Ahora no quiero morirme. No es por nada, pero es que me gustaría
ver cómo acaba todo esto. No había visto nada tan embarullado en mi vida y, sin
duda, es uno de los espectáculos humanitarios más interesantes de los últimos
siglos. Supongo que, como muchos conciudadanos asisto, en el patio de butacas
acomodado sobre un estupendo sofá para la ocasión, a lo que para unos es un fin
de fiesta apoteósico y para otros un inmejorable comienzo de melodrama. Fastidia
mucho el asunto de las muertes, es verdad, porque quita al ánimo la frivolidad
de la ficción y lo apesadumbra. Casi todas las muertes tienen su público, pero
es un público privado o, mejor dicho, íntimo. Y, cada una tiene la importancia
del desamparo y la desolación que le trae a todo ser querido. Sin embargo, no
todas las muertes entran en el escenario de la historia con el carnet de
figurante y éstas de estos terribles días, conformarán números para el análisis
futuro. Cada muerte es un poco mi muerte, pues ya sabemos que mi yo sin el tú
se convierte en otro yo distinto. La proximidad, temporal y espacial, las
exhibe dentro del presente y esa es la parte del tiempo que contiene mayores dosis
de realidad. Una vez entren en el pasado remoto, cuando todos los vivos de hoy
compartamos la misma suerte de no ser, entonces, ellos, los fatalmente
elegidos, estarán en el escenario de la historia contando el relato de este
tiempo, mientras que los demás no serviremos ni de atrezo. Sin embargo, eso no
consuela tampoco.
Sí, me gustaría ver cómo acaba todo esto. Tengo en cuenta,
no crean, que lo cierto es que lo que se encierra dentro de “todo esto” no se
acabará nunca y eso lo hace mucho más apasionante. Tanto interés viene
suscitado por la irrupción de innumerables corrientes de opinión, unas veces investidas
con la soberbia de erigirse en tesis o teoría y, otras más modestas, pero
igualmente fuertes, que se quedan en hipótesis. Parece que hay coincidencia
planetaria en que el mundo será otro el día de mañana, como si cada mañana no
nos trajera el día un mundo nuevo. Las formas de ese otro mundo de mañana serán
diferentes en todos los planos, según queda augurado por la crema de los
pensadores. El inmediato nuevo orden económico competirá en originalidad con el
nuevo orden social y con la nueva ola espiritual y, todo ese flamante mundo de
humanismo reiniciado, devendrá en fórmulas políticas desconocidas hasta ahora. Tiene
su gracia saber que Nostradamus venía informando a la OMS de que esto iba a
pasar. Probablemente se pueda alejar aún más en el calendario para encontrar
más advertencias en cuanto a plagas y pandemias.
Entre los sabios más recientes, se invoca la premonitoria
novela de Camus “La peste”, como la
descripción fidedigna de una situación infinitamente parecida. Las decisiones
institucionales, las fases de la epidemia y, sobre todo, el comportamiento
individual y colectivo de los seres humanos es un calco de nuestra situación.
De modo que, leer “La peste” se puede convertir en la asistencia a ese
espectáculo del que hablaba al principio, pero sin muertos reales. George Orwell
es otro de los muy nombrados estos días. Su novela “1984”, crea el concepto de
Gran Hermano tan recurrente para el grupo de distópicos que, aventuran un
modelo férreo de vigilancia radical. Me pregunto si es decir algo, poner en el
futuro algo que está pasando ya. A mi juicio, Aldous Huxley, llegaba más lejos
cuando imaginaba en su obra “Un mundo feliz”, el manejo de las emociones
humanas. En cierto modo Harari, escritor mucho más reciente, predice este
manejo de emociones que, a diferencia de Huxley, podrán tratarse mediante
algoritmos, en lugar de a través de drogas como proponía aquel. Lo que sigue en
juego es el futuro; pero es que jamás ha dejado de estar en juego. Las
propuestas, cuando leemos a las personas que han pensado el porvenir, no son
muy novedosas. En este sentido, probablemente estén indicando, que la condición
humana en tiempos de “Un mundo feliz” (1932)
y en “1984” (1948), es decir; antes y después de la II Guerra Mundial, presentaba
los mismos elementos y, sobre todo, los mismos miedos. Toda la actualidad
informativa está poblada de pensadores, escritores, creadores de opinión, etc.,
que se aventuran a pronósticos más o
menos graves sobre un “día después”. Hasta el mismísimo Henry Kissinger (el
segundo apellido es casi de máquina de coser mascarillas), que aparece como del
averno el día 3 de abril pasado, en una columna en “The Wall Street Journal”,
nos indica con su “dedo militari” lo que tenemos que hacer para evitar
convulsiones. Repito: Henry Kissinger diciéndonos cómo evitar convulsiones
sociales. No me digan que no es un espectáculo esta época.
Hay, por consiguiente,
una avalancha de predicciones que maridan muy bien con la cantidad de
inquietudes naturales que alberga la población. Curioso es señalar que,
aquellos que mejor afinaron un futuro, son los que lo pensaron fuera de
actualidad y, al margen de una atmósfera saturada de información. De todas las
otras que circulan hoy en todos los medios, alguna acertará, como el que
acierta un número de lotería, no cabe duda. Y, además, nos queda de fondo de
armario, todos los asuntos que ayer eran importantes y que, latentes, continúan
esperando de nuevo su momento: la educación, la inmigración, el cambio
climático, la laicidad, la corona sin virus, los movimientos financieros
especulativos, la pobreza, las redes sociales, el arte, etc., etc., etc. Todos
los grandes momentos de la historia, son grandes espectáculos para las
generaciones futuras. En mi opinión el gran número de circo al que asistimos
atónitos es el que nos ha mostrado con lucidez Jürgen Habermas en una
entrevista del pasado sábado publicada en el diario de Berlín “Kölner
Stadt-Anzeiger”. “Una cosa se puede
decir: nunca habíamos sabido tanto de nuestra ignorancia ni sobre la presión de
actuar en medio de la inseguridad”. Esto
se pone interesante.