignada mi “renuncia” a todo Premio Nobel que se me pudiera otorgar en tales convocatorias, así queda, pues, bien dado el fundamento de mis apuntes sin tocar una mácula de lo hecho y sin faltar al débito que la pléyade del pueblo y de Don Ricardo andan pidiendo para conformar sus barruntos y dar alimento a la costumbre, cuya virtud no es otra que la de la paz y el orden del mundo civilizado, cosa que también es de tener en cuenta, según se mire y, sobre todo, según se explique, que en habiendo figuraciones que curen, no se precisan cataplasmas, punto y aparte.   

lunes, 6 de abril de 2020

AHORA NO QUIERO MORIRME.


Ahora no quiero morirme. No es por nada, pero es que me gustaría ver cómo acaba todo esto. No había visto nada tan embarullado en mi vida y, sin duda, es uno de los espectáculos humanitarios más interesantes de los últimos siglos. Supongo que, como muchos conciudadanos asisto, en el patio de butacas acomodado sobre un estupendo sofá para la ocasión, a lo que para unos es un fin de fiesta apoteósico y para otros un inmejorable comienzo de melodrama. Fastidia mucho el asunto de las muertes, es verdad, porque quita al ánimo la frivolidad de la ficción y lo apesadumbra. Casi todas las muertes tienen su público, pero es un público privado o, mejor dicho, íntimo. Y, cada una tiene la importancia del desamparo y la desolación que le trae a todo ser querido. Sin embargo, no todas las muertes entran en el escenario de la historia con el carnet de figurante y éstas de estos terribles días, conformarán números para el análisis futuro. Cada muerte es un poco mi muerte, pues ya sabemos que mi yo sin el tú se convierte en otro yo distinto. La proximidad, temporal y espacial, las exhibe dentro del presente y esa es la parte del tiempo que contiene mayores dosis de realidad. Una vez entren en el pasado remoto, cuando todos los vivos de hoy compartamos la misma suerte de no ser, entonces, ellos, los fatalmente elegidos, estarán en el escenario de la historia contando el relato de este tiempo, mientras que los demás no serviremos ni de atrezo. Sin embargo, eso no consuela tampoco.
Sí, me gustaría ver cómo acaba todo esto. Tengo en cuenta, no crean, que lo cierto es que lo que se encierra dentro de “todo esto” no se acabará nunca y eso lo hace mucho más apasionante. Tanto interés viene suscitado por la irrupción de innumerables corrientes de opinión, unas veces investidas con la soberbia de erigirse en tesis o teoría y, otras más modestas, pero igualmente fuertes, que se quedan en hipótesis. Parece que hay coincidencia planetaria en que el mundo será otro el día de mañana, como si cada mañana no nos trajera el día un mundo nuevo. Las formas de ese otro mundo de mañana serán diferentes en todos los planos, según queda augurado por la crema de los pensadores. El inmediato nuevo orden económico competirá en originalidad con el nuevo orden social y con la nueva ola espiritual y, todo ese flamante mundo de humanismo reiniciado, devendrá en fórmulas políticas desconocidas hasta ahora. Tiene su gracia saber que Nostradamus venía informando a la OMS de que esto iba a pasar. Probablemente se pueda alejar aún más en el calendario para encontrar más advertencias en cuanto a plagas y pandemias.
Entre los sabios más recientes, se invoca la premonitoria novela de Camus “La peste”,  como la descripción fidedigna de una situación infinitamente parecida. Las decisiones institucionales, las fases de la epidemia y, sobre todo, el comportamiento individual y colectivo de los seres humanos es un calco de nuestra situación. De modo que, leer “La peste” se puede convertir en la asistencia a ese espectáculo del que hablaba al principio, pero sin muertos reales. George Orwell es otro de los muy nombrados estos días. Su novela “1984”, crea el concepto de Gran Hermano tan recurrente para el grupo de distópicos que, aventuran un modelo férreo de vigilancia radical. Me pregunto si es decir algo, poner en el futuro algo que está pasando ya. A mi juicio, Aldous Huxley, llegaba más lejos cuando imaginaba en su obra “Un mundo feliz”, el manejo de las emociones humanas. En cierto modo Harari, escritor mucho más reciente, predice este manejo de emociones que, a diferencia de Huxley, podrán tratarse mediante algoritmos, en lugar de a través de drogas como proponía aquel. Lo que sigue en juego es el futuro; pero es que jamás ha dejado de estar en juego. Las propuestas, cuando leemos a las personas que han pensado el porvenir, no son muy novedosas. En este sentido, probablemente estén indicando, que la condición humana en tiempos de “Un mundo feliz” (1932)  y en “1984” (1948), es decir; antes y después de la II Guerra Mundial, presentaba los mismos elementos y, sobre todo, los mismos miedos. Toda la actualidad informativa está poblada de pensadores, escritores, creadores de opinión, etc.,  que se aventuran a pronósticos más o menos graves sobre un “día después”. Hasta el mismísimo Henry Kissinger (el segundo apellido es casi de máquina de coser mascarillas), que aparece como del averno el día 3 de abril pasado, en una columna en “The Wall Street Journal”, nos indica con su “dedo militari” lo que tenemos que hacer para evitar convulsiones. Repito: Henry Kissinger diciéndonos cómo evitar convulsiones sociales. No me digan que no es un espectáculo esta época.
Hay, por consiguiente,  una avalancha de predicciones que maridan muy bien con la cantidad de inquietudes naturales que alberga la población. Curioso es señalar que, aquellos que mejor afinaron un futuro, son los que lo pensaron fuera de actualidad y, al margen de una atmósfera saturada de información. De todas las otras que circulan hoy en todos los medios, alguna acertará, como el que acierta un número de lotería, no cabe duda. Y, además, nos queda de fondo de armario, todos los asuntos que ayer eran importantes y que, latentes, continúan esperando de nuevo su momento: la educación, la inmigración, el cambio climático, la laicidad, la corona sin virus, los movimientos financieros especulativos, la pobreza, las redes sociales, el arte, etc., etc., etc. Todos los grandes momentos de la historia, son grandes espectáculos para las generaciones futuras. En mi opinión el gran número de circo al que asistimos atónitos es el que nos ha mostrado con lucidez Jürgen Habermas en una entrevista del pasado sábado publicada en el diario de Berlín “Kölner Stadt-Anzeiger”.  “Una cosa se puede decir: nunca habíamos sabido tanto de nuestra ignorancia ni sobre la presión de actuar en medio de la inseguridad”.  Esto se pone interesante.   
    

     

viernes, 3 de abril de 2020

VERDAD ANÓNIMA.


Posee toda expresión un prodigioso soplo de eternidad que se afianza sobre un ejercicio de independencia. Todo lo que se dice, una vez dicho, prescinde del dicente y comienza un vagar en solitario. El mensaje reivindica su autonomía para alcanzar una plenitud universal, sin la cual, queda en subjetivismo emocional. Nada contra este modelo de expresión subjetiva, salvo que, muertos los sujetos, muerto el mensaje. No así, cuando la pintura, la música o la palabra contienen dentro de sí un trozo de realidad escindida o una realidad novísima, cuya existencia depende únicamente de esa expresión. En el primer caso de “realidad escindida”, el mensaje coincide con la verdad y en el segundo caso de “realidad novísima”, coincide con la creación. Ambas potencias, la verdad y la creación, vienen a ser en estos tiempos de contagio, una vacuna eficacísima contra la peor de las enfermedades; esa que no está en la atmósfera, sino en los corazones.
¿Después de todo, quién de todos nosotros no daría, hasta lo que no tiene, por encontrar las palabras precisas que llevaran dentro de sí la abolición de la desesperanza? ¿Quién no sacrificaría su pobre rutina de escritor insustancial por hilar con exactitud el rayo de luz que diera esplendor a todo el que lo leyera y, al menos, mientras estuvieran paseando los tristes ojos por las veredas que la escritura traza, se elevara en cada corazón la altitud de un pedazo de dicha? ¿Quién no, digo, sacudiría sus ejercicios de búsquedas fútiles y oropeles y prescindiría de su precaria fama, permaneciendo anónimo con tal de poner, palabra por palabra, un ancho camino por donde llegar a sanar, sobre todo, las almas?
En días en que ha quedado derogado el porvenir, y el tiempo se hace tan lento que no es capaz de convertirse en pasado, esto que nos pasa es lo más parecido a la eternidad. El hermoso recado que el momento nos está dejando, pienso, no precisa de mediación ni emisario para que, cada cual, lea lo que a los ojos de su espíritu es la verdad o la creación. Venturosa mano anónima que escribe con letras evanescentes verdades intemporales y las deja posadas sobre una tierra fértil, con suavidad, para que germinen y hagan mañana jardines y paraísos en las entrañas mismas de todo lo humano.  Es un canto imposible, pero es un canto necesario. No podemos aprehender todo lo que de fuera nos arrebataron, sino por el anhelo de convertirlo en parte de nosotros mismos. Todo lo que internamente seamos, lo seremos externamente.
Este renglón de eternidad en nuestra personal novela nos ha provisto de una palabra de los indios Puri (tribu del este de Brasil), de quienes se dice que “tenían solamente una palabra para decir ayer, hoy y mañana, y expresaban la diversidad del sentido señalando hacia atrás, hacia adelante y sobre la cabeza”. La palabra, sea cual sea, ahora nos da un manotazo en la cabeza, tal vez, para que miremos hacia uno mismo y encontremos las tierras inexploradas del espíritu que, al recorrerlas, nos podrán hacer expertos en cosmografía de la intimidad. Puede ser.   

viernes, 28 de febrero de 2020

AGUSTÍN DE FOXÁ -lectura para las izquierdas-.


Acabo de salir del trabajo. He venido a casa caminando y es costumbre de mi mente vagar por entre las galerías de la memoria sin dirección ni propósito.  Hoy me ha dado por recordar a Agustín de Foxá. Otras veces la caminata tiene peores sarcasmos y me he llegado a sorprender pensando muy severamente sobre Marifé de Triana. No crean que es plato de gusto tanta extravagancia. Un día, cuando me percaté de que tarareaba a José Luís Perales, tuve que coger un taxi para poner fin a tanta crueldad. A lo que iba; Agustín de Foxá  fue un escritor del franquismo, novelista, poeta, periodista, diplomático y con algún título nobiliario. Fue un franquista sobrevenido, aunque un tanto díscolo. Su fama de “vividor” fue suficientemente fundada y, curiosamente, tolerada. Sencillamente hacía gracia. Fueron muchas sus veleidades y muchos los perdones que tuvo que pedir, pero era un hombre mimado gracias a su poca vergüenza. Siempre me ha llamado la atención esa gente que tiene un don especial para hacer o decir lo que le venga en gana y caer maravillosamente a todo el mundo. Este era Agustín de Foxá.
El anecdotario franquista es riquísimo. El hecho de la existencia de censura, de penuria económica y de un dictador que concentraba todos los poderes y nadie podía hacerle sombra, es una circunstancia abonada para las anécdotas de toda clase. Si además, en ese ambiente, colocas a una persona como Foxá, la casuística se dispara. Voy a contar una de tan eminente escritor que no, por trasnochada, carece de vigencia en el sentido más sociopolítico de la actualidad. Cuentan que Franco dio una recepción en el Palacio del Pardo. Agustín fue invitado. Las copas deambularían como es costumbre en saraos y cócteles. Agustín se puso “ídem”. Se hicieron corros de próceres de la curia política que, al hilo de la relajación etílica y vanidosa, servirían a la conspiración y a la intriga como en cualquier Palacio. Foxá ya era un renglón suelto cuando le dio por acercarse a uno de esos corros en los que se encontraba el mismísimo Franco. Con voz de beodo y sin venir a cuento soltó: ¡“Su excelencia, que sepa que yo odio a los comunistas!”. Seguidamente y sin recibir atención alguna, continuó en sus tumbos alrededor del salón hasta que, de nuevo, se acercó otra vez al mismo corro: “¡Su Excelencia, que sepa que yo odio a los comunistas!”. Se dio media vuelta y siguió rondando entre espejos y tapices hasta que, una vez más, se acercó al corro y gritó. “¡Su excelencia, que sepa que yo odio a los comunistas!”. Entonces, cansado ya de lo mismo, Franco se volvió y le dijo: “Vamos a ver, Agustín, aquí todos odiamos a los comunistas”. Y Foxá, le miró fijamente y le espetó: “¡Pero yo más, Excelencia!”. “A ver, Agustín, por qué tú más”, preguntó Franco. “¡Pues porque me obligaron a hacerme falangista, Excelencia!”, y se dio media vuelta torera dejando tal lance allí en medio.
Las cosas han cambiado y por mor de las circunstancias democráticas, tal vez, estas anécdotas no se pueden repetir con la misma sabrosura. Sin embargo, en el fondo –miremos siempre en el fondo de las cosas- hay algo en esta anécdota que no es folklore y que representa perfectamente la responsabilidad que cada cual tiene para no provocar desengaños ni frustraciones que acaben engrosando, sabe Dios qué filas, sabe Dios qué bandos.  

 

 

miércoles, 26 de febrero de 2020

ANTINOTICIA


Estoy convencido de que la antinoticia constituye la realidad. Y que esta realidad es justamente lo que no se ve, lo que no se piensa, lo que no se tiene en cuenta, sino la que nos tiene en cuenta. Una antinoticia es que, con el desaire y la indiferencia de los indolentes, presiono el interruptor y se enciende la luz. Una y otra vez al cabo del día (el día es otra antinoticia), hago este gesto y muchos otros que vienen a ser el contexto de una vida corriente. Una antinoticia es Galdós, que retrata la realidad sin salirse de ella, ni por el lado de los accidentes ni por el de la imaginación. Una antinoticia es también ese Galdós fuera del foco de los aniversarios, ese que anduvo al alcance de miles de lectores mientras la actualidad no le prestaba la más mínima atención, pero que era realidad viva, contante y sonante.
Apabulla la realidad igual que al boquerón le apabulla el océano. ¿Qué será el agua?, le decía un boquerón a otro. Y nosotros andamos como los boquerones en medio de una realidad de la que conocemos partículas aisladas, pero que no dan medida del medio en el que respiramos. Cada una de esas partículas lleva en su corazón la fuerza abolicionista de la realidad y se impone su parcialidad ocultando todo lo demás, que siempre es más grande y más importante. Tal vez, para lo que estamos desentrenados es para mirar detrás de cada acontecimiento el lado antinoticia que lleva adherido. El mundo de la comunicación nos está venciendo como jamás había ocurrido, porque lleva la diabólica aspiración de convertirse en océano cuando sus límites no lo hacen más grande que una charca. El coronavirus, si algo tiene de bueno es que ha paralizado el cambio climático. Es una parálisis virtual, se entiende, porque la realidad sigue su curso al margen de los focos y los taquígrafos. Es más, la fuerza de la antinoticia viene dada por la noticia misma, que una vez se proclama anomalía da fuste a la realidad: “la excepción confirma la regla”. Y la “regla” es el contexto, la realidad, el océano.
Situados en esta perspectiva, toda la crónica política, social, cultural, etc., se erige en distracción, más o menos intencional sobre la gran masa de consumidores. Probablemente, nunca han ejercido esa función derogatoria de la realidad como en este tiempo, cuya característica ordena que, nada que no esté en las redes o en los medios existe. Y, sin embargo, la mayor cantidad de existencia, es la que queda fuera, a la espalda de la noticia o, quizás, lo que verdaderamente existe es lo que queda derogado por la virtualidad. La antinoticia es contrapunto dialéctico que se subyuga, es la pugna vigorosa que la naturaleza plantea contra la sociedad y queda aparentemente derrotada. Pero no es así. Lo que consumimos es realidad, no virtualidad. Lo que nos contiene es la parte no visible de las cosas: la salud como presupuesto de enfermedad, la paz como cubículo de cualquier alteración, la seguridad como ley conculcable, la solvencia como estatus vulnerable, la alegría como superficie serena donde pueden caer las piedras de la tristeza. Y, para tristeza, saber que, como boquerones, no nos es dado saber lo que es el agua si no nos sacan de ella y morimos de pura asfixia porque nos falte la realidad para respirar como respiramos.  
  

lunes, 17 de febrero de 2020

INTERNET


En el tiempo que fui estudiante de bachillerato y billar, las asignaturas propias del curso limitaban al norte con los libros de texto y al sur con la enciclopedia doméstica. El resto de límites cardinales, si acaso, propiciaban algún auxilio a la asignatura, pero Castilla no era ancha. Recuerdo que nos mandaron hacer un trabajo sobre “el discurso del método” de Descartes. Mis herramientas se reducían a cinco páginas aproximadamente del libro de filosofía, una entrada más bien pequeña de la enciclopedia que había en casa y el propio libro del autor a estudiar. Tuve la suerte de contar con el trabajo que había hecho mi hermana que me llevaba dos cursos de adelanto. Mi trabajo quedó perfectamente cerrado en tres folios escritos en la extraordinaria “Olivetti Studio”. Ahí quedó Descartes. Creo que me permití presumir de haber ampliado estudios, incluso.
A los efectos derivados de la obtención del título de Bachiller Superior, mis conocimientos sobre “el discurso del método”, se suponen suficientes. Tal vez, estos y otros estudios reglados no tengan otra misión que la de situar al individuo frente a una idea general de todas las asignaturas que se imparten, así lo creo. Son suficientes, por tanto, aquellos conocimientos que constituyan ventanas por donde poder asomarse y ver la larga distancia hasta el horizonte. Tampoco cabría mucho más, si entendemos que hay que dejar sitio al billar, por ejemplo. Ortega decía algo así como que hay que enseñar lo que se puede aprender. Por fortuna no se puede aprender todo y por fortuna siempre se puede aprender más. Ambas fortunas, cuando se es consciente de ellas, conforman la antesala de la actitud frente al conocimiento al mismo tiempo que da la medida de la humildad.
Hoy escribo “discurso del método” en un buscador de internet y aparecen 35.200.000 entradas encontradas en 0,48 segundos (advierto, de antemano, que mi conexión a la red es de las más lentas del mercado). Podríamos decir, haciendo malabares contables que tanto gustan al respetable, que si dedicáramos un solo minuto por entrada, estaríamos pegados a la pantalla unas 585.000 horas o bien, unos 66 años, sin apenas detenernos en el estudio de nada, sin dormir, sin comer, sin hacer otra cosa. Por eso, quizás, sea tan satánico el número de años resultante. Lo cierto es que a mi disposición tengo un volumen inabarcable de información sobre este libro en concreto. Podría dedicar, si así lo quisiera, el resto de mi vida a su estudio.
Lo realmente revolucionario es que poseo la libertad de situarme ante el inabarcable conocimiento de cualquier cosa que se me ocurra. Puedo encontrar guías que me orienten, profesores que me hablen sea la hora del día que sea, prácticas visualizadas, monografías de todas las universidades del mundo, foreros especialistas que opinan en tiempo real, textos descatalogados, descubrimientos o avances recientes o inmediatos, por no mencionar que resulta bastante fácil ponernos en contacto con autoridades de cada materia en cuestión como no había sido posible antes. O sea, que “ancha es Castilla”. Tan ancha es, que cuesta vislumbrar los límites o los efectos de este hito histórico.
Es muy visible que mi generación y la siguiente (hoy el tiempo que marca una generación es bastante reducido) no hemos asimilado todavía la parte del método que consiste en el descarte, valga el juego de palabras. Si aprendemos a desbrozar la maleza, vamos a dar de bruces en campo abierto; es decir, en una libertad jamás soñada hasta ahora, lo que nos va a resituar frente a los demás miembros de la sociedad que, a su vez, se tendrán que resituar. Los alumnos van a poder saber más que los profesores, los clientes pueden saber más que los profesionales, los títulos pueden ser papel mojado frente al conocimiento autodidacta. Estamos, pues, ante una riqueza incalculable que nos obliga a todos a hacer mejores carambolas en los billares del mundo, eso creo.  

lunes, 3 de febrero de 2020

PEREZAS


No pretendo mucha originalidad porque de febreros está el mundo lleno. Si aciertas a afinar la vista a lo largo de la historia, es como una plaga que, año tras año, invade una parte del tiempo, aunque sin muchas pretensiones porque es el mes mínimo. También de febrero se sale, como de Europa se sale. Inglaterra está que se sale y el coronavirus está que se entra. Inglaterra era el país mínimo y era a Europa como febrero a los meses restantes. Entre el aburrimiento de lo incomprensible y la angustia antiviral, no se da pie a una mínima promiscuidad deseable. Debatidos entre un “brexit” que nadie entiende y un miedo inoculado, (a saber si por algún Dios de laboratorio, o algún laboratorio de Dios) campamos de bostezo en bostezo y por ahí nos entran los virus. La mezcla de aburrimiento y angustia en la población está por estudiar. Sabemos que hay un tipo de entretenimiento que lleva en el tuétano el propósito de aburrir por más paradójico que sea. No es un aburrimiento fecundo, sino de holganza y desidia.
Vivimos confundiendo pereza y holgazanería cuando la primera –que es el pecado capital- descansa en la mayor de las desesperaciones y es, por encima de todo, hiperactiva. La pereza, corre que se las pela para huir de la cumbre de la lucidez, que es la locura. Le resulta terrorífica la contemplación y la calma creadora porque allí anida el arte, la poesía, el pensamiento y demás elevadas funciones humanas que, atisbándose, asustan a espíritus débiles. La pereza es hacer algo práctico para dejar de hacer algo importante, mientras que la vulgar holgazanería, si tiene algo que ver con la desesperación y la angustia, es porque la provoca. No hace nada práctico porque no se ha dado cuenta de lo importante y no tiene que huir de sí mismo porque todavía no se ha encontrado. Es un acierto hacer de la pereza un pecado, porque huir de lo importante, una vez descubierto, clama al cielo, aunque se propicie desde la tierra. Un pecado “civil” y un cielo “agnóstico”, naturalmente, porque lo único verdaderamente religioso es el arroz con leche que hace mi madre: es divino.     
La filosofía antigua distinguía entre el conocimiento logrado con esfuerzo (ratio) y el que es recibido por el alma atenta (intellectus) que sabe escuchar la esencia de las cosas y puede comprender lo maravilloso y lo trágico. Triste es reconocer que la sociedad nos educa para la distracción y acaba colonizando nuestra conciencia. ¡Qué más da el febrero anecdótico del calendario si lo importante es el tiempo que somos! ¿Seremos, también “tiempo mínimo? Es decir: ¿Polvos de estrella o escombros del universo? Lo más importante suele ocupar las últimas páginas de la prensa, donde se suele mostrar el despertar del alma con los suaves trazos de algún columnista que ha entendido que nada de “lo otro” tiene eternidad, y lo serio de verdad es lo que se sugiere y queda insinuado precisamente para el “intellectus”, allí donde se comprenden las razones que la razón no entiende. La humanidad ya no sabe dormir, entre otras cosas porque no despierta, que es el destino del dormir mismo. La comprensión suprema se acerca mucho al borde de los sueños, pero hay que preparar el despertar antes de dar la cabezada y, para eso, tenemos que acallar los ruidos. No nos lo ponen fácil y somos perezosos hasta en febrero. Por eso, los periódicos hay que empezarlos a leer por el final, porque es ahí donde están los principios. No se líen.